¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¿Oh, cuánto fueron mis entrañas duras
que no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras?
¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía”!
¡Y cuántas, hermosura soberana:
"Mañana le abriremos” -respondía-,
para lo mismo responder mañana!
Aquí se ve con toda claridad el inmenso amor que Jesús nos tiene, un amor personalísimo e íntimo, que le lleva a llamar con insistencia a la puerta de nuestro corazón. Él, que lo tiene todo y que nos lo quiere dar todo, está a la puerta, indigente y pasando frío y calamidades; y todo ello, simplemente, porque para Él somos valiosos, porque desea ser correspondido con nuestro amor. “He aquí que estoy a la puerta y llamo...” (Ap. 3,20).
La respuesta que Él espera de nosotros, de mí, en particular (pues cada uno de nosotros es para Él un “yo” único, amado con amor total), esta respuesta es siempre para “hoy”: "¡Ojalá escuchéis hoy su voz! No endurezcáis vuestro corazón" (Sal 95, 7c-8a). Y, sin embargo, no es esa la respuesta que recibe en este caso concreto. “Mañana le abriremos... para lo mismo responder mañana”.
Es ciertamente lamentable que respondamos así a Aquél que sólo desea nuestro bien, nuestro verdadero bien. Somos unos pobres desgraciados, por no responder a Jesús con prontitud y con plena disponibilidad. No es Él sino nosotros los que estamos necesitados. Nosotros somos los miserables y no Él. Y, sin embargo, Jesús viene a nosotros... y nos pide que le dejemos entrar en nuestro corazón. Sólo tenemos que darle nuestra vida... y Él nos da la Suya, a cambio. ¡Nada más hermoso podría ocurrirnos en este mundo (y ni siquiera en el otro)!
Pero, por una parte, le cerramos nuestras entrañas y, por otra, intentamos tranquilizar nuestra conciencia con el consabido “mañana le abriremos” que equivale a no abrirle nunca. Él pasa a nuestro lado, nos llama con una insistencia que es propia sólo de los que están enamorados, se sirve de sus ángeles para recordarnos su amor: “Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía”. Y como respuesta la indiferencia.
Es realmente penoso que actuemos así. Porque ésta (y no otra) es la verdadera causa de nuestra infelicidad. No somos felices porque le damos largas continuamente al Señor, a Aquel que es " el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn, 14, 6). Nos da miedo el amor, pensamos que vamos a perder nuestra personalidad, cuando es precisamente todo lo contrario. Sólo entregando nuestra vida al Señor es cuando encontramos, en Él, nuestra auténtica vida, que es la Suya propia, que nos la ha entregado.
Salimos ganando en este intercambio completo de vidas. Yo le doy mi vida al Señor y recibo, a cambio, la Suya. Y esta entrega debe tener lugar sin dilaciones de ningún tipo, pues el Amor no se puede concebir de otra manera. Y no se debe olvidar que sólo el Amor (así escrito, con mayúsculas) es lo único que nos puede proporcionar esa felicidad, que tanto necesitamos y que no tenemos, sencillamente, por nuestra falta de generosidad, por nuestro egoísmo, en definitiva. En el pecado llevamos la penitencia.