sábado, 27 de noviembre de 2010

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (2 de 11)


En los siguientes artículos comentaremos algunos sonetos de autores famosos (en general) en los que se puede ver las distintas respuestas que suele dar el hombre a los requerimientos de amor por parte de Dios. Éste que sigue, a continuación, es de Lope de Vega (1562-1635).

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

¿Oh, cuánto fueron mis entrañas duras
que no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras?

¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía”!

¡Y cuántas, hermosura soberana:
"Mañana le abriremos” -respondía-,
para lo mismo responder mañana!


Aquí se ve con toda claridad el inmenso amor que Jesús nos tiene, un amor personalísimo e íntimo, que le lleva a llamar con insistencia a la puerta de nuestro corazón. Él, que lo tiene todo y que nos lo quiere dar todo, está a la puerta, indigente y pasando frío y calamidades; y todo ello, simplemente, porque para Él somos valiosos, porque desea ser correspondido con nuestro amor. “He aquí que estoy a la puerta y llamo...” (Ap. 3,20).

La respuesta que Él espera de nosotros, de mí, en particular (pues cada uno de nosotros es para Él un “yo” único, amado con amor total), esta respuesta es siempre para “hoy”: "¡Ojalá escuchéis hoy su voz! No endurezcáis vuestro corazón" (Sal 95, 7c-8a). Y, sin embargo, no es esa la respuesta que recibe en este caso concreto. “Mañana le abriremos... para lo mismo responder mañana”.

Es ciertamente lamentable que respondamos así a Aquél que sólo desea nuestro bien, nuestro verdadero bien. Somos unos pobres desgraciados, por no responder a Jesús con prontitud y con plena disponibilidad. No es Él sino nosotros los que estamos necesitados. Nosotros somos los miserables y no Él. Y, sin embargo, Jesús viene a nosotros... y nos pide que le dejemos entrar en nuestro corazón. Sólo tenemos que darle nuestra vida... y Él nos da la Suya, a cambio. ¡Nada más hermoso podría ocurrirnos en este mundo (y ni siquiera en el otro)!

Pero, por una parte, le cerramos nuestras entrañas y, por otra, intentamos tranquilizar nuestra conciencia con el consabido “mañana le abriremos” que equivale a no abrirle nunca. Él pasa a nuestro lado, nos llama con una insistencia que es propia sólo de los que están enamorados, se sirve de sus ángeles para recordarnos su amor: “Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía”. Y como respuesta la indiferencia.

Es realmente penoso que actuemos así. Porque ésta (y no otra) es la verdadera causa de nuestra infelicidad. No somos felices porque le damos largas continuamente al Señor, a Aquel que es " el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn, 14, 6). Nos da miedo el amor, pensamos que vamos a perder nuestra personalidad, cuando es precisamente todo lo contrario. Sólo entregando nuestra vida al Señor es cuando encontramos, en Él, nuestra auténtica vida, que es la Suya propia, que nos la ha entregado.

Salimos ganando en este intercambio completo de vidas. Yo le doy mi vida al Señor y recibo, a cambio, la Suya. Y esta entrega debe tener lugar sin dilaciones de ningún tipo, pues el Amor no se puede concebir de otra manera. Y no se debe olvidar que sólo el Amor (así escrito, con mayúsculas) es lo único que nos puede proporcionar esa felicidad, que tanto necesitamos y que no tenemos, sencillamente, por nuestra falta de generosidad, por nuestro egoísmo, en definitiva. En el pecado llevamos la penitencia.

La realidad siempre acerca a Dios (José Martí)

Cada uno experimenta su existencia como algo real, palpable, verdadero: “Existo”. Pero todos “sabemos" perfectamente que no existimos desde siempre. Nuestra historia personal comenzó en un determinado instante y en un determinado lugar del Universo.

Nuestra existencia es innegable, es un hecho real. No es algo imaginario. Ante ello la pregunta fundamental que nos hacemos es si tiene algún sentido que estemos aquí por casualidad o por azar. Una cosa es clara y evidente: la vida no nos la hemos dado a nosotros mismos. Es un don que hemos recibido, es un regalo, el Regalo esencial sin el cual ningún otro regalo sería posible.

Y si todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido, si somos receptores de un bien (que es nuestra propia vida) es preciso que exista Alguien que nos lo haya dado, Alguien ante el que tenemos que inclinarnos, llenos de agradecimiento y alegría, Alguien al que todos hemos convenido en llamar Dios. A este respecto sería bueno recordar (o tal vez aprender) las cinco vías de Santo Tomás de Aquino -hombre sabio y santo a un tiempo- en las que se demuestra la existencia de Dios como Creador de todo cuanto existe.

Se trata de una demostración filosófica, ciertamente, - y no matemática, lo que sería absurdo-, pero verdadera demostración, pues no sólo lo matemático es verdadero. Toda persona puede tener acceso a esta verdad, aunque no sea ningún gran filósofo, ni nada que se le parezca: el sentido común, utilizando la razón con sencillez y rectitud, llega al conocimiento de que la existencia de Dios es una realidad.

Claro que, puesto que no se trata de una realidad evidente y palpable por los sentidos, y debido a que nuestra naturaleza humana es una naturaleza caída, a consecuencia del pecado, es posible realizar una opción libre en el sentido de no aceptar dicha realidad.

Y aquí es precisamente donde interviene Dios: interviene a su modo (no del modo que a nosotros se nos ocurriría). E interviene por una razón que, verdaderamente, nos resulta incomprensible, y es porque nos ama, y desea nuestro bien, nuestro auténtico bien. Por eso ha querido comunicarse con nosotros y se nos ha revelado a Sí Mismo: la Biblia (y de un modo especial el Nuevo Testamento), es el libro que nos habla no sólo de su existencia sino también de cómo es Él.

En lo que se refiere al origen de todo lo que existe, por ejemplo, puede leerse, en el primer capítulo del Génesis, que el Universo fue creado por Dios. La ciencia ha llegado también a la conclusión de que el Universo tuvo un principio (teoría del Big Bang), aunque, como tal ciencia, no puede ir más allá en sus razonamientos, pues se saldría de su cometido.

No se puede rechazar a Dios en nombre de la Ciencia. Si se produce tal rechazo será por otras razones, pero no porque exista ningún tipo de contradicción entre Ciencia y Religión. Y, no sólo no disienten entre si Religión y Ciencia sino que se prestan mutua ayuda. Esto es fácil de entender: las verdades del universo, que las Ciencias investigan y descubren (haciendo uso de la razón) y las verdades reveladas (recibidas por la fe), tienen el mismo origen: Dios. El mismo Dios ha puesto en la persona humana la luz de la razón y la luz de la fe. Y Dios no puede negarse a sí mismo. La verdad no puede contradecir jamás a la verdad. Ambas verdades, en sus diversos planos, concurren al mismo fin. Y no se coartan en sus propias investigaciones, sino que se sirven de mutuo estimulo.

No hay que olvidar, por otra parte, que hay también ciertas verdades, que han sido reveladas por Dios, cuya existencia se conoce precisamente por eso, porque han sido reveladas. Tales verdades, completamente inaccesibles a la razón, son los misterios del cristianismo, como el misterio de la Santísima Trinidad, el misterio del hombre-Dios (Jesucristo), el misterio de la Eucaristía, etc... Se puede profundizar en ellas, pero nunca se las puede comprender plenamente. Eso sí, aunque misteriosas, nunca son contradictorias. Ante ellas sólo cabe la adoración y el reconocimiento “alegre” de la propia impotencia: aunque es cierto que no podemos comprender del todo a Dios, sabemos (por la fe) que El nos quiere. Y eso nos hace (o debería hacernos) muy felices.

Cuando Dios creó el mundo "vio que era muy bueno todo cuanto había hecho", (Gén 1,31). ¿Y quién puede saber mejor cómo son las cosas, sino Aquel que las ha creado? Según se desprende de la lectura del Génesis, no hay ninguna cosa que, EN SÍ MISMA, sea mala. Pero, ¿son siempre buenas las cosas PARA NOSOTROS?

Depende: si en las cosas no vemos más allá de las cosas mismas es señal inequívoca de que las estamos tratando como un fin, lo que es un grave error, porque las cosas deben ser tratadas conforme a lo que realmente son, o sea, como medios para llegar al conocimiento y al amor de Dios.

Las cosas -la vida, los acontecimientos del tipo que sean- todo, en definitiva, puede y debe llevar siempre a Dios, como se dice bellamente en la siguiente estrofa:

El olor de las rosas
me llegó, paseando por el prado.
y las vi tan hermosas
que, su aroma inhalado,
me llevó, sin notarlo, hasta mi Amado.