martes, 18 de junio de 2013

Dios quiere mi corazón (4 de 4) [José Martí]



A la vista de todo lo dicho queda claro que Dios no quiere amargarnos la existencia sino darle un sentido, el único sentido posible, que es el del amor; y con el amor, la alegría.   Sólo permaneciendo en Él y dejando que Él permanezca en nosotros, podemos dar fruto: "El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto" (Jn 15,5). Es tal la unión con Jesucristo a la que estamos llamados, unión que sólo es posible si tenemos su Espíritu, que la gente tendría que ver en nosotros al mismo Jesús. Cierto que esto es imposible para nosotros, pero no para Él. Y Él está más que interesado en tener nuestro corazón: "He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, Yo entraré a él y cenaré con él y él cenará conmigo" (Ap 3,20). 

¿Cabe amor mayor? ¿Por qué desea tanto el Señor que lo queramos? ¿Por qué somos tan importantes para Él? Porque si somos importantes para Él es que verdaderamente somos importantes; lo somos porque así Él lo ha querido (no por nuestros méritos personales), pero lo somos. Y hasta el extremo de que Él mismo, en primera persona, nos llama (a cada uno) para que le abramos la puerta de nuestro corazón. Y demos cabida al suyo... porque entonces "Él cenará conmigo y yo cenaré con Él" según sus propias palabras.




Esta idea de la cena nos hace presentir la inmensidad de su Amor, personalísimo e íntimo. Pues no es un amor genérico. Él no quiere a los hombres en general, sino que me quiere a mí...en particular, como si toda la humanidad fuese solamente yo. Él no reparte su Amor sino que nos lo da todo a cada uno: Jesús me quiere, pero no de cualquier manera, sino con un amor de enamorado. Yo lo soy todo para Él. En palabras de San Pablo: "Ni ojo vio ni oído oyo, ni llegó al corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Cor 2,9). Y estas otras palabras, cuya belleza excede todo lo imaginable, pues es el mismo Dios (el Amado) quien nos las dirige a lo más íntimo de nuestro corazón: "Paloma mía, (que anidas) en las hendiduras de las rocas, en las grietas de las peñas escarpadas, dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz, porque tu voz es dulce y encantador tu rostro" (CC 2,14)


¿Por qué procede así Jesús? ¿Por qué dice estas cosas? (Recordemos que el Amado en el Cantar de los Cantares es el mismo Dios, pero entendido infinitamente mejor a la luz del Nuevo Testamento). Él mismo nos indica la razón profunda del porqué procede del modo en que lo hace: "Os he dicho esto para que mi Alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa".(Jn 15,11). Es impensable e imposible que quien permanece unido a Jesucristo por el Amor y vive conforme a su Espíritu, pueda estar triste. Podrá sufrir, pero estará inmune a la única tristeza que lo es realmente, que es la que produce el pecado y el alejamiento de Dios. 


Por otra parte, ese permanecer de Jesús en nosotros no es algo del pasado sino que es ya para el momento presente: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). "Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Si esto es así, y parece que lo es, resulta que ya en este mundo (no hay que esperar al otro) podemos tener  la perfecta alegría... una alegría que proviene de estar junto al Señor y de vivir su misma Vida.


Lo de que esta alegría es ya para este mundo podemos escucharlo de boca del mismo Jesús en palabras que dirigió a Pedro y que valen, como siempre, para todos los hombres de todas las épocas y lugares: "En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por Mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más... y en el siglo venidero la vida eterna" (Mc 10, 29-30).


El secreto para llegar a entender algo de esta realidad del amor de Dios, que no acabamos de creernos, se encuentra en percatarse, de una vez por todas, de que cuando hablamos del amor que Jesús nos tiene, estamos hablando de algo muy real: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). Ese "hasta el fin" se refiere al máximo posible en la intensidad de su amor y a la entrega completa de su vida, según sus propias palabras: "Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos". (Jn 15, 13).  Así nos amó Jesús, hasta dar su Vida por nosotros, por todos y cada uno (no lo olvidemos) como dice San Pablo en su carta a los gálatas: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2, 20).  


Si queremos ser sus amigos, el mismo Jesús nos dice lo que tenemos que hacer: "Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que  os mando"(Jn 15,14). A renglón seguido explica este mandato con más detalle:"Esto os mando: que os améis los unos a los otros" (Jn 15,17). Y  para que no quepa ninguna duda acerca del modo de amar al que se refiere Jesús, también nos lo aclara:"Amaos unos a otros como Yo os he amado" (Jn 13, 34). 


¿Y cómo nos ha amado Jesús y nos ama? Si realmente queremos conocer la respuesta es necesario (de toda necesidad) que conozcamos a Jesús. De ahí la extraordinaria importancia de la lectura ponderada y meditada del Evangelio, así como también - y sobre todo- la necesidad de hacer oración ( preferiblemente junto al Sagrario si nos fuera posible). Y lo más importante de todo:nunca debemos olvidar  que la dicha que conlleva el amor sólo es tal cuando este amor se manifiesta en la propia vida: las palabras solas no son suficientes. Así lo dijo Jesús a sus discípulos, después de haberles lavado los pies: "Si estas cosas entendéis, seréis dichosos si las ponéis en práctica" (Jn 13, 17). 


Decía San Juan de la Cruz que "en el atardecer de la vida nos examinarán del amor". A eso se refiere el testimonio que tenemos que dar como cristianos y lo único por lo que seremos juzgados al final de nuestra vida, en el juicio final: el amor y nada más que el amor (entendido, claro está, como lo entiende el Señor). "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor unos a otros" (Jn 13,35). 


Así es que esa es la respuesta a todo: se trata sencillamente de amar si es que queremos vivir esta vida con sentido (no vamos a tener otra oportunidad) y ser felices, realmente felices, con la felicidad que Dios quiere para nosotros, que es la auténtica, y que no coincide normalmente con la que nosotros solemos imaginar. No es preciso ser muy espabilado para darse cuenta de que Dios es más listo que nosotros y sabe mejor que nosotros cómo son las cosas en realidad y qué es lo que más nos conviene. Lo que sí necesitamos es ser más humildes... y dejarnos decir cosas por aquellos que saben más que nosotros y que nos quieren de verdad y quieren nuestro verdadero bien.


Si llegáramos a creer, de verdad, que Jesús nos quiere, a cada uno, con un amor que es infinitamente más grande que el amor más grande que seamos capaces de imaginar como podría serlo el de una madre por sus hijos o el que se tienen dos enamorados. Si llegáramos a creernos, sin ningún género de duda, que Dios  en Jesús nos ha entregado su corazón...¿qué no haríamos nosotros para entregarle el nuestro de una vez por todas y para siempre?  Si ayudados por la gracia llegáramos a tener esa generosidad, sería lo más hermoso que nos podría ocurrir en esta vida y en la otra. Lo mejor de todo es que, si ya no tenemos nuestro corazón porque se lo hemos dado a Él, tenemos en cambio el Suyo, que Él nos ha dado. Y si nos lo ha dado, es realmente nuestro. No tenemos nuestro corazón porque tenemos el Suyo. Y ahora sí que podemos querer a Dios como Él mismo se ama, porque estaríamos amando con el Corazón de Dios. Esto es muy hermoso, pero lo más hermoso de todo es que no se trata de meras palabras, sino de realidades. ¡Ojalá que Dios nos concediera su Gracia para que fuéramos capaces de entender, al menos un poquito, la inmensidad de este Misterio de Amor, que es Él mismo!  

lunes, 17 de junio de 2013

Dios quiere mi corazón (3 de 4) [José Martí]



Todos tenemos la experiencia, en la vida diaria,  de que el que ama a otra persona lo único que desea de esa persona es verse correspondido en su amor con un amor semejante.

Esto mismo le ocurre a Dios. Al fin y al cabo, hemos sido creados a su imagen y semejanza (Gen 1,26). Puesto que ahora el que ama es Dios, y ama con amor infinito, dándonos a su propio Hijo "como víctima propiciatoria por nuestros pecados" (1 Jn 4,10), ¿qué puede esperar de nosotros sino que lo amemos también del modo en que Él nos ama? 


Nos asusta esta idea, porque pensamos, y con razón, que nosotros somos completamente incapaces de amar a Dios como Él se merece. Un amor infinito requeriría una respuesta de valor infinito... y nosotros somos finitos, limitados. Y así es, en efecto. Pero curiosamente desde el momento en que Dios se nos ha dado por completo a Sí Mismo en su Hijo, dándonos a Jesucristo, nos ha dado (con Él)  su  propia Vida. Y esta Vida que es Cristo, es ya realmente nuestra: "Para mí el vivir es Cristo" (Fil 1,21). "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). El mismo Jesús así lo expresó también: "Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6,56)

Y siendo esto así, como lo es, ahora sí que tenemos la posibilidad de dar a Dios una respuesta perfecta de amor. Evidentemente, para eso es necesario que Cristo sea nuestra Vida. Y esto es solo posible si le entregamos la nuestra: nuestros planes, nuestros proyectos, nuestra voluntad, nuestros pensamientos, todo lo que somos y lo que tenemos. 



Como le dijo Jesús a Santa Catalina de Siena: "Preocúpate de Mí que Yo me preocuparé de tí". Tendría que ser Jesús tan importante para nosotros que cayéramos en la cuenta de que "sólo una cosa es necesaria" (Lc 10, 42). Cuando, ayudados por la gracia,  le fuéramos dando todo a Dios, día tras día, minuto tras minuto, ..., cuando nuestro corazón no nos perteneciera porque se lo hubiésemos entregado todo a Él, cuando no estuviésemos apegados a nada porque sólo nos importara el amor a Jesús y el cumplimiento de su voluntad, cuando nuestra vida ya no fuera nuestra, porque se la hubiéramos entregado a Él por completo entonces, y sólo entonces, estaríamos en condiciones de dar la respuesta adecuada a Dios, porque sólo entonces Jesús sería nuestra Vida. Y nuestra respuesta al Padre sería la de su propio Hijo, cuya Vida poseemos. 

Esto es hermoso, pero es mucho más que hermoso. Se ha hecho realidad en muchas personas desde que Cristo vino a este mundo, se ha hecho realidad en sus santos. Y a eso estamos llamados, precisamente, todos los cristianos. 

De modo pues que el amor, como algo constitutivo que es de la naturaleza humana, nunca puede (¡no debe!) ser un fastidio. Dios no quiere fastidiarnos cuando nos ama sino elevarnos a Él.  Por supuesto que nos lo pide todo. Pero es que primero nos lo ha dado todo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" (1 Cor 4, 7). 

¿Hay algo más bello que darle a Dios aquello que Él nos ha dado primero?  Además "hay más dicha en dar que en recibir" (Hech 20,35), según palabras del mismo Jesús. 

Ciertamente se trata una tarea difícil y que supone un esfuerzo continuado. Es más: sería, en realidad, una tarea imposible, dada nuestra naturaleza humana actual, que es una naturaleza caída por el pecado de origen (aunque redimida por la muerte de Jesús). Pero tenemos la seguridad de que la gracia del Señor nunca nos va a faltar, si se la pedimos con fe. Aun siendo verdad lo que dijo Jesús sobre Sí mismo, con relación a nosotros: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5) también lo aquello otro que dijo San Pablo: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Fil 4,13). 

Por eso no tenemos derecho a tirar la toalla ni a desalentarnos, por muy dura que sea la batalla y por grandes que sean las heridas que recibamos.

sábado, 15 de junio de 2013

Dios quiere mi corazón (2 de 4) [José Martí]


Y en el pecado va la penitencia, porque el hombre de hoy no es feliz (¡no puede serlo!). Alejado de Dios, se ha alejado del Amor, de la fuente de todo amor verdadero y, por lo tanto, de la alegría verdadera, de toda alegría que merezca tal nombre.


El Evangelio entero rebosa de alegría; y podría ocurrir –lo que sería una desgracia- que pasáramos por esta vida sin habernos enterado de esta realidad del amor de Dios, que es lo único que nos puede hacer verdaderamente felices, ya desde ahora. Pues la verdadera alegría, la única que merece ser llamada así, es la que proviene de Dios. Es por eso que el segundo de los frutos del Espíritu Santo, inmediatamente después del amor, es la alegría: "Los frutos del Espíritu son: caridad, alegría, paz, etc" (Gal 5,22). 
Amor y alegría van íntimamente unidos: son inseparables. 

Lo que tiene mucho sentido. Al fin y al cabo "Dios es Amor" ("Deus caritas est")  (1 Jn 4,8), expresión que podríamos también traducir (si pensamos en el amor de Dios para con nosotros) como: Dios me ha dado su corazón. Dios me quiere con locura. Mi creador ha querido ser también mi amigo: es realmente mi amigo, mi amigo del alma, pues sus palabras no son metáforas, sino pura realidad:"Ya no os llamo siervos sino amigos" (Jn 15,15). 
Si Él nos llama amigos es que lo somos. Pero nos lo ha podido decir, y nosotros lo hemos podido oír porque se hizo hombre, verdaderamente hombre, como cualquiera de nosotros, sin dejar de ser Dios: "probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado" (Heb 4,15). 

De no haber tomado nuestra naturaleza humana, nuestra relación con Él hubiese sido, como mucho, la de adorarle, pedirle cosas y darle gracias (como Dios que es) pero nunca hubiera podido ser una relación tierna y amorosa que es la que Él ha querido tener con cada uno de nosotros. 


Nuestra naturaleza es de tal índole que necesita de los sentidos (la vista, el oído, el tacto, etc) para poder conocer y para poder amar.  Por eso cuando Felipe le dice: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta",  Jesús le contesta: "Tanto tiempo como estoy con vosotros, ¿y no me has conocido, Felipe? El que me ve a Mí, ve al Padre" (Jn 14, 8-9). Realidad ésta que lleva a Jesús a clamar: "El que me ve a mí ve al que me ha enviado" (Jn 12,45). Pues es lo cierto que "a Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, Él mismo es quien nos lo ha dado a conocer" (Jn 1, 18)


Jesús ha sido enviado por el Padre con una misión, una misión que lo es todo para Jesús. Para eso vive: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y acabar su obra" (Jn 4,34).  Y en otro lugar: "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 6,38). Y  "ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,40). 

Cuando Jesús dice: "Como el Padre me amó así Yo os he amado", añade: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Y es que, puesto que "Dios es Amor" ( 1 Jn 4,8)  lo que Él quiere de cada uno de nosotros es precisamente nuestro amor, que permanezcamos en su amor. Aunque esto parezca increíble, porque realmente lo es, resulta que Dios desea mi amor. Él me lo ha dado todo (dándose a Sí mismo) y quiere que yo también se lo dé todo: "No podéis servir a Dios y a las riquezas" (Mt 6,24). "Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios" (Lc 9,62). "Si alguno quiere venir detrás de Mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la encontrará" (Mc 8, 34-35).  En todos estos versículos del Evangelio se observa la radicalidad que supone el seguimiento de Jesús. Y es que el Amor total que Dios nos tiene, manifestado en Jesucristo, requiere una respuesta de amor en totalidad, por nuestra parte. 


¿Es que Dios quiere acaso fastidiarnos nuestra existencia? Todo lo contrario. Hemos sido creados por el Amor y hemos sido creados para amar: sólo el Amor puede dar sentido a nuestra existencia, es el sentido de nuestra existencia. 
No puede ser de otra manera: Si Dios se introduce en nuestra vida y nos lo pide todo, es porque quiere hacernos entender que esta totalidad en la respuesta que se nos pide es una exigencia propia del Amor, del verdadero amor.

No debemos olvidar que "nosotros amamos porque Él nos amó primero" (1 Jn 4,19) y que este "amor de Dios se manifestó entre nosotros enviando a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por Él la vida" (1 Jn 4,9), pues en palabras del propio Jesús con respecto a su Persona, dice: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6). Dios se da todo Él a Sí Mismo en su Hijo. En el Hijo Dios nos lo da todo, pues el Hijo es consustancial al Padre (es el mismo y único Dios). De modo tal que, aun siendo Dios, el Ser infinito no nos podía dar más. Y esto por una única "razón", porque nos quiere: "razón" ciertamente incomprensible para nosotros, pero real.