sábado, 30 de abril de 2011

Acerca de la gratitud (José Martí)

El mejor modo de vivir agradecidos es haciendo rendir los talentos recibidos; y poniéndolos al servicio de los demás. Nadie es tan desgraciado que no tenga nada que dar y que ofrecer a los demás.
Lo primero de todo es ser conscientes y reconocer que se tienen esos talentos y de que esos dones, aun siendo realmente nuestros, no nos pertenecen como propios: los poseemos porque primero los hemos recibido: ¿Qué tienes que no hayas recibido?. Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1Cor 4:7)
En segundo lugar, debemos tener en cuenta que el dar y el recibir son simultáneos: no existe el uno sin el otro: si alguien recibe es porque hay otro alguien que da. Y nadie puede dar nada a otro, si éste no recibe su don. Por supuesto, queda claro que para que el don sea auténtico, tanto el dar como el recibir han de serlo siempre en libertad.

Es verdad que, como decía el Señor, “hay más dicha en dar que en recibir” (Act 20:35). Pero también es cierto que el que da no podría hacerlo si el que teóricamente debería recibir no aceptase el don que se le ofrece. En este sentido, se podría decir que recibir es también, en cierto modo, una manera de dar: se le da al otro la posibilidad de que él pueda darnos algo. Y así el que recibe participa también de la dicha de dar.
Si observamos, de la misma manera que cuando alguien recibe algo dice "gracias"  a aquel de quien lo ha recibido, el que da  dice  igualmente  "gracias" a quien recibe lo que le ha dado, por el simple hecho de haberle permitido dar.
En tercer lugar, podríamos decir que una vida, bien vivida, es un acto de gratitud permanente. Debemos estar agradecidos a aquellas personas buenas que nos rodean. Con su bondad dan testimonio de que es posible ser buenos, un testimonio de esperanza, que nos anima a hacer también nosotros lo mismo. Entiendo ahora (al menos eso pienso) una expresión, que vi impresa en un póster hace ya mucho tiempo, y que me llamó la atención. Decía así: “Gracias por todo lo bueno que hay en ti”. Si recordamos, precisamente una de las expresiones que se encuentran en la Biblia es esa: "Dad gracias al Señor porque es bueno..." (Sal 118,1)

Finalmente, no debemos olvidar que la gratitud es una manifestación de amor; y tiene lugar, por lo tanto, en un clima de libertad. Recibir es decirle al otro: lo que me das vale; lo aprecio, porque viene de ti. El que da gracias a otro está manifestando el afecto que le tiene y el aprecio del don que recibe de él; no tanto por la magnitud del don, cuanto por el reconocimiento y la valoración del detalle que ha recibido del otro.

Amar a otro es decirle: tu presencia es un don para mí, el mejor don que nadie puede hacerme; sólo de verte me alegro. O, como decía el filósofo Josef Pieper: Amar es decirle a otro: ¡Qué bueno es que existas! Al fin y al cabo, ¿qué es la alegría ante la presencia del otro sino un acto de agradecimiento, consecuencia del amor que se le tiene? 
Dar y recibir siempre van unidos. Debemos aprender a dar y también a recibir. El que da, haciéndolo con alegría, generosamente, con sencillez y sin humillar al que recibe, consciente de que él también recibe de aquel a quien da. Y el que recibe, haciéndolo igualmente con sencillez, pues dejándose dar está dando también alegría a quien le da, una alegría que es de los dos, porque ese dar-recibir entre ellos no es sino la manifestación del amor que se tienen, un amor que es precisamente la causa de su mutua alegría.

La vida es hermosa cuando la gratitud preside las relaciones entre las personas. Recordemos aquello de: Es de bien nacido ser agradecido.   Esto es "lo normal", aunque, por desgracia, no siempre se da esta "normalidad" entre las personas.

Es cierto que el agradecimiento, motivado por el amor, nos liga a la persona de quien recibimos cosas que nos hacen bien, pero esta “obligación” de gratitud no es algo "forzado", sino que sale del alma. Libremente "se ama" este "estar ligado", un estar ligado al que no renunciaríamos por nada del mundo, porque precisamente eso es lo que se quiere. Resumiendo, nuestra actitud vital debería venir marcada por los siguientes puntos:

1. Ser conscientes de que todo lo tenemos como recibido, todo es don, comenzando por la propia vida, que hemos recibido de nuestros padres; y en último término, de Dios.
2. Vivir con gratitud  por todos los dones recibidos, lo que supone reconocimiento de esos dones como tales dones, y cariño hacia la persona de la que proceden.
3. Manifestar esta gratitud haciendo fructificar los dones recibidos, poniéndolos, a su vez, al servicio de los demás; como decía el Señor: "Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8).
Y así la vida se convierte en una hermosa aventura de amor, pues la gratitud (y la alegría que le sigue) no son otra cosa, en el fondo, sino una manifestación de amor: un amor humano, reflejo del amor divino-humano y del amor divino, que nos lleva a presentir qué no será entonces ese otro Amor, causa y finalidad de cualquier otro amor; y al que todos estamos llamados.

domingo, 24 de abril de 2011

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (10 de 11)

el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno, tan temido,
para dejar, por eso, de ofenderte.

Tú me mueves, Señor: muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor; y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
porque aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.
  
Llegamos, por fin, a este último soneto del siglo XVI, de autor desconocido. En el primer soneto el poeta posponía la respuesta a Dios “para mañana” (o sea, nunca). En el segundo el poeta no podía figurarse hasta qué punto era amado por Dios y lo descubre en el misterio del Niño-Dios (no le queda sino confiar en su misericordia). En el soneto que ahora nos ocupa nos topamos de lleno con una respuesta del poeta a Dios, tan “desinteresada” que, humanamente hablando, es inconcebible.

El estilo es directo, desnudo de imágenes y de figuras. Lo que define a este soneto no es la belleza imaginativa del lenguaje, sino la fuerza del contenido, en donde hay una renuncia explícita a todo lo que no sea amar, único modo de corresponder al Amor de Jesucristo.

El ser humano siempre se mueve buscando algún tipo de recompensa por lo que hace, o bien por temor a perder algo a lo que está fuertemente unido, algo que le es especialmente querido. Aquí, en cambio, lo que mueve al poeta para no ofender a Dios no es ni el deseo del Cielo ni el temor del Infierno; aunque éstos no existieran (que existen) lo único por lo que el poeta se siente movido es por el deseo de responder con amor a ese inmenso amor del que ha sido objeto por parte de Aquel que, siendo Dios,  y por puro Amor, se ha despojado de su riqueza y se ha hecho uno de nosotros. Y, como ocurre siempre en estos casos, las palabras se quedan siempre muy lejos de la realidad a la que aspiran. Habría que decir aquello que expresó bellamente un poeta, cuyo nombre no recuerdo:

Pobres páginas, que ansiaron,
con la mayor de las ansias,
decir tan hermosas cosas
…;y al final no dijeron nada!

Viene bien, con motivo de la Semana Santa, escribir aquí algunas citas del profeta Isaías:

“Despreciado y rechazado de los hombres, varón de dolores y experimentado en el sufrimiento;… despreciado, ni le tuvimos en cuenta. Pero Él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestros dolores,…Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados. El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes, cada uno seguía su propio camino, mientras el Señor cargaba sobre él la culpa de todos nosotros. Fue maltratado, y él se dejó humillar, y no abrió su boca; como cordero llevado al matadero… Su sepulcro fue puesto entre los impíos y su tumba entre los malvados, aunque él no cometió violencia, ni hubo mentira en su boca… Ofreció su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores” (Is 52, 3:12)

Como ya sabemos, todas estas cosas (y muchas otras más, también predichas por los profetas) se cumplieron en Jesucristo. 

Si algo está claro es que “Él nos amo primero” (1Jn 4,19). Esto es lo que hace posible que nosotros podamos también amarle a Él. Sí, pero amarle ¿de qué manera?: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros como Yo os he amado” (Jn 13,34). ¿Y cómo nos amó el Señor?: “La víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1). Y en otro lugar: “Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). En la parábola del Buen Pastor nos dice Jesús: “Como mi Padre me conoce, también yo conozco al Padre, y doy mi vida por mis ovejas” (Jn 10,15). Y más adelante: “Por eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Este es el mandato que he recibido de mi Padre” (Jn 10, 17-18).

Las citas podrían multiplicarse, pero en todas ellas queda claro el tierno amor que Jesús nos tiene, un amor que le lleva a dar su vida, voluntariamente, por cada uno de nosotros. Y dicho sea de paso: Nadie le quita su Vida, nadie se la puede quitar. Él es el Señor de la vida y de la muerte. Tiene poder para dar la vida y tiene poder para volver a tomarla. La muerte no tiene dominio sobre Él. Así lo demostró resucitando al tercer día, con su cuerpo glorioso, con el que se encuentra junto a su Padre.

Él nos ha dado ejemplo de lo que tenemos que hacer. Pero, sobre todo, nos ha dado las fuerzas para que podamos hacerlo. De hecho, el poeta desconocido al que nos estamos refiriendo en este soneto, no podría, bajo ningún concepto responder de ese modo “desinteresado” al amor de Dios, si no recibiera, de Dios mismo, las fuerzas, para hacerlo.

Nuestra naturaleza es incapaz de dar una respuesta perfecta de amor a Dios: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15,5). Esto es completamente cierto, pero el Señor suple en nosotros lo que, por nosotros mismos, seríamos incapaces de llevar a la práctica. Y así dice el Señor poco después de la cita anterior: “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá” (Jn 15,7). Y en otro lugar: “Pedid y recibiréis; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; y el que busca halla, y al que llama se le abre” (Lc 10, 9-10). “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden” (Lc 10, 13).  Sí, el Espíritu Santo, ese Espíritu que “acude en ayuda de nuestra debilidad; pues no sabiendo pedir lo que nos conviene, el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26). Esto significa que, aunque es verdad que nuestra respuesta amorosa a Dios es imposible sin su ayuda, también lo es que dicha respuesta es perfectamente posible si ponemos todo de nuestra parte. Él hará el resto. ¡Tenemos su palabra! : “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13).

domingo, 3 de abril de 2011

Poesía y Realidad (José Martí)

Es imposible abordar un tema tan complejo en pocas páginas, de modo que me ceñiré a lo que considero que es esencial en ese eterno misterio de la poesía.

Casi siempre se asocia la poesía sólo a la imaginación, a algo irreal propio, más bien, de personas desocupadas. Bien, esto ciertamente suele ser así cuando nos referimos a lo que normalmente se entiende por poesía: relación de versos que riman. Y nada más. Pero eso tiene un nombre: versificación. Y no tiene nada que ver, en principio, con la poesía, con la auténtica poesía. Esa es la razón por la que tantas veces oímos decir que a la gente no le gusta la poesía; y es que, por lo general,  no suele ser verdadera poesía la que leen o escuchan, sino versificaciones carentes de belleza. En ese sentido no les falta razón en lo que piensan.

Sin embargo, la verdadera poesía siempre emociona,  y llega a lo más profundo de las personas: siempre dice algo, tanto al autor como al lector. La poesía va íntimamente ligada a la belleza, posee el atractivo de la belleza.  Y siempre dice algo nuevo al que la lee por segunda o tercera vez, aunque las palabras que lea sean las mismas. Tal es su profundidad. Es más: la poesía auténtica va mucho más allá del tiempo en el que ha sido escrita. Se podría decir que tiene un cierto carácter de eternidad.

Para que haya poesía no se requiere necesariamente de la rima. Existe también la prosa poética. Hay muchos libros, escritos en prosa, que son verdaderos poemas. Entre ellos podemos citar la Divina Comedia (de Dante Alighieri), el Principito, (de Antoine de Saint-Exupéry), el Señor de los Anillos (de J.R.R. Tolkien) y muchos otros.

Si hubiese que dar alguna definición de lo que se entiende por poesía, aunque la definición siempre se quedará corta, yo tomaría prestada aquella que dio Gustavo Adolfo Bécquer en su rima XXI: 


¿Qué es poesía? –dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú 

(Gustavo Adolfo Bécquer, 1836-1870) 

Si observamos con detenimiento, nos encontramos con el hecho-sorprendente- de que la poesía no es algo, sino alguien: “Poesía…eres tú”. Para ser más claros: el enamoramiento es poesía.  La respuesta que da Bécquer acerca de lo que se entiende por poesía tiene lugar “mientras siente clavada en su pupila la pupila azul de su amada”. Es sólo en ese ambiente amoroso donde la poesía se muestra en toda su profundidad y belleza.

He encontrado también una descripción preciosa de poesía que anoto a continuación:

La poesía es un ave del cielo
que alguna vez desciende hasta la tierra
y derrama una gota de consuelo
entre los desterrados hijos de Eva.

No se deja encerrar en los palacios
ni se deja asombrar por las riquezas;
mas en el campo, entre sencillas gentes,
sus alas de oro y su canción despliega.

(Jacinto Verdaguer: 1848-1902)

En cualquier caso, la poesía no es un mero sentimiento imaginativo, sino que tiene mucho que ver con la realidad, en concreto con la realidad de la presencia de la persona amada, sin la cual se desvanece y desaparece. La poesía es un intento de expresar la belleza de esa tremenda y maravillosa realidad que es el amor. Un amor que supone siempre el encuentro con “el otro”,  un encuentro que, para ser auténtico, ha de serlo en mutua reciprocidad. 


Todo esto que es cierto en un plano meramente humano adquiere unas dimensiones extraordinarias y, por lo tanto,  sublimes, cuando de lo que se trata es del amor divino-humano. Porque no debemos olvidar dos cosas: primero, que el ser humano (hombre y mujer) ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 27) y segundo, que Dios es Amor (1 Jn 4,8) (amor escrito con letras mayúsculas).

Por lo tanto, si tan maravilloso es el amor humano, tan indescriptible, tan hermoso, tan real ¿qué no será la fuente de ese amor, que es Dios mismo? Y si la poesía es el mejor modo que tenemos para expresar la realidad del amor humano,  entonces la expresión del Amor divino requiere también de la poesía; y en este caso, de una Poesía mucho más elevada y mucho más hermosa todavía, pues hace referencia, en concreto, al amor íntimo y personal que Dios, origen de todo amor, profesa a cada ser humano. Toda persona es única para Dios y amada por Él con inmenso amor, un amor que espera ser correspondido, puesto que el amor es siempre cosa de dos: en este caso, Dios y cada uno de nosotros. Sin reciprocidad entre los que se aman no cabe hablar de amor. La reciprocidad es esencial en todo amor, si es verdadero amor. 

Siendo esto así la Biblia, que nos habla del Amor que Dios nos tiene y del amor que desea que le tengamos, resulta ser el Libro Poético por antonomasia. Y Dios, que es el Sumo Hacedor y Creador por Amor de todo cuanto existe, es también el Poeta por excelencia.  Toda la Biblia se revela, pues, como lo que realmente es: un hermoso Poema, el más hermoso de los poemas que jamás haya sido escrito, sobre todo el Nuevo Testamento. Pero ya en el Antiguo Testamento, en particular en  el Cantar de los Cantares, encontramos versículos de una belleza extraordinaria. Escribo alguno de ellos a continuación, como una pequeña muestra de lo que digo (hay muchísimos más); en ellos  se establece un diálogo amoroso entre la amada (en quien nos podemos ver reflejados cada uno de nosotros) y el Amado (que hace referencia a Dios mismo):

El amado:

¡Qué hermosa eres, amada mía,
qué hermosa eres!
Tus ojos son palomas (Ca 1,15)

La amada:

¡Qué hermoso eres, amado mío!
¡Qué gracioso! (Ca 1, 16)
……
¡La voz de mi amado!
Ya está aquí, ya viene
saltando por los montes,
brincando por los cerros (Ca, 2,8)

El amado:

¡Levántate, ven, amada mía,
hermosa mía, vente!
Paloma mía,
….
Muéstrame tu cara,
hazme escuchar tu voz;
porque tu voz es dulce
y tu cara muy bella (Ca 2,13-14)

La amada:

Mi amado es para mí;
y yo para él (Ca 2, 16)

Es realmente impresionante que Dios nos haya querido amar de ese modo. Decía el mismo Bécquer, hablando de la religión católica: LA RELIGIÓN ES AMOR; y EL AMOR ES POESÍA…; y, porque es amor, LA RELIGIÓN ES POESÍA (El Contemporáneo, 4-IV-1861… 23-IV-1861). Como se puede apreciar, para los entendidos en Lógica aristotélica,  se trata de un silogismo en "bárbara", con sus premisas y su conclusión. En fin: resumiendo y matizando estas palabras del gran poeta Gustavo Adolfo Bécquer: 

Si consideramos, por una parte, que lo que da sentido a la vida, "la realidad" de la vida, es el amor. Y, por otra, que "la poesía" (la verdadera poesía) se refiere siempre al amor: “Poesía… eres tú”, podemos concluir que, en cierto modo, realidad y poesía se identifican.

Pero si, además, damos un salto, y consideramos que “más real” aún que el amor humano es el Amor divino, causa y origen de todo amor, debemos concluir, con Bécquer, que la Religión (que hace relación a Dios, que es Amor) es, por eso mismo, Poesía; o dicho de otro modo: Dios es el Poeta por antonomasia, puesto que Dios es Amor, y el Amor es Poesía. Y, al ser el Amor la gran Realidad, la que lo explica todo (…”el Amor que al Sol mueve y a las estrellas”, que decía el poeta Dante), nos encontramos con que Poesía y Realidad son una misma cosa y, además, ambas se identifican con Dios: a su luz se explica cualquier otra realidad, entre ellas, el amor humano, al que hacía referencia Bécquer en su poema.

San Juan de la Cruz, en su “Cántico Espiritual”, dirigiéndose al Amado (que es Jesucristo) escribe poesías muy bellas. Valga tan solo un ejemplo (pues todas son extraordinarias):

Descubre tu presencia
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor que no se cura
sino con la presencia y la figura.

A mi manera (no tengo otra) me atrevo, yo también, a dirigirme al Gran Poeta (¡demasiado atrevido, a mi entender!), porque sé que es, además, mi Gran Amigo, en la confianza de que Él comprenderá y suplirá la deficiencia de mis torpes palabras, y las transformará en otras mucho más hermosas y dignas de su Gloria; en todo caso, pongo en estas palabras mi entero corazón y todo mi cariño, completamente convencido de que las aceptará y las acogerá, en un modo que rebasa cualquier imaginación humana, puesto que, si algo es cierto es que Él no se deja vencer en generosidad:

Tú eres Poesía
y Belleza reside en tu Mirada,
colmando de Alegría,
jamás imaginada,
a todo el que recibe tu llamada.