viernes, 8 de noviembre de 2013

Sed perfectos...¿es esto posible? [José Martí]

"Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt 5,48).  Esta perfección, a la que nos llama el Señor Jesús, es la del Amor, dado que en Dios reside la plenitud de la perfección. Él es la referencia de toda auténtica perfección. Somos tanto más perfectos en tanto en cuanto nos parecemos más a Dios ... y "Dios es Amor" (1 Jn 4,8). Éste es el secreto de la verdadera perfección: el amor. Y no se trata de amar de cualquier manera, sino a la manera del mismo Dios: "como Yo os he amado, amaos también unos a otros" (Jn 13,34). No deja de llamar la atención el hecho de que esa frase haya sido pronunciada por Jesús como el colofón de estas otras frases: "Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos y pecadores" (Mt 5, 44-45).


Todo mandato lleva consigo la posibilidad de cumplirlo: de lo contrario no tendría ningún sentido. En las palabras del Evangelio que se han transcrito se observa que el verbo va en imperativo: "Sed perfectos", "amad a vuestros enemigos", "rezad por los que os persiguen".  Pero, si somos sinceros con nosotros mismos, y no nos engañamos, tendremos que reconocer que el cumplimiento de este mandato supera nuestras fuerzas humanas, las sobrepasa. Nos sentimos, y con razón, absolutamente incapaces de cumplirlo. Y para tranquilizar nuestra conciencia, puesto que no entendemos nada, procuramos olvidarlas, como si nunca  hubiesen sido dichas; o bien pensamos que el Señor se está refiriendo sólo a algunas personas privilegiadas y que ese mandato no es para todos. [No es eso lo que aparece en el Evangelio, pues fueron pronunciadas por Jesús, en lo alto de un monte, dirigiéndose a la muchedumbre (Mt 5,1)]

El que así razona se engaña a sí mismo y no quiere ver ni entender. Lo que dijo el Señor lo dijo para todos los que le escuchaban. Y sus palabras no son como las nuestras, sino que "son Espíritu y Vida" (Jn 6,63). Me viene a la mente el episodio en el que Jesús les dice a los judíos: "En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,53-54). A consecuencia de lo cual, no sólo ellos sino muchos de sus discípulos se escandalizaron y decidieron no seguirle. Pues bien. Si se hubiera tratado de metáforas, tal vez el Señor les hubiera dicho que, en realidad, quería decir otra cosa distinta de la que dijo; pero no:  el Señor no atenúa el significado de sus Palabras; por el contrario, les dice a los Doce (los únicos que habían quedado): "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6,67).



Porque así es: las palabras del Señor hay que tomarlas al pie de la letra, sin atenuantes. Eso sí: hay que entenderlas en la profundidad con que han sido pronunciadas. Es evidente que el Señor no estaba enseñando a sus discípulos que tenían que ser antropófagos. Sus palabras fueron las que fueron; y eran reales, pero con una realidad tan profunda que se nos escapa. Ésa es la razón de la Teología. De ahí todos los estudios de los Santos Padres, de San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz, etc... es decir, personas que se tomaron en serio las palabras de Jesús y se las creyeron de pies a cabeza, hasta el punto de entregarse, de lleno y sin reservas, a su conocimiento, llevados del amor al Señor. Pues no debemos olvidarlo: es el conocimiento de la realidad, y en este caso de la realidad sobrenatural (que es Dios) lo único que llena la vida de una persona y lo que la hace verdaderamente libre: "La verdad os hará libres"(Jn 8,31)

Es verdad que nuestra reacción inicial suele ser de escándalo o de susto, y es casi imposible que no se nos pase por la mente aquello que le ocurrió  a muchos discípulos del Señor: "Es dura esta enseñanza. ¿Quién puede escucharla?" (Jn 6,60). Y, aunque quisiéramos seguir al Señor, nos vemos incapaces: Yo no puedo amar a mis enemigos. Esto sobrepasa mis fuerzas, etc.  Bien...Eso es completamente cierto, estamos siendo sinceros, y diciendo la verdad de lo que sentimos. Y, sin embargo, es una verdad a medias. Escuchemos lo que dice el Señor: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5). Por nosotros mismos no podemos. Pero si damos un paso adelante, y en lugar de mirarnos tanto al ombligo, volvemos nuestra mirada hacia Él y le pedimos, con San Pablo, que nos haga capaces de decir y sentir, en lo más íntimo de nuestro corazón: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Fil 4,13)... seguro que nos lo concederá y, entonces, podremos ver la vida con otros ojos.




Si pudiéramos decir, con San Pablo: "Con Cristo estoy crucificado. Y vivo, pero ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en Mí" (Gal 2, 19-20), entonces sí que sería posible cumplir todos estos mandatos del Señor... ¡y muchos más!. Así lo decía el mismo Jesús, de un modo muy claro: "El que cree en Mí hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que éstas" (Jn 14,12).

Ésta es la clave: creer en Él; y creer que, estando en Él y Él en nosotros y con nosotros, todo lo vamos a poder. Él nos hará capaces de aquello que, por nuestras solas fuerzas, no podríamos, de ninguna de las maneras... pero con Él  todo cambia: "Yo sé muy bien de quién me he fiado" (2 Tim 1,12). Éste es el secreto: ¡querer al Señor, dejarle actuar en nuestro interior y dejarle que nos transforme con su Espíritu!. Desde el momento en que sabemos que Él está con nosotros y que nos quiere (¡y de qué modo!), ¿de qué o a quién podemos tener miedo?. Si pensamos continuamente en nosotros mismos, en nuestro bienestar, en pasarlo bien, etc. nos estamos condenando, ya en esta vida, a ser unos desgraciados y unos aburridos. El egoísmo nos hace perder lo mejor de la vida, aunque nos pueda parecer otra cosa. ¿Por qué? Pues porque el egoísmo es todo lo contrario al amor. Y sin amor no hay alegría, ni paz, ni felicidad posibles. Las palabras del Señor son tajantes: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por Mí , la encontrará" (Mt 16,25).



En las relaciones con el Señor nunca salimos perdiendo: nosotros le damos nuestra pobre vida y Él, a cambio, se nos da a Sí mismo, nos da su propia Vida. Esto es muy hermoso, pero lo es porque de lo que aquí se trata no es de metáforas sino de realidades: Puesto que Él nos ha dado su Vida, y nos la ha dado de verdad, resulta que Su Vida es realmente nuestra. Mediante su Espíritu Él vive realmente en nosotros, nuestra pobre vida la tiene Él, porque se la hemos dado. Y Él nos ha dado la suya. Podemos saborear su Vida como nuestra, porque de hecho lo es, ya que el Amor: es intercambio de vidas. Y Dios es Amor. Y es así como llegamos a ser capaces de todo lo sobrenatural, pues también su Poder está en nosotros y podemos, por lo tanto, amar a nuestros enemigos, rezar por los que nos persiguen, etc... cosas todas ellas que, humanamente hablando, nos sería imposible de llevar a la práctica.

Sin embargo, no debemos olvidar (¡y esto es muy importante!) que, aunque Él viva en nosotros, no nos diluimos en Él, no desaparecemos, como si fuéramos una parte suya. No nos perdemos,  sino que nos encontramos en Él. Nuestra personalidad alcanza su máxima plenitud. Somos más nosotros mismos... estando en Él y estando Él en nosotros. Nuestro verdadero yo es un yo en Él. Al fin y al cabo, hemos sido creados a su imagen y semejanza. 

Y, aunque parezca increíble, porque lo es, el Amor de Dios hacia el hombre, hacia cada hombre concreto, es una realidad, misteriosa, si se quiere, pero realidad. Se trata, además, de un Amor tan grande que ningún ser humano podría imaginar. ¿Que Dios nos quiera, siendo nosotros sus criaturas y Él nuestro Creador? ¿Que nos quiera, además, hasta el punto de entregar su propia Vida, de entregar a su propio Hijo, para abrirnos las puertas del Cielo, que nos estaban cerradas a causa del pecado original, y poder así estar con nosotros? Este Amor de locura que tiene Dios por cada uno de nosotros, como si cada uno fuese único para Él, es sólo propio de Dios. Es un Amor que le lleva a decirnos: "¡Amada mía, hermosa mía, paloma mía...dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz. Porque tu voz es dulce y  es hermoso tu rostro" (Ca 2,14).
Ante esta realidad del Amor de Dios, cualquier otra cosa palidece, por importante que pueda parecernos.