domingo, 25 de septiembre de 2011

Confusionismo actual (2 de 2) [José Martí]

Es absolutamente cierto que sólo Dios (en Jesucristo) nos puede salvar. En palabras del mismo Jesús: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn, 15:5). “Uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1 Tim 2, 5). Y San Pablo dice, hablando de Jesucristo: “En ningún otro hay salvación, pues ningún nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos” (Hch 4:12)

Es más, desea fuertemente nuestra salvación, hasta el punto de que “se dio a sí mismo como rescate por todos” (1 Tim 2:6), pues “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2:4).

Por otra parte, esto no significa que todos estemos salvados yapor el mero hecho de que Jesús nos haya redimido del pecado con su muerte en la Cruz. Por una sencilla razón. Y es que tenemos que hacer nuestra la entrega que Él hizo de Sí mismo a su Padre, cuando dijo: “Yo no hago nada por mí mismo, sino que hablo lo que me enseñó mi Padre” (Jn 8:28),  el cual  “…no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8:29).

De igual modo, nosotros tenemos que conformar nuestra vida con la vida de Jesucristo, según aquello que decía San Pablo a los Filipenses: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Flp 2:5) quien “… se anonadó a sí mismo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fip 2:7-8). Y más adelante dice: Trabajad por vuestra salvación, con temor y temblor” (Flp 2,12). Podemos recordar también aquellas palabras del apóstol Pablo: “Cada cual recibirá la recompensa conforme a su trabajo” (1 Cor 3,8).

Es decir: es Dios quien nos salva, siempre a través de su Hijo Jesucristo, sin el cual no podemos hacer nada. Pero requiere de colaboración  por nuestra parte. “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20b). Ciertamente, Él nos amó a cada uno de los que somos con el máximo amor posible, que es el de dar la vida. Pero este amor, para ser perfecto, requiere una respuesta de amor por nuestra parte, sin la cual de nada habría servido, para nosotros, la muerte del Señor. Dios nos ama, pero no impone su amor. Es absurdo imponer el amor, que es esencialmente libertad.

Pero dado el caso de que la salvación consiste en vivir junto al Señor, es preciso que nuestra vida se parezca a la suya, según las exigencias de reciprocidad propias del amor: “Mi amado es para mí, y yo soy para él” (Ca, 2,16).No debemos olvidar que “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4:16).

Por lo tanto, si nuestra vida no se parece en nada a la suya, si no queremos saber nada de Él,…, en definitiva, si no lo amamos, no tendremos parte con Él, puesto que hemos decidido no tenerla. Será una desgracia para nosotros, pero una desgracia buscada. Y todo por pensar que era posible alcanzar la felicidad fuera del amor de Dios, todo por haber consentido en ser engañados y por habernos preferido a nosotros mismos en lugar de preferirlo a Él.  Nos estaremos arriesgando a oír, por parte del Señor, esas horribles palabras: “En verdad os digo que no os conozco” (Mt 25:12).

Ciertamente, vivimos en un mundo en el que todo parece haberse vuelto contra Dios: el mundo, en su conjunto, se ha alejado de Dios: criterios, valoraciones de la vida, actuaciones… Y tal vez Dios nos haya abandonado también, en razón de nuestra “libre” oposición a Él. Nos ha dejado en nuestras propias manos. Puesto que queremos ser “independientes” y no le queremos a Él en nuestra vida, Él se retira. Él actúa así siempre, sin imponerse nunca. Nos propone su amor, suplica que lo amemos (por nuestro propio bien); pero, en última instancia, si seguimos persistiendo en nuestra cerrazón, Él lo consiente (aunque desee, con vehemente fuerza, ser correspondido).

Y, en el pecado llevamos la penitencia. Los resultados están a la vista: una sociedad que ha elegido quedarse sin Dios (como si Dios oprimiera al hombre) se ha convertido en una sociedad opresora, cada vez más inhumana y egoísta. Cada uno vela sólo por sus propios intereses, no entendiendo la propia profesión como un servicio a los demás; van en aumento las desconfianzas entre las personas, los odios, los recelos, las guerras… ambiente de hedonismo y de consumo, visión materialista de la vida y un quedarse siempre en el más acá, pues el hombre ha decidido que el más allá no existe, y que todo acaba con la muerte. "Parece” como si Dios se hubiera alejado de nosotros y le hubiera dejado las manos libres al Diablo.

¿Tiene solución la actual situación por la que está atravesando este mundo? Recuerdo las palabras del Señor: “Al desembarcar, vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles largamente” (Mc 6,34)

La única solución para este mundo la pueden traer los santos: personas que estén enamoradas de Jesús y que estén dispuestas a cambiar su pobre vida, a la que están tan apegados, por la Vida del Señor (que es tan maravillosa). Este mundo no tiene otra solución que la santidad: Cristo mismo viviendo en sus santos: “En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará aún mayores…” (Jn 14:12).

Esto supone jugarse el tipo por el  Señor, dar testimonio de Él con la propia vida (o mejor aún, con una fe total y absoluta en Él), porque nuestra vida deja mucho que desear: “Ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn 5:4-5). Unirnos en nuestro corazón con el mismo grito que dio Jesús a su Padre, cuando se encontraba en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Y no busquemos otra solución porque no la hay. Lo que el mundo necesita es nuestra unión “crucificada” con el Señor, ver en nosotros al mismo Cristo.

Por supuesto que este testimonio que demos lo será siempre en debilidad, ya que todos estamos rodeados de muchas miserias y flaquezas. Pero incluso estas flaquezas y miserias deben ser aprovechadas para comprender así mejor las miserias y debilidades de aquellos que nos rodean. Ciertamente, comprensión hacia el pecador, no con el pecado, como decía San Agustín: “Debemos odiar el pecado y amar al pecador”. 

Y luego, lo más importante, aquello que es la debilidad de Dios y la fuerza del hombre: rezar: "La mies es mucha y los obreros pocos; rogad, pues, al amo de la mies que envíe obreros a su mies" (Lc 10:2). Rogarte también, Señor, por aquellos que te cierran el corazón y se alejan voluntariamente de Tí para que caigan en la cuenta de que “es la puerta estrecha la que lleva a la vida” (Mt 7, 14) y que “sólo Tú eres el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14:6)