martes, 8 de abril de 2014

La venida de Dios al mundo (4 de 4) [José Martí]


5 de 7 (anexo 1)
6 de 7 (anexo 2)
7 de 7 (anexo 3)

D. RAZÓN DEL AMOR DE DIOS y RESPUESTA A ESE AMOR

Retomando el hilo inicial, recordemos que Jesucristo, siendo Dios, [en todo igual al Padre: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30) aunque distinto del Padre en cuanto Persona: "Nada hago por mí mismo, sino que hablo lo que me enseñó mi Padre" (Jn 8,28) ; "mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn 4,34) ], "no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2, 6-8) 


Dios se hizo hombre, en la Persona del Hijo, haciéndose en todo semejante a nosotros, menos en el pecado [el pecado es un postizo; no es propio de la naturaleza humana]; y, por amor a nosotroscargó sobre sí con todos nuestros pecados (los de toda la Humanidad de todos los tiempos), haciéndolos realmente suyos, y apareciendo ante su Padre "como pecador" (sin serlo). Al asumir Jesucristo nuestro pecado como realmente propio, éste fue destruido completamente, quedando así satisfecha la Justicia de Dios. Y así, mediante el sacrificio de su Vida, por amor a nosotros, nos mereció la Salvación a todo el género humano: esto es lo que se conoce con el nombre de Redención objetiva. Desde que tuvo lugar este acontecimiento trascendental de la muerte de Cristo en la Cruz, ningún otro sacrificio es agradable a Dios: sólo el de su Hijo Unigénito, hecho hombre. De este modo, nuestros sacrificios sólo tienen valor en la medida en que estamos unidos al Hijo, por el Espíritu Santo ... ¡sólo así es posible nuestra Salvación! La Redención objetiva se hará realidad en nosotros si nuestra vida se asemeja a la vida de Jesús, conforme a las palabras de San Pablo: "Ahora me alegro en los padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24). De este modo, nos hacemos, de algún modo, corredentores con Cristo y somos efectivamente redimidos. Es lo que se conoce como Redención subjetiva.


Es verdaderamente increíble e incomprensible el Amor que Dios ha mostrado por nosotros, un amor tan grande y tan inmenso que le ha llevado a hacerse uno de nosotros para compartir nuestra vida, pues verdadero es su Amor. ¿Dónde quedaría el Amor de Dios sin la Encarnación del Hijo en Jesucristo? Desde luego, no podría ser nunca un amor perfecto, pues el amor entre dos requiere una cierta "igualdad". Al hacerse Dios hombre, esta "igualdad" es posible. Ahora comparte nuestra vida, con todo lo que eso conlleva: trabajo, cansancio, dolor, sufrimientos, alegrías, pasando incluso por la muerte (aunque venciéndola, pues verdadero hombre como era, también era Dios). Y nosotros podemos igualmente verlo, tocarlo, abrazarlo,..., (lo mismo que Él a nosotros) lo que hubiera sido imposible sin la Encarnación


¿Por qué actuó así? Por muy incomprensible que sea -¡locura de amor!- está claro que somos realmente importantes para Él: cada uno de nosotros lo es. Las puertas del cielo estaban cerradas, debido al pecado de origen de nuestros primeros padres. Pero al igual que "por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán todos murieron, así también en Cristo todos serán vivificados" (1 Cor 15, 21-22).


Por eso cuando padecemos por cualquier motivo (el que sea) deberíamos pensar que mientras que Jesús murió por unos pecados (los nuestros) que Él no había cometido, y lo hizo porque deseaba nuestro amor y que pudiéramos salvarnos... es lo propio, y lo justo, que nosotros padezcamos por unos pecados que sí que hemos cometidoHay ahora una gran diferencia con respecto a lo que sucedía antes de la venida de Jesucristo. Antes no era posible, pero ahora tenemos la certeza de que, si sufrimos por amor a Él, unidos a Él por su Espíritu, nos hacemos merecedores "realmente" de la entrada en nuestra verdadera Patria, que es el Cielo. Este merecimiento es un don: nos ha sido concedido por pura gracia. En ese sentido decimos que es Dios quien nos salva. Pero es un merecimiento real, porque cuando Dios concede algo lo concede de verdad. En ese sentido podemos decir que somos nosotros los que nos salvamos. (No confundir con el pelagianismo que es una herejía propia de aquellos que piensan que, con sus solas fuerzas, pueden salvarse. No, la salvación es un don, pero al mismo tiempo, Dios nos ha hecho capaces de merecerla, porque amándonos como nos ama, desea también nuestro amor, desea nuestra colaboración en nuestra propia redención)


¿Podemos decir entonces que somos merecedores del Cielo? Con el matiz que se ha señalado más arriba podemos decir, con toda verdad, que sí que lo somos. Sí, porque somos realmente hijos de Dios (hijos en el Hijo). Así lo dice San Juan: "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios ¡y que lo seamos!(1 Jn 3,1).




Ahora sí que tenemos la oportunidad (renovada día tras día) de, UNIDOS A CRISTO, responder con amor al Amor que el Padre nos tiene. Y es entonces, y sólo entonces, cuando se podrá hacer realidad en nosotros la Redención que Jesús nos mereció de una vez para siempre. Cuando eso ocurra, cuando amemos a Jesús como Él nos ama, entonces la Redención objetiva será también la Redención subjetiva para cada uno.


Él nos ha amado primero y espera de nosotros una respuesta de amor. Puesto que  "Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más y la muerte ya no tiene dominio sobre Él" (Rom 6,9) podemos estar seguros de que "si morimos con Él, también viviremos con Él" (2 Tim 2,11). En otras palabras: si le damos nuestra vida, Él nos dará, a cambio, la Suya. Y no cabe ninguna duda de que saldríamos ganando en este intercambio de vidas.


Ponemos fin a esta entrada releyendo con fe el siguiente pasaje del Cantar de los Cantares (Cant 2, 13-14). Y cuando lo hagamos pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine para que sepamos ver en el Amado a Jesús; y para vernos a nosotros (cada uno de forma única y exclusiva) reflejados en la amada. 


¡Levántate, ven, amada mía,
hermosa mía, vente!
Paloma mía,
en los huecos de las peñas,
en los escondites de los riscos,
muéstrame tu cara,
hazme oir tu voz:
porque tu voz es dulce,
y tu cara muy bella.

La venida de Dios al mundo (3 de 4) [José Martí]


5 de 7 (anexo 1)
6 de 7 (anexo 2)
7 de 7 (anexo 3)

C. SENTIDO DEL SUFRIMIENTO

Cuando sufrimos, si este sufrimiento (ayudados por la gracia divina) somos capaces de aceptarlo de corazón, por amor a Jesús  ... pues bendito sea tal sufrimiento: no por el sufrimiento en sí, lo que sería completamente absurdo (el cristiano no es un masoquista), sino porque sufriendo nos estamos uniendo al sufrimiento de Jesús, estamos compartiendo su Vida ... ¡lo estamos amando! ... ¿Y habrá algo más hermoso que el amor al Señor? Esa es la razón por la que el sufrimiento y la alegría, para un cristiano, no son incompatibles, en absoluto


Cualquier otra explicación que se le quiera dar al sufrimiento está abocada al fracaso. Según el mundo, el sufrimiento es absurdo y no tiene ningún sentido. Lo que, si se actúa con lógica y se lleva este pensamiento hasta sus últimas consecuencias, nada tiene de extraño que en aquellos países en los que se rechaza a Dios (que van en aumento) se esté implantando "legalmente" la eutanasia. Como digo, tiene su lógica: bajo una perspectiva atea y anti-Dios, ¿qué sentido tiene vivir cuando se está sufriendo mucho y cuando se sabe que tal sufrimiento va a acabar inexorablemente en la muerte, que es el mayor de los sinsentidos? ... Perodesde una perspectiva cristiana, sabemos que aquí estamos de paso: un cristiano que tenga fe, [una fe que debemos pedirle constantemente al Señor que nos la conceda y que nos la aumente] no debe tener miedo a la muerte. Y debe actuar conforme a las palabras de Jesús"No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed, más bien, al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno" (Mt 10,28). [Ése es el único temor que debemos tener, el que se refiere al "lago de fuego, que es la muerte segunda" (Ap 20,14)]. 


Al fin y al cabo"no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la venidera" (Heb 13,14), pues "somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos también como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de bajeza en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas" (Fil 3, 20-21) 




Por lo tanto, tengamos siempre presentes, en nuestra mente y en nuestro corazón, estas consoladoras palabras que nos dirige el Señor: "Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Pues mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,29-30). ¡Eso sí: tiene que ser su yugo! ... pues es el único que puede hacernos realmente libres. Cualquier otro yugo que nos busquemos, y que no sea el suyo, sólo puede conducirnos a la esclavitud, según nos dice la palabra de Dios: "todo el que comete pecado es esclavo del pecado" (Jn 8,34).


(Continuará)

La venida de Dios al mundo (2 de 4) [José Martí]


5 de 7 (anexo 1)
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7 de 7 (anexo 3)

B. LA VENIDA DEL REDENTOR Y EL RECHAZO DEL MUNDO


Viniendo a este mundo, el Hijo de Dios (Dios mismo) nos dio a conocer cómo era realmente Dios (no la idea que nosotros nos pudiéramos fabricar acerca de Dios, que no tiene nada que ver con la realidad de Dios): "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, Él mismo lo dio a conocer" (Jn 1,18). Lo tremendo es que que "el mundo se hizo por Él"; y, sin embargo, "el mundo no le conoció" (Jn 1,10).  "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron"(Jn 1,11). De nuevo tenemos el rechazo a Dios. ¿Por qué ese rechazo? Parece ser que la idea que el hombre se hace de Dios (el dios que imagina y fabrica la mente humana) está en las antípodas del Dios real. Se cumple aquí el oráculo del Señor, vaticinado por el profeta Isaías: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos" (Is 55,8). La profecía de Isaías referente al Mesías prometido (Is 53) tiene su perfecto cumplimiento en  Jesucristo, de quien dice que "fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados: el castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre Él, y por sus llagas hemos sido curados" (Is 53,4-5), lo que está en perfecta coherencia con lo que anunciaba San Pablo, hablando de Jesucristo: "Mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles" (1 Cor 1, 22-23).


Afortunadamente, "a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su Nombre, que no han nacido de la sangre ni del querer del hombre, sino de Dios" (Jn 1, 12-13); por eso continúa diciendo San Pablo que "para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Cor 1,24). Nuestra fe ha de fundarse "no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios" (1 Cor 2,5). "Hablamos -continúa diciendo San Pablo- una sabiduría divina, misteriosa, oculta ... esa que ninguno de los príncipes de este mundo conoció, pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al Señor de la gloria" (1 Cor 2, 7-8). 


De nuevo la cruz como escándalo y locura; no cualquier cruz sino la cruz de Jesucristo, que nos revela el pensamiento de Dios; un pensamiento que sigue siendo rechazado, porque no se puede entender, razonando a lo humano. De nuevo, como Adán y Eva, queremos ser nosotros los que decidamos acerca del bien y del mal. De nuevo el rechazo a Dios, manifestado en Jesucristo; un rechazo que ahora es mucho más grave:
"Si no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado" (Jn 15,22). De nuevo el rechazo al Amor, que en eso consiste el pecado, causa de todos los males; y en concreto el odio a Jesucristo. Y, sin embargo: "Quien me odia a Mí, odia también a mi Padre" (Jn 15,23). No hay otra posibilidad para llegar a Dios si no es en Jesucristo: Quien rechaza a Jesucristo, rechaza a Dios. [Aquí radica la diferencia esencial entre el catolicismo y el conjunto de las demás religiones. Y de aquí procede esa verdad tan desconocida (culpablemente) de que "fuera de la Iglesia no hay salvación"; pues la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo: no tiene sentido decir que se quiere a Cristo pero no se quiere a su Iglesia: es una contradicción. La Iglesia puede estar enferma en sus miembros, pero sigue siendo la verdadera Iglesia, y sólo en ella es posible la unión con Jesucristo y, por lo tanto, la salvación. Y ésta es también la razón por la que no tiene ningún sentido hablar del diálogo interreligioso, sino que habría que hablar de conversión. No obstante, no quiero salirme del tema] 


El mundo no puede entender el mensaje de la cruz; le está vedado; no puede comprender que la gran victoria de Dios esté unida al sacrificio de Cristo en la cruz. Y, sin embargo, ésa es, precisamente, la auténtica manifestación de cómo es Dios realmente, tanto en Sí mismo ["Dios es Amor" (1 Jn 4,8)] como en relación con nosotros [Jesucristo "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el fin" (Jn 13,1), llevando a su cumplimiento las palabras que les había dicho antes a sus discípulos: "Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos..." (Jn 15,13-14).]


Y por si aún quedase alguna duda acerca de la importancia de la cruz como esencial al Cristianismo, no tenemos más que recordar que cuando Cristo se apareció a los discípulos de Emaús, recién resucitado, les dijo precisamente: "Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas. ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?" (Lc 24,25-26). "Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a Él" (Lc 24,27). Y este mensaje no cambia, porque es palabra de Dios.




En esta vida, el sufrimiento y el amor van siempre unidos. Sólo ama de verdad a otra persona quien está dispuesto a todo por ella; ese estar dispuesto a todo conlleva "esfuerzo, sacrificio, olvido de sí, pensar siempre en lo mejor para el otro... en definitiva, la cruz". No hay otro camino, en esta vida, para manifestar la autenticidad de nuestro amor. Esto (que sabemos, además, por experiencia personal) nos fue anunciado por Jesús en infinidad de ocasiones; por ejemplo, cuando dijo: "Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere produce mucho fruto" (Jn 12,24). 


La "muerte" a uno mismo no es algo triste. Así escribía San Pablo a los romanos: Estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,11). Y a los colosenses: "Estáis muertos y vuestra vida está escondida, con Cristo, en Dios" (Col 3,3). En términos bíblicos eso es la muerte: la entrega total de nuestra vida por amor al Señor (una entrega que se manifiesta en el tiempo, día a día, minuto a minuto). La muerte, así entendida, es sinónimo de amor, y de mano del amor va siempre la alegría. Este "morir" en Jesucristo es lo que nos da la Vida. Y es el que explica que se diga en los Salmos: "Es preciosa, a los ojos del Señor, la muerte de sus fieles" (Sal 116,15). 



(Continuará)