martes, 16 de diciembre de 2014

El amor a uno mismo ( 4 de 4)[José Martí]



Resumiendo: El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor, no puede amarse a sí mismo como a un otro. Y la expresión "amarse a sí mismo" debe ser entendida como "querer lo mejor para uno mismo", querer la propia felicidad: ésta es la aspiración de toda persona. La cuestión a plantear es en qué consiste esa felicidad.



La experiencia histórica nos enseña que las personas más felices son aquellas que, olvidándose de sí mismas, se han entregado a los demás, por amor a Dios ... o sea, los santos. De manera que lo mejor, el propio bien, lo que nos puede hacer felices, no se consigue buscándolo por sí mismo, de modo directo, sino que se obtiene como una consecuencia, de modo indirecto. 

¡Imposible ser verdaderamente feliz cuando se busca, por sí misma, esta felicidad! Decía Víctor Frankl, el autor del libro "Un filósofo en un campo de concentración" que la felicidad es una puerta que se abre hacia dentro. Cuando empujas se cierra con más fuerza. Si te separas, se abre con facilidad. Hay, por lo tanto, una connotación a tener en cuenta que es fundamental y es la imposibilidad de alcanzar la propia felicidad, si hacemos de nosotros mismos el punto de mira.

¡El punto de mira, lo que se debe de buscar, de modo directo, es al otro: Dios, los demás, la creación, una tarea, etc.! Cuando se procede así, entonces somos, de verdad, felices, en la medida en la que esto es posible en esta vida; y nos encontramos, además, en condiciones de ayudar a los demás a hacer lo mismo.

Y es que sólo dando se recibe, sólo haciendo el bien a los demás nos lo hacemos a nosotros, sólo saliendo de nosotros mismos nos encontramos a nosotros mismos, encontramos nuestro auténtico ser, pues el ser humano ha sido creado por el Amor y para el Amor; y es sólo amando como puede encontrar su plenitud, su perfección y su felicidad.

Parecería, pues, que el "amarse a uno mismo", bien entendido, se reduciría a "amar a los demás". Sin embargo, nos encontramos con una nueva dificultad. Hemos partido de que la referencia para amar a los demás era el amor a nosotros mismos: "Amarás a tu prójimo como a tí mismo" (Mt 22, 39); y nos encontramos con que la referencia para amar a los demás son los demás, cayendo así en una especie de círculo vicioso, por llamarlo de algún modo.

La respuesta a este problema se encuentra, como siempre (y para todos los problemas) en el amor a Jesucristo. Dice Jesús: "Amaos unos a otros como Yo os he amado" (Jn 13, 34). La conclusión a la que llegamos es que sólo en la medida en la que descubramos el modo y la manera en que nos ama Jesús, en esa misma medida, estaremos en condiciones de amarlo a Él, de amar a los demás y de amarnos, también, a nosotros mismos, pues debido al misterio del Cuerpo Místico de Cristo los cristianos somos uno en Jesucristo.

"Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mt 6, 33), nos decía Jesús. "Buscad y encontraréis ... porque todo el que busca encuentra" (Mt 7, 7-8), decía también en otra ocasión. Y así, como consecuencia de nuestra búsqueda, y ayudados por la Gracia, llegaremos a encontrar el Reino de Dios, o sea, a Jesús. Y teniéndole a Él, con Él lo tendremos todo y ninguna otra cosa necesitaremos: "Todo lo estimo como basura con tal de ganar a Cristo" (Fil 3, 8), decía san Pablo. 

Buscándole, conociéndole, amándole, nuestra vida tiene sentido y se ilumina, pues su Luz brilla sobre nuestro rostro. Y es así, en este olvido de nosotros mismos por amor a Jesús, cuando somos más nosotros mismos (en su sentido primigenio y genuino); y nos encontramos, además, en las mejores condiciones para ayudar, de verdad, a los demás a ser ellos mismos; o lo que es igual, a que se encuentren con Jesús y que Jesús sea para ellos su vida.

La respuesta a todos los problemas sigue y seguirá siendo el Amor de Dios, un Amor que nos manifestó en la Persona de su Hijo que, siendo Dios, se hizo hombre. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el único que puede dar sentido a la existencia humana. Si nos creyéramos esto y lo aceptáramos en nuestro corazón, entonces seríamos realmente felices y podríamos decir, con san Pablo:  "Vivo, pero ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20), pues "para mí la vida es Cristo" (Fil 1, 21).


José Martí

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