viernes, 12 de abril de 2013

LA ALEGRÍA CRISTIANA (3 de 3) [José Martí]



Es por eso que si sólo cuenta el placer, el confort y el pasarlo bien como las únicas motivaciones para vivir, entonces la vida pronto deja de tener  sentido... y aparece el vacío y el aburrimiento. A lo largo de toda una vida hay más problemas que situaciones agradables. Y si hacemos depender nuestra felicidad de que las cosas nos salgan bien, ... , es que tenemos un problema ... ¡y un problema gordo! Nos estamos engañando a nosotros mismos... ¡y lo sabemos!... Esa igualación felicidad = ausencia de dolor y de problemas, se corresponde con una visión hedonista de la vida que, por desgracia, es muy frecuente. Son pocos los que no la tienen.

El problema reside en que esa idea es falsa y no se corresponde con la realidad. Todos sabemos que son pocos los momentos placenteros en esta vida: si dependemos de ellos para ser o no ser felices, nos estamos condenando, de antemano, a vivir amargados. Esto lo vemos en muchas personas, entre las que nosotros podríamos también contarnos. Hoy es muy raro encontrarse con personas que sean felices, de verdad. Abundan poco, pero las hay. Yo tengo la satisfacción de conocer a personas así. Y me siento feliz de conocerlas: viéndolas entiendo que la felicidad en esta vida también es posible. Y se trata de personas sencillas, humildes y trabajadoras, que no piensan continuamente en sí mismas ni se quejan constantemente de sus problemas o dolencias, y me consta que los tienen ... Toda la gente tiene problemas, pero no toda la gente es feliz. ¡Qué pocos hay que sean felices de verdad!


¿Por qué algunos son felices y otros no? Desde luego no es por el dinero, ni el poder, ni la fama, ... Esas cosas no dan la felicidad... Pero son muchos los que piensan que sí la dan. Y se consumen por tener más dinero, más poder, más fama..., por tener... ¡siempre tener y tener cada vez más!. Esto es un grave error de perspectiva. Esta idea es radicalmente mentirosa... Y el vivir en la mentira no da la felicidad. Nunca es bueno vivir en el autoengaño. Es cierto que podemos hacerlo, por aquello de la libertad,  pero no podemos evitar las consecuencias de nuestras decisiones: Vivir en la mentira nos perjudica y nos esclaviza.

Sólo la verdad (en este caso la verdad acerca de lo que produce la felicidad) nos puede sacar de nuestra abulia y de nuestra  apatía. Como hizo Poncio Pilato, podríamos preguntarnos también nosotros... ¿qué es la verdad?... ¿Existe esa cosa que llaman verdad?  Y la respuesta es afirmativa. Nos la da el propio Jesucristo cuando dice de Sí Mismo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí  (Jn 14,6). Y nos habla también de la importancia de la verdad para nuestra vida: Si permanecéis en mi Palabra, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,32). De modo que esa es la respuesta.  Por una parte, la Verdad (escrita con mayúsculas) es el propio Jesús. Y por otra, sólo la unión con Él nos puede dar la verdadera libertad.

El hombre de hoy vive instalado en la mentira y, por lo tanto, como un esclavo, aunque él considere otra cosa, puesto que todo el que comete pecado es esclavo del pecado (Jn 8,34). Ante sí tiene la solución a todos sus problemas, a sus verdaderos problemas, siempre (claro está) que admita primero que tiene problemas y que de verdad quiera solucionarlos.  El gran problema, el problema gordo y, en realidad, el único problema, propiamente dicho, es el pecado. Cuando uno admite que ha pecado y lo lamenta profundamente, en lo más hondo de su corazón, arrepintiéndose de todos sus pecados, es entonces (y sólo entonces) cuando podrá escuchar de boca del mismo Jesús: Tus pecados te son perdonados (Mt 9,5). Y  es entonces cuando se verá libre de la esclavitud que lo dominaba porque, como decía Jesús: sólo si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8,36).

De modo que sólo, única y exclusivamente el encuentro con Jesucristo puede transformar nuestra vida de raíz y hacernos libres de la esclavitud del pecado (esclavitud ésta que es la verdadera esclavitud y la causa de todos los males que padecemos) consiguiéndonos así la perfecta Alegría que proviene de estar junto a Él. Sólo el encuentro con Jesús puede curarnos de la tristeza que nos inunda. Sólo en Él podemos encontrar esa Alegría (con mayúsculas) que el mundo no puede darnos, bajo ninguna de las maneras. En el fondo (y en la superficie) la raíz de la tristeza que padece hoy el mundo se encuentra en la falta de amor

Sin amor no hay alegría: la alegría va siempre de la mano del amor. La nueva pregunta, ahora, sería ... ¿Y por qué falta el amor? La respuesta no se hace de esperar: falta el amor porque falta Dios... ¡por una sencilla razón: porque Dios es Amor ! (1 Jn 4,8). El rechazo de Dios que se da en la sociedad actual es el rechazo del Amor y es, por lo tanto, el rechazo de la Alegría. De modo que la solución a nuestra tristeza pasa, necesariamente, por el encuentro con Dios. Y al hablar de Dios me estoy refiriendo, por supuesto a Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre. Cuando Felipe le dijo a  Jesús: Señor , muéstranos al Padre y nos basta, Jesús le contestó: Felipe, tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y aún no me has conocido? El que me ve a Mí, ve al Padre (Jn 14, 8-9). Y en otro lugar dijo también Jesús: Yo y el Padre somos uno (Jn 10,30).


Así pues, se trata tan solo de encontrar al Señor, de encontrar a Jesús. Pero, ¿qué tenemos que hacer para encontrar a Jesús y encontrar, de paso, esa alegría de la que carecemos? Pues parece ser que no hay otro modo de encontrarlo si no es a través de la cruz. Suyas son estas palabras:  Quien no carga con su cruz y viene tras de Mí no puede ser mi discípulo. (Lc 14,27).  Y también: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha... (Lc 13, 24), ... porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella (Mt 7, 13).  En cambio: ¡Qué angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran! (Mt 7,14)

Es por esta razón por la que privar a los niños de todo esfuerzo y de toda contrariedad y darles todos sus caprichos,  es el camino seguro para que no puedan conocer nunca lo que es la alegría, lo que es la verdadera alegría. Y esto es muy grave. El Señor es tajante, a este respecto, pues tiene un aprecio especial  y un cariño muy grande por los niños: Dejad que los niños vengan a Mí y no se lo impidáis, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 19,14). Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en Mí, más le vale que le cuelguen al cuello una piedra de molino de las que mueven los asnos y lo hundan en el fondo del mar (Mt 18,6)... Tan importantes son los niños para Jesús, que no duda en afirmar, con  gran contundencia: Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18,3). ¡Hasta ese punto es importante el ser como niños! No debemos olvidarlo, pues nos va en ello nada menos que la felicidad, ya en esta vida, y luego la Vida Eterna.

Por lo tanto: Si en algún momento de debilidad nos parece que la cruz es triste, sabemos que eso no es verdad. Es una tentación en la que no debemos caer (¡por nuestro propio bien!). No debemos tener miedo de la cruz, aunque eso sí: estamos hablando de la cruz de Jesús, no de cualquier cruz, la que Él nos envía para que nos santifiquemos, no la que nos buscamos nosotros mismos. Esta confusión ha dado lugar a que mucha gente haya pensado, y algunos siguen pensándolo todavía, que un cristiano es un tipo raro y un masoquista, que ama la cruz por la propia cruz. Esto es un grave error... y un pecado. Nadie, en su sano juicio, quiere sufrir, empezando por el mismo Jesús, que en esto, como en todo, es nuestro modelo: Padre mío, si es posible, aleja de Mí este cáliz; pero que no sea como Yo quiero, sino como quieres Tú (Mt 26,39)

Jesús que, además de ser verdadero Dios, que lo era, era también verdadero hombre como cualquiera de nosotros, en cuanto hombre experimenta un fuerte rechazo ante el sufrimiento. ¿Cómo va a querer sufrir? Es absurdo. Pero, debido al pecado y al rechazo de los hombres, y queriéndonos del modo en que nos quería, y nos quiere (como sólo Él  sabe querer), por amor a nosotrosaceptó libremente la entrega de su propia Vida, para que aquellos que quisiéramos (y, sobre todo, que lo quisiéramos a Él) pudiéramos alcanzar la salvación. Esa Vida que Él, libremente, entregó porque quiso (nadie se la podía quitar) la recuperó de nuevo cuando resucitó, pues Él es el Señor de la Vida. De este modo, venciendo con su muerte al pecado, venció también a la muerte, consecuencia funesta del pecado, haciendo posible que nosotros, unidos a Él, podamos también vencer el pecado y la muerte.


Así es: Jesús dio su Vida por mí, para salvarme, porque quería mi amistad, porque para Él yo era y soy importante. Si rechazo Su cruz lo estoy rechazando a Él, estoy rechazando su Amor, no estoy apreciando hasta qué punto Él me ha amado y me ama: Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin(Jn 13,1). Un hasta el fin que significó la entrega de su propia Vida en la cruz, como manifestación del máximo amor posible: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos. (Jn 15, 13-14). Cuando prendieron a los apóstoles por enseñar en el nombre de Jesús y los azotaron, ellos se retiraron gozosos de la presencia del Sanedrín por haber sido dignos de sufrir ultrajes a causa de Su Nombre (Hech 5,41). ¿Acaso los apóstoles deseaban sufrir? En absoluto. Pero, claro...¡si es por amor a Jesucristo! ...¡Eso lo cambia todo!

¡No es triste la cruz, si se lleva por amor al Señor y unidos a Él! La cruz del Señor es la máxima manifestación posible de su Amor por cada uno de nosotros. Despreciar su cruz es despreciar su Amor. Nos vendrá muy bien el traer a la memoria estas palabras que nos dirigió Jesús: Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Pues mi yugo es suave y mi carga ligera ( Mt 11,29-30). ¡Su cruz no es pesada! Y también estas otras: Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo mal por Mi causa. Alegraos y regocijaos (Mt 5, 11-12). Finalmente traigamos a la memoria aquellas palabras tan bellas de Jesús (aunque en realidad todas lo son) que nos servirán de consuelo, de fortaleza y de esperanza: Ahora tenéis tristeza, pero de nuevo os veré y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría (Jn 16,22). La mirada del Señor es lo más hermoso que hay, en esta vida y en la otra. Esa mirada suya amorosa es la que causa nuestra alegría:

Mi sonrisa brotaba
al sentir en sus ojos la alegría,
ojos  que yo amaba
porque en ellos veía
aquello que antes sólo lo sabía.