sábado, 4 de febrero de 2012

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (6 de 7) [José Martí]


¿Por qué el sufrimiento es un compañero continuo? Dios conoce la intensidad y la calidad de nuestro sufrimiento mucho mejor, incluso, que nosotros mismos. Y es precisamente Él quien nos da la fuerza que necesitamos para no desesperarnos ni abatirnos hasta el extremo.

Uno se rebela y llora y sufre y patalea, impotente, ante realidades que no puede cambiar y que le hacen sufrir. De ellas, la más dura es la de la muerte. Esta realidad nos acecha a todos, a cada instante. Y la palpamos, la sentimos muy cerca, pasa rozando junto a nosotros. Y tenemos miedo: sabemos, con seguridad absoluta, que un día nos llegará también a nosotros.

La muerte es una realidad tremenda. Asusta el solo hecho de su existencia. Cuando más ganas se tienen de vivir, de conocer y de amar... nos encontramos de sopetón con la muerte, que pone fin a todos nuestros planes y proyectos, poniendo fin a nuestra vida. Esto es trágico. Ante esta tragedia de la muerte (es decir, su carácter de inevitable) se puede reaccionar de muchos modos. Básicamente, los reduciremos a tres:

Uno de ellos es el optimismo “aparente” (sólo de forma), basado en el ya conocido: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Puesto que aquí se acaba todo, pasémoslo “lo mejor” posible, disfrutemos de todo lo que esté a nuestro alcance porque después ya no habrá nada. A una mirada superficial, esta visión materialista de la vida podría parecerle que eso es “saber vivir” y que lo demás son tonterías: lo que importa es la juerga, el jolgorio y la jarana. Y ahí queda todo: no hay ningún contenido. Se trata, en realidad, de una “alegría” desesperanzada, porque su fin es la nada. La postura hedonista ante la vida es, en el fondo, muy triste, y no tiene horizontes. Es frecuente, hoy día, el encontrarse con personas que son optimistas “aparentemente” (todo lo ven positivo), pero cuando son capaces de sincerarse, si eso llega a ocurrir, sale a relucir el enorme vacío y hastío de la vida en el que transcurre su existencia. En el fondo de este modo de reaccionar encontramos que sólo hay pesimismo, mejor o peor disimulado.

Otro modo, aunque hoy no tan frecuente, es el pesimismo “consecuente” (en el fondo y en la forma). Es la actitud existencialista, que hace suyas las palabras de Sartre: “¡La vida es una pasión inútil!”. Si se vive “coherentemente” con esta visión, el vivir “auténtico” sería un vivir amargado; y la alegría sería una hipocresía, algo impropio de una persona. Nadie debería de estar alegre, porque nada tiene sentido. Aquí el pesimismo no se oculta.

Estas dos actitudes, ambas pesimistas, como hemos visto, son “meramente” humanas, con un horizonte reducido al más acá, pues no existe ningún otro horizonte para su enfoque existencial. El modo cristiano de reaccionar ante estas realidades del sufrimiento y de la muerte (que sería el tercer modo) es completamente diferente:

La vida continúa siendo un valle de lágrimas y la muerte una triste realidad. Pero el cristiano cuenta con otra realidad que da sentido a todo: Dios mismo, en la Persona de su Hijo, se ha hecho un niño, y ha vivido nuestra propia vida, haciéndola suya: ha estado en el vientre de su madre, ha pasado frío, hambre y sed; ha jugado y llorado como cualquier otro niño, se ha cansado y ha trabajado, ayudando a José, que hace de padre suyo en esta tierra y de quien aprende el oficio de carpintero. Finalmente, sufrió horriblemente y murió en una cruz, resucitando al tercer día de su muerte.

Esta realidad histórica es un hecho que no podemos (¡no debemos!) ignorar. Desde el momento en que Dios mismo (en el Hijo) ha tomado sobre sí todas nuestras flaquezas y miserias; y ha hecho suya incluso la muerte; desde que esto es así, ahora todo tiene sentido: Si el Señor Jesús (que es Dios) ha hecho suyas realmente, tomándolas como propias, realidades como el trabajo, el sufrimiento y la muerte, lo que ya no tiene sentido es la tristeza ante estas realidades: Él las ha experimentado en su propia carne por Amor a nosotros, para unirse a nosotros de una manera tal que no nos pudiera caber la menor duda de la Realidad y de la fuerza de su Amor (¡por otra parte, incomprensible!)