domingo, 22 de mayo de 2011

Fe católica, sencillez y libertad (José Martí)

Es imposible progresar en el conocimiento de Dios si no hay un empeño serio por vivir cada día de acuerdo con la fe que se profesa; un conocimiento de Dios que no es sólo de tipo intelectual: es todo el ser de la criatura el que clama a Dios. Cuanto más orientada está nuestra vida hacia Dios el conocimiento que tenemos de Dios es más perfecto. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que "sabe" más de Dios una persona humilde "de buena voluntad" que un "experto" teólogo, si no posee  esa "buena voluntad".

El apóstol San Juan es muy claro a este respecto: "Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor" (1 Jn 4:8). El conocimiento de Dios está relacionado con el amor a Dios. Por otra parte, parece que también la sencillez y el conocimiento deben ir de la mano: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien" (Mt 11,25). De donde se deduce que son los sencillos los que conocen a Dios y los que, por tanto, lo aman. Los sencillos son los que más se asemejan a Dios porque Dios es la Suma Sencillez. Dios es Uno y Simple. Cuando Moisés fue enviado por Dios al Faraón para sacar a los hijos de Israel de Egipto, se consideraba incapaz de esa misión. Y Dios le dijo: "Yo estaré contigo... Moisés replicó:... y si me preguntan cuál es tu nombre, ¿qué he de decirles?. Y dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy...Este es mi nombre para siempre; así seré invocado de generación en generación"(Ex 3, 12:15). 

Cuando Jesús les va explicando su doctrina a sus discípulos, entre las muchas cosas que les dijo, ésta fue una de ellas: "Que vuestro modo de hablar sea: "Sí, sí"; "no, no". Lo que exceda de esto, viene del Maligno" (Mt 5,37). La simplicidad, la transparencia, la mirada pura, la sencillez: eso es lo que acerca a Dios, que es Amor. Hasta tal punto esto es importante que le llevó a Jesús a decir: "En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18,3). Ser como niños, puros de corazón, sencillos, confiar completamente en el Señor, amar con transparencia, sin recovecos. Jesucristo es tajante cuando habla: "Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en Él" (Mc 10,15). Lo que dicho de otro modo significa: Sólo se salvará aquel que reciba el Reino de Dios como un niño.

Recordemos el episodio evangélico en el que un ángel del Señor se apareció a unos pastores y les dijo: "No temáis; mirad que os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Jesús, en la ciudad de David" (Lc 2, 10:11).  De aquí podemos colegir varias ideas: Primera, el mensaje que anuncia el ángel del Señor lo hace a gente sencilla y trabajadora (y, además, se les anuncia mientras estaban trabajando): "había unos pastores que pernoctaban al raso y velaban por sus rebaños" (Lc 2,8). Segunda idea: Lo que se anuncia en este mensaje es la Alegría, ("una gran alegría", les dice el ángel). La Alegría es consustancial al mensaje cristiano. No se entiende un cristiano triste. Decía George Bernanos en su famoso Diario de un cura rural: "Lo opuesto de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos". Un tercera idea es que esta alegría, que se les anuncia a ellos en un principio, no es sólo para ellos: todo el mundo debe tener la posibilidad de conocer esta noticia; es una alegría que debe llegar a todos los hombres, una alegría "que lo será para todo el pueblo". La última idea es aún más importante, puesto que es el origen de todo este conjunto de ideas: ¿Qué es lo que causa esa alegría tan extraordinaria? La respuesta no se encuentra en  ningún concepto sino en una Persona. En realidad habría que preguntar: ¿Quién causa esa alegría? La respuesta nos la da el ángel del Señor: "Os ha nacido un Salvador, Cristo Jesús".  La  Salvación (y la consiguiente Alegría) se encuentra, única y exclusivamente, en Cristo Jesús: "En ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hch 4,12). 

De ahí la enorme importancia, y la tremenda responsabilidad que tenemos los cristianos de dar a conocer a Jesucristo a todas las gentes. Tenemos un gran tesoro, del que el Señor nos ha dicho: "Gratis lo habéis recibido: dadlo gratis" (Mt 10,8). Es más: se trata de un mandato explícito del Señor, dado a sus apóstoles poco antes de su ascensión a los cielos: "Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto Yo os he mandado" (Mt 28, 19:20)

Por eso, aunque es muy verdad que "Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2:4), como nos dice San Pablo, que a continuación añade : "Uno solo es Dios y uno solo es también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo" (1 Tim 2:5), no debemos olvidar, como digo, la gran responsabilidad que nos compete a los que, por la gracia de Dios, somos cristianos y formamos parte de la Iglesia Católica. ¿En qué sentido puede decirse que somos responsables? Pues en que tenemos, como cristianos, la misión de comunicar a todos esa Alegría, que hemos recibido, y que proviene del contacto con el Señor; una misión que es una obligación para todo cristiano (aunque de un modo especial para los sacerdotes) puesto que, como hemos leído, se trata de un mandato explícito del Señor.

No podemos quedarnos los dones maravillosos que hemos recibido para nosotros solos. Todo el mundo debe tener la posibilidad de conocer al Señor y de enamorarse de Él, para lo cual les tiene que llegar su mensaje. Él cuenta con nosotros para realizar esa misión: Cada uno lo hará según la vocación y los dones que haya recibido de Dios. No debemos compararnos entre nosotros y exigir que todos demos testimonio de la misma manera. Cada uno tiene su propio estilo y su peculiar manera de ser y de actuar, aunque estemos animados todos por el mismo Espíritu del Señor, que es el Espíritu Santo. Y así, nos encontramos con los misioneros, los sacerdotes, los religiosos; pero también con todos los fieles cristianos, discípulos de Cristo (que eso significa ser cristianos). En cualquier caso, sea cual fuere nuestra condición,  no debemos olvidar nunca aquellas palabras tan importante de nuestro Señor y Maestro: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16), porque ahí se encuentra la piedra de toque que nos sirve para discernir si actuamos conforme a la voluntad de Dios o no. Debemos tener siempre “in mente” que lo que llevará a la gente al Señor no van a ser nuestras palabras, sino nuestra vida (“los frutos”), nuestro modo de ser y de actuar.  Y si es preciso, haciéndoles saber, también con nuestras palabras, que el secreto de nuestra alegría y de nuestro comportamiento no es otro que la unión y el amor a Jesús, de quien nos sabemos completamente aceptados, conocidos y amados. Para ello tenemos que estar "siempre dispuestos a responder a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza", como decía el apóstol Pedro (1 Pet 3,15)

Hoy existe la extraña idea de que uno se puede salvar en cualquier religión, que todas las religiones son iguales, que todos se salvan porque Dios es bueno, que el Infierno no existe y cosas por el estilo. Bueno: este tipo de "razonamiento" será cualquier cosa menos cristiano. Jesucristo fue muy claro en este sentido, como en todos (¡siempre lo fue!). Cuando le preguntaron si eran pocos los que se salvaban, no dio ningún número, sino que contestó: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque muchos intentarán entrar y no podrán”  (Lc 13,23). Y en otro pasaje evangélico decía: “Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y SON MUCHOS los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho es el camino que conduce a la Vida, y qué POCOS SON los que la encuentran! (Mt 7, 13:14), donde queda claro que no todos se van a salvar: aunque la voluntad de Dios es que todos se salven, esta salvación la ha condicionado a nuestra respuesta a su Amor.

Con "temor y temblor" deberíamos preguntarnos: ¿Entramos nosotros por la puerta estrecha? Entrar por la puerta estrecha, en realidad, no es otra cosa que estar dispuestos a vivir la misma vida del Señor, quien dijo de Sí mismo: "Yo soy la puerta; si alguno entra a través de Mï se salvará" (Jn 10, 9)Estas palabras son 'Palabra de Dios',  están pronunciadas por el Señor, que es “el Camino, la Verdad y la Vida”  (Jn 14,6); y el Señor no miente: “¿Quién de vosotros podrá acusarme de que he pecado? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?” (Jn 8,46). Podríamos acudir a muchísimas más citas, pero este post se alargaría demasiado. Y, además, no era éste el objetivo principal que me había propuesto, por lo que dejaré este tema para otra ocasión.

Siguiendo con la argumentación inicial, hay algo que debe quedar muy claro, y que no debemos olvidar nunca, cuando intentemos que la gente conozca y ame al Señor: ¡el respeto a su libertad! "No es lo propio de la Religión obligar a la Religión" (creo que decía Pascal). La libertad del otro, aunque nos duela que, al ejercitarla, tome una decisión que no coincida con aquello que nosotros pensamos que es lo mejor para su bien, debemos respetarla. Y esto es así aun cuando tuviésemos la absoluta certeza de que tenemos toda la razón en lo que decimos. El Señor siempre respetaba la libertad de los que le seguían. Y no obligaba a nadie a seguirle. Sólo se lo proponía. Debemos de tener muy en cuenta (¡y esto es fundamental ¡) que "donde está el Espíritu de Dios hay libertad" (2 Cor 3, 17) Y  dado que" el discípulo no está por encima de su Maestro"(Mt 10,24), no nos queda sino actuar del modo en que lo hacía el Señor, es decir, respetando la decisión de los demás. Así ha querido hacer Él las cosas. Nos ha dado la libertad para que hagamos un buen uso de ella y nos acerquemos a Él. Pero también podemos hacer mal uso de esta libertad, que es realmente nuestra, y libremente elegir el rechazo de Dios. De modo que, incluso para el mal, el hombre es dueño de su destino, debido precisamente a ese don de la libertad que Dios verdaderamente nos ha concedido. Y así es.

Siendo conscientes de la enorme importancia que tiene para Dios el respeto hacia nuestra libertad (una libertad que Él nos ha dado), nuestra actitud ha de ser la de trabajar y dedicar a los demás todo el tiempo que haga falta para hablarles de Dios y de su Amor, sin desanimarnos cuando su respuesta sea opuesta a la voluntad de Dios. ¿Acaso nuestra respuesta es perfecta?. Por lo tanto: paciencia con los defectos de los demás y con nuestros propios defectos, sin desalientos: "El que persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 24,13). Nos queda siempre el consuelo de saber que “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y los pensamientos del corazón” (Heb 4,12). Él no nos va a dejar nunca; y continuamente nos espolea a que cambiemos y nos convirtamos. Cada día es una nueva oportunidad que el Señor nos da para que comencemos a quererlo de verdad, de una vez por todas. La convicción profunda de esta realidad es motivo suficiente para no desfallecer y mantener siempre nuestra Esperanza en Él.

A tener en cuenta, pues: primero, la voluntad salvífica de Dios para todos los hombres; segundo, nuestra misión de hacer conocer a los demás esa voluntad divina, cada uno a su estilo; tercero, no imponer nunca a nadie dicha voluntad; la respuesta a Dios por parte del hombre debe ser libre: de lo contrario es una farsa. El amor no puede imponerse, es esencialmente libertad, como ya se ha dicho.

Ahondando en lo expuesto más arriba y, aun a riesgo de repetirme, no hay más que fijarse siempre en cómo actuaba el Señor, pues ésa es nuestra referencia para todo. Y lo primero que vemos es que Dios, habiéndose manifestado en Jesucristo con vistas a nuestra salvación, no se nos impone con su Luz. Reflexionemos en lo que el ángel del Señor les dijo a aquellos pastores a los que se apareció de improviso (una vez que ya les había anunciado que encontrarían al Salvador): "Esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre" (Lc 2,12). ¡Menuda señal para la venida de Dios al mundo, a un mundo que Él mismo había creado! ¿Dónde aparece aquí la Luz de Dios imponiéndose a nuestra voluntad? ¡Parece todo lo contrario; más que de luz habría que hablar de penumbra! Pero sigamos: los pastores "fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño... Y regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho" (Lc 2, 16:17; 20).

Es obvio que si Dios se hubiese manifestado en toda su Luz, en toda su Gloria, como Dios Todopoderoso que es, el ser humano no habría sido libre para poder creer en Él o no hacerlo.  Necesariamente hubiera tenido que creer, ante la evidencia. Es un modo de hablar, puesto que eso ya no sería fe, propiamente hablando; el hombre no hubiera tenido más opción en su respuesta que la adoración. Pero no ocurrió así. ¿Y por qué? Pues precisamente porque Dios, que es Amor, quiere de nosotros una respuesta amorosa. Y ésta es imposible si nos priva de la libertad. Sin libertad no puede haber amor. Y lo que Dios quiere y espera de nosotros, de todos y de cada uno, es precisamente nuestro corazón: lo entendamos o no, eso es así. Y es que, como dice Dios mismo en la Biblia: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos" (Is 55,8).

Así es. Y por eso mismo fue necesario que se manifestase del modo en que lo hizo. Esa, y no otra, es la razón por la que se hizo un hombre como nosotros, por la que se hizo un niño, completamente necesitado. De este modo, "el mensaje de Dios se revela lo suficientemente claro para que crea el que quiera creer, y lo suficientemente oscuro para que no crea el que no quiera creer" (ignoro el nombre del autor de esta frase).

Como se señaló al principio, es preciso "hacerse como niños" para poder acoger el mensaje de Jesús. Sólo los sencillos, los limpios de corazón, las personas "de buena voluntad" serán capaces de "captar" su mensaje y de aceptarlo. A los sabios según el mundo les pasará desapercibido. Será, para ellos, "locura y necedad" (1 Cor 1,18). Queriendo explicarlo todo con la sola razón no se darán cuenta de que "sólo se ve bien con el corazón ... Lo esencial es invisible a los ojos" (El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry).

Las verdades sobrenaturales, por su propia esencia, no pueden ser comprendidas con las luces de la razón, sobrepasan la capacidad de ésta, pero no por ello dejan de ser verdad. Es razonable creer en ellas en razón de la Autoridad del que las pronuncia. Su aceptación es posible, pero es preciso que nos fiemos del Señor. San Pablo no se avergonzaba del Evangelio y estaba dispuesto a padecer y a morir incluso, si fuese necesario.  Y todo por una única razón, que él mismo explica, cuando habla de Jesucristo: "Yo sé muy bien en quién he creído" (1 Tim 1,12). Esto es la fe: no sólo (aunque también) la adhesión a unos contenidos que sobrepasan la razón, aunque no son contradictorios  sino, sobre todo, y justificando dichos contenidos, una adhesión firme, total y definitiva a la Persona de Jesucristo: adhesión que, como decía al principio,  no es sólo de nuestra inteligencia, sino de todo nuestro ser. Toda la vida del cristiano se compromete en el acto de fe: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt 22,37).

El Evangelio es el mensaje del Amor que Dios tiene a todos y a cada uno de los seres humanos, un amor que es personal y único. Un amor que, como todo verdadero amor, espera una respuesta amorosa; la reciprocidad es una nota esencial del amor, como se lee en el Cantar de los Cantares: "Yo soy para mi amado y mi amado es para mí"(Ca 6,3). El Cantar es, en este sentido, el libro más audaz de la Biblia, pues compara las relaciones que Dios quiere tener con cada uno de nosotros con las relaciones propias  que se tienen los enamorados (relaciones de ternura y de entrega mutua). Por supuesto, infinitamente mejores. Hacemos uso del lenguaje que tenemos (no tenemos otro) para expresar esta realidad tan sublime, como es la del amor, acudiendo a la poesía y a las metáforas. Y esto que es cierto cuando se trata del amor humano lo es aún más cuando se trata del amor divino-humano, como fácilmente se puede entender: no existen conceptos adecuados que puedan expresar cómo es la realidad cuando ésta se refiere a Dios.

Si, como el apóstol Juan pudiéramos exclamar: "Nosotros hemos conocido y creído en el Amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4,16), si la gente, al mirarnos, viera en nosotros al mismo Cristo, porque también para nosotros, como para San Pablo, Cristo fuera nuestra vida: "Para mí la vida es Cristo..." (Fil 1,21), si esto ocurriera, el mundo se transformaría por completo, sin lugar a dudas. En todo caso, siempre debemos tener presente, en nuestra mente y en nuestro corazón, aquellas palabras reconfortantes del Señor, que nos llenan de esperanza: "En el mundo tendréis sufrimientos. Pero confiad: Yo he vencido al mundo"(Jn 16, 33). "Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20)