viernes, 25 de marzo de 2011

¿Son iguales todas las religiones? (José Martí)

Evidentemente no. Las más primitivas son mitos o leyendas, que atribuyen un carácter divino a aquello que desconocen: el Sol, la Luna, etc. Aparecen  luego muchos dioses, con las mismas pasiones que el hombre, pero "a lo divino": caso de los dioses romanos y griegos (religiones politeístas). Las religiones actuales hacen referencia a lo que dijeron determinados personajes que las fundaron: Mahoma (religión islámica), Buda (religión budista), etc.
En todos estos casos, y muchísimos otros más, se trata de puras invenciones o imaginaciones humanas ("mitos"), o bien de determinadas ideas o pensamientos ("ideologías"), a los que se les da un valor absoluto y a los que hay que adherirse obligatoriamente para salvarse.
Todas ellas tienen su lógica, su sentido: el hombre, por naturaleza, es consciente de que hay alguien que está por encima de él, más poderoso; y al que, por lo tanto, adora y teme. El hecho religioso es buena prueba de ello.
Bien, ¿y qué tiene el cristianismo que lo haga completamente diferente del resto de religiones? La respuesta es sencilla: en las demás religiones el hombre se esfuerza por llegar a Dios, a su manera, haciendo uso de su imaginación y también, en mayor o menor medida, del razonamiento lógico. Pero... en la religión católica, es Dios mismo quien se revela, quien se manifiesta a Sí mismo y se da a conocer al hombre. Y lo hace de un modo singular y único en la historia de la Humanidad: Dios, creador de todo cuanto existe, porque así lo decide, libremente, toma nuestra carne y se hace realmente hombre, sin dejar de ser Dios. Ése es Jesucristo: verdadero Dios y verdadero hombre.

Que Jesucristo existió, que fue verdaderamente hombre, que padeció y murió clavado en una cruz, eso nadie lo pone en duda. Se trata de un hecho histórico incontrovertible. Son miles los documentos que lo demuestran. Prácticamente todos están de acuerdo en considerar a Jesucristo como a un hombre extraordinario, pero -eso sí- un simple hombre. ¡Craso error!

Podríamos hacer una simple comparación con otros hombres, fundadores de religiones: Buda, Mahoma, Confucio, etc...Estos señores aparecen, sin más, como por arte de magia: no hay nada ni nadie anterior a ellos que los haya anunciado: simplemente escriben su "doctrina" y luego van encontrando personas que los siguen. 

En el caso de Jesucristo, en cambio, existen más de trescientas profecías acerca de su venida, en el Antiguo Testamento. Citaré alguna: "... El propio Señor os da un signo. Mirad, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel" (Is 7, 14).  Y más adelante: "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros está el imperio, y lleva por nombre: Consejero maravilloso, Dios fuerte..." (Is 9, 5). Aquí se habla del nacimiento virginal del niño Jesús, que tuvo luego su cumplimiento: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo" (Lc 1, 30-32) y continúa después hablando el arcángel Gabriel: "El Espíritu Santo descenderá sobre tí, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35).

Dentro del pasaje de Isaías capítulo 53, versículos del 1 al 12, se puede leer: "Despreciado y rechazado de los hombres, varón de dolores y experimentado en el sufrimiento... tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestros dolores... fue molido por nuestros pecados... por sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, cada uno seguía su propio camino, mientras el Señor cargaba sobre Él la culpa de todos nosotros"

También se cumple esta profecía en Jesucristo: "Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para burlarse de él y azotarlo y crucificarlo, pero al tercer día resucitará " (Mt 20, 18-19). 

Esta profecía del mismo Jesús acerca de Sí mismo también se cumplió, tanto en lo que se refiere a su muerte: ["Los soldados... le desnudaron, le cubrieron con una túnica roja, y le pusieron en la cabeza una corona de espinas que habían trenzado y en la mano derecha una caña. Se arrodillaban ante Él y se burlaban, diciendo: -Salve, Rey de los Judíos. Le escupían, y le quitaban la caña y le golpeaban en la cabeza. Después de reírse de él, le despojaron de la túnica, le colocaron sus vestidos y lo llevaron a crucificar" (Mt 27, 27-31)] como en lo concerniente a su resurrección[Cuando María Magdalena y la otra María fueron al sepulcro el sábado, al alborear el día siguiente, un ángel se les apareció y les dijo: "No tengáis miedo; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como había dicho." (Mt 28, 5-6). Luego Jesús les salió al encuentro y les dijo: "No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán" (Mt 28,10).

Y, efectivamente, en Galilea Jesús se les apareció y les dijo: "Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20)]

Y si hacemos referencia a los seguidores (los católicos), éstos no se adhieren a unas ideas sino a la Persona de Jesús, quien dijo de Sí Mismo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través de Mí". Y cuando Felipe le dice: -Señor, muéstranos al Padre y nos basta, Jesús le contesta: "Felipe, ¡tanto tiempo como llevo con vosotros, ¿y no me has conocido? El que me ha visto a Mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9). Y más adelante: "Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí" (Jn 14, 11). 

Evidentemente, adherirse a la Persona de Jesús supone adherirse también a sus enseñanzas: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 14, 15). Pero la primacía es el amor a Jesús: la guarda de sus mandamientos es una consecuencia lógica, puesto que el que ama quiere identificarse con el amado.

Quiero dejar claro que todo cuanto digo se refiere a la religión católica y no a cualquier religión cristiana, sin más; y esto es así porque las palabras de Jesús deben ser interpretadas siempre en el seno de la Iglesia, fundada por Jesucristo, quien le dijo a Pedro: "Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19). 

Esta profecía que hizo Jesús a Pedro le fue confirmada después cuando resucitó de entre los muertos, y se le apareció. Por tres veces le dijo: "Apacienta mis corderos... Pastorea mis ovejas..." "Apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-19).  Pedro fue confirmado por Jesús como cabeza visible de la Iglesia que Jesucristo fundó.De ahí la conocida expresión: "Ubi Petrus, ibi Ecclesia" (donde está Pedro, está la Iglesia).  Al referirnos a Pedro nos estamos refiriendo también, por supuesto, a los sucesores de Pedro, es decir, a los Papas.

Se hundieron los grandes imperios: Egipto, Persia, Babilonia, Roma, etc... El cristianismo, sin embargo, permanece. ¿Por qué? Porque su origen es divinoJesucristo, fundador de la Iglesia Católica, es Dios. Y, según Él mismo: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mt 24,35). 

En las demás religiones (en las que el hombre intenta llegar al conocimiento de Dios) el compromiso que adquiere una persona se refiere sólo a una manera de pensar, a una ideología. No así en el catolicismo (en donde es Dios mismo quien toma la iniciativa y actúa, haciéndose hombre por amor a todos y a cada uno de nosotros): el compromiso, el sí que un cristiano da a Jesucristo y a su Iglesia (pues no se pueden desligar Cristo y la Iglesia) no es simplemente un modo de pensar. Es mucho más: es un sí a Dios, un compromiso amoroso y total, de tú a tú, con el Hijo de Dios, que se hizo hombre para que pudiéramos amarle; y que nos llama a participar de su propia vida divina, sin perder, por ello, nuestra identidad personal, sino todo lo contrario.

Siendo esto así, a veces uno se para a pensar: ¿Por qué se ataca hoy a la religión católica con tanto odio? ¿Por qué no se ataca de igual modo a las demás religiones? La RESPUESTA es muy sencilla: las demás religiones son falsas, son inventos humanos

Sólo la religión católica y la judía tienen un origen divino; pero en la religión católica, además, este origen divino se puso de manifiesto por la victoria de Jesucristo sobre la muerte, al resucitar de entre los muertos. "¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?" (Lc 24,5). 

Jesucristo no vino a destruir la ley judía sino a llevarla a su plenitud. En Él se cumplieron todas las profecías a las que se hacía referencia en el Antiguo Testamento

De modo que la conclusión es clara, para todo aquel que quiera ver: Sólo la religión católica es la verdadera

Es cierto que estas palabras parecerán duras al que las oiga; pero no es nada nuevo. Cuando Jesús hablaba de que su cuerpo era verdadera comida y su sangre verdadera bebida, muchos de sus discípulos lo abandonaron: "Dura es esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?" (Jn 6,60). Jesús les explicó el significado de sus palabras (no estaba diciendo el Señor que sus discípulos tenían que ser antropófagos o algo por el estilo; eso es absurdo y no tendría ningún sentido), pero lo cierto es que "desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con Él" (Jn 6,66). 

La reacción de Jesús, como siempre que Él actuaba, fue muy clara y muy directa. Se dirigió a sus apóstoles, y les dijo: "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6, 67), a lo que respondió Simón Pedro, con unas palabras bellísimas: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69)

Y es que Jesucristo no sólo fue un hombre extraordinario (que lo fue) sino que era Dios: es Dios. Sigue presente entre nosotros, con presencia misteriosa, pero real, en el Sagrario.  Y como está enamorado de cada uno de los que somos sigue esperando y deseando ardientemente que nos decidamos a darle un sí rotundo a todo lo que Él nos pida, a que caigamos en la cuenta de que "no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que podamos ser salvados" (Hch 4, 12)

Y siendo esto así, sin embargo se le persigue y se le odia, cada día con mayor violencia: la persecución a los cristianos no es otra cosa que la persecución a Jesucristo, como dijo el mismo Señor a Pablo de Tarso cuando éste se dirigía a Damasco a detener a los cristianos: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" Saulo respondió: "¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues (Hch 9,4-5). O cuando dijo: "El que a vosotros desprecia, a mí me desprecia". (Lc 10, 16). 

Bien, sea como fuere, no debemos asustarnos "No os preocupéis por nada ... El Señor está cerca" (Fil 4, 5-6). Acabamos preguntándonos si es que acaso no estaremos llegando ya al final de los tiempos, pero esa es una reflexión que dejamos para otro momento.

lunes, 14 de marzo de 2011

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (9 de 11)


En el PRIMER SONETO que estamos comentando, atribuido a Lope de Vega: “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?”, la respuesta que daba el hombre a Dios era la demora:
“Mañana le abriremos”-respondía-
¡para lo mismo responder mañana!
En el fondo de la demora está la cobardía, el apego a lo que se cree tener, el pensar que, al decirle que sí al Señor perdemos nuestra libertad. Y la respuesta se va posponiendo de un día para otro. No se le da un no rotundo, pero de hecho se le da un no. En la demora se quiere “nadar y guardar la ropa”, no se quiere prescindir de nada. Pero la vida cristiana tiene unas exigencias que son incompatibles con esa actitud. Así, en el capítulo de San Lucas, versículos 60 y 61, uno que quería seguir al Señor le dijo: “Te seguiré, Señor, pero déjame primero que me despida de mi familia” Jesús le dijo: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios”.
Así es el Señor de tajante. Y es que cuando se trata de amar no valen las componendas. Cuando se le responde al Señor “…mañana” se trata, en realidad, de una hipocresía porque, en el fondo, se ha decidido optar por uno mismo y por la propia comodidad; pues lo cierto y verdad es que no le hemos dado todo nuestro corazón; nos reservamos cosas. Decir “mañana” es lo mismo que decir “nunca”, aunque “en la apariencia” queda muy bien. Pero Dios no se fija en las apariencias. A Él no podemos engañarle.
La demora es un “autoengaño”, más o menos consciente, pero es un verdadero rechazo al amor. El Amor que Él nos ofrece es en totalidad: Dios se nos da enteramente en Jesucristo, sin reservas. Y espera de nosotros una respuesta en la que le entreguemos todo nuestro corazón, toda nuestra alma y todo nuestro ser. Nos lo da todo y nos pide también todo: la reciprocidad es consustancial al amor verdadero.
Tal vez pretendemos acallar nuestra conciencia mediante ese tipo de respuesta: “...mañana”. Pero es un error. Y lo sabemos. La respuesta que Dios quiere de cada uno de nosotros es para hoy, para este instante concreto. “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Heb 3, 7). Sobre este punto ya he hablado extensamente en otro post.
El SEGUNDO SONETO, de Manuel Machado, titulado “Bethlem”, supone un avance con relación al anterior. El poeta considera primeramente que es imposible que Dios se sienta ofendido por “este gusano vil, que dura un día” (que eso es lo que somos cada uno de nosotros). Pero su manera de enfocar la situación cambia por completo cuando cae en la cuenta de que contamos para Dios y que no es indiferente el que nos comportemos de una manera o de otra con relación a El.
Este descubrimiento nos lo cuenta él mismo, en unos versos de gran belleza:
Pero, al llegar la Navidad, y verte
niño y desnudo, celestial cordero,
y para el sacrificio señalado…
Sé cuánto mi maldad pudo ofenderte
y sé también-y en ello sólo espero-
que más que te he ofendido, me has amado.
Aquel “por quien fueron hechas todas las cosas” (Jn 1,3), “siendo de condición divina no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios” (Fil 2,6), sino que “se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). De modo que, aunque “a Dios nadie lo ha visto jamás, el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (Jn 1,18).
El arcángel Gabriel se apareció a María y le dijo: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo.” (Lc 1, 31:32a). Y más adelante, se apareció un ángel del Señor a unos pastores, y les dijo: “Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en unos pañales y reclinado en un pesebre” (Lc 2, 11)
Dios mismo, el Creador del Universo (en la Persona del Hijo) hecho un niño pequeño. Cuando el poeta Manuel Machado vio esto, cuando entendió –por la gracia de Dios- que aquel niño era Dios; que ese Dios, que Él consideraba inaccesible e incapaz de ser ofendido por nosotros, había tomado un cuerpo y se había hecho realmente hombre, porque le importábamos, porque nos amaba y deseaba nuestra salvación… entonces supo “cuanto su maldad pudo ofenderle”. ¡Aunque parezca increíble, podemos ofender a Dios: eso y no otra cosa es el pecado!
Desde el mismo momento en que Dios no significa nada para nosotros; desde el momento en que nuestras preocupaciones se alejan de aquello que es lo único importante, todo eso es una señal, más que evidente, de que nuestro amor por Dios es muy pequeño; y de que tenemos que reavivarlo porque, mientras vivimos, se nos da la posibilidad de cambiar.
Este niño, que es Dios, es infinitamente misericordioso; y nada desea más sino que le correspondamos con nuestro amor, del mismo modo en que Él nos ha amado a nosotros. Sólo en esa correspondencia a su amor podemos encontrar nuestra dicha, ya en esta tierra. Dice San Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, hablando de Jesucristo, que “en ningún otro está la salvación; no hay ningún otro Nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos” (Hch 4, 12).
“Dios no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28). Cuando Felipe, uno de los apóstoles, le dice a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”, Jesús le responde: “Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a Mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Y más adelante: “Creedme, Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí” (Jn 14,11)
Mirando a Jesucristo, vemos al Padre. Mirando al niño Jesús, vemos a Dios. Manuel Machado “sabe” esto muy bien. De ahí los últimos versos de su soneto:
“y sé también-y en ello sólo espero-
que más que te he ofendido, me has amado”
Hay aquí una auténtica conversión: primero, el reconocimiento, al ver al niño Jesús, de que sí es posible que Dios se sienta ofendido por nuestra falta de amor. Y segundo, la seguridad de que, puesto que este niño es Dios, y su Amor es infinito, todos los pecados, por grandes que sean, se desvanecen y desaparecen (“Más que te he ofendido, me has amado”). Ciertamente, se da por supuesto que Manuel Machado se arrepiente sinceramente de sus pecados, y hace uso del sacramento de la confesión, instituido por Jesucristo para este fin.
Cito a continuación unos versos de Lope de Vega,  titulados “No se dejaba mirar”, en los que se deja traslucir la maravilla de la mirada del niño Dios, que es capaz de convertir los corazones más endurecidos:
Este niño celestial
tiene unos ojos tan bellos,
que se va el alma tras ellos
como a un centro natural.
No se dejaba mirar
envuelto en nubes y velos;
ahora en pajas y hielos
se deja ver y tocar.
Y cómo mira a los que son
la causa por que suspira:
con unos ojuelos mira,
que penetra el corazón.
En el próximo post comentaré algo sobre el TERCER SONETO, que es el colofón de estos comentarios, aunque no sin antes acabar con unos versos, de mi propia cosecha, dirigidos al niño Jesús:
La luz que de tus ojos
al corazón atento le llegaba
quitaba sus enojos;
y tal valor le daba
que ya temor ninguno le quedaba.


Aquí se aprecia que nunca está todo perdido, que cuando se mira a Jesús y, sobre todo, se deja uno mirar por Él, abriéndole el corazón, ya nada importa (por grandes que sean nuestros defectos); ya nada se teme, porque sólo queda el amor.
Y es de notar que, mirándole, cambia nuestra percepción de la realidad, haciéndose ésta más verdadera porque vemos las cosas con los mismos ojos de Dios, o sea, como realmente son, pues Dios es el autor de todo cuanto existe.

En realidad, el razonamiento queda muy atrás, y en su mirada se descubren, o mejor, se ven con toda claridad y con mayor perfección, aquellas cosas que antes apenas se conocían, por más que se hubiera indagado. La consecuencia inmediata de este cruce de miradas es la alegría, una profunda alegría que el mundo no conoce, ni puede conocer: la alegría que procede de Dios, tal como intento reflejar en la siguiente estrofa:

Mi sonrisa brotaba
al sentir en sus ojos la alegría;
ojos que yo amaba,
porque en ellos veía
aquello que antes sólo lo sabía.