sábado, 31 de diciembre de 2011

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (2 de 7) [José Martí]


La alegría no está reñida con el sufrimiento. Se puede sufrir y ser feliz, del mismo modo que se puede tener salud, físicamente hablando, y vivir con tristeza y amargura. De ambas experiencias podemos dar fe, tanto por haberlas vivido en nosotros mismos como por haberlas visto en las personas con las que nos relacionamos.

¿Dónde está el secreto? Ciertamente, el sufrimiento es un compañero continuo. A nadie le gusta sufrir. El ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, quien en la finca de Getsemaní, la noche en la que iba a ser prendido, “tomando a Pedro y a los dos hijos del Zebedeo, empezó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo”. Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, mientras oraba diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero que no sea como yo quiero, sino como quieras Tú” (Mt 26, 37:39). Así hasta tres veces. Esto podemos encontrarlo también en Mc 14, 32:42 y en Lc 22, 39:46.

Dios conoce el sufrimiento; lo ha experimentado Él mismo en la persona de su Hijo hecho realmente hombre. Jesucristo no amaba el sufrimiento. Ninguna persona que esté sana psíquicamente puede amar el sufrimiento en sí; y mucho menos un cristiano que pretenda ser como su Maestro. Los verdaderos cristianos no son masoquistas. En este punto hay todavía mucha gente ignorante que considera al cristiano como a una persona rara, que prefiere sufrir a pasarlo bien. Nada más lejos de la verdad, como hemos leído en los textos citados más arriba. Es precisamente lo contrario. Si el sufrimiento en sí fuese algo bueno, ¿cómo es que Jesús pasó su vida aliviando el sufrimiento de miles de personas, curando a los enfermos, devolviendo la vista a los ciegos; e incluso resucitando a los muertos? El sufrimiento es una consecuencia del pecado de Adán, pecado con el que todos nacemos (pecado original).

Jesús, como vemos, se compadecía de la gente que sufría; y ponía todo su empeño en ayudarlos. Las citas serían interminables. Baste algún ejemplo. Abro el Nuevo Testamento y leo: “Al desembarcar, vio Jesús una gran muchedumbre y se llenó de mucha compasión, porque estaban como ovejas sin pastor, y comenzó a enseñarles muchas cosas” (Mc 6, 34).En otro lugar se dice, después de la muerte de su amigo Lázaro que “cuando Jesús vio llorar a María, y que lloraban también los judíos que la acompañaban, se estremeció en su espíritu, se conmovió y dijo: “¿Dónde le habéis puesto?” Le dijeron: “Señor, ven y lo verás”. Jesús rompió a llorar” (Jn 11, 33:35). Rompió a llorar como un niño cuando vio el sufrimiento y el llanto de María y de aquellos que apreciaban a Lázaro… Y resucitó a su amigo Lázaro, quien, lleno de alegría, se fue a vivir con sus hermanas, Marta y María.

Aunque cambiamos momentáneamente de tema, es curioso observar cómo, en lugar de creer en Jesús, y de alegrarse por la resurrección de Lázaro, el Sumo Sacerdote Caifás y los fariseos, “desde aquel día decidieron darle muerte” (Jn 11, 53). Esto no deja de ser asombroso. Y, sin embargo, es un hecho innegable, constatado históricamente. Leyéndolo me viene a la memoria otro episodio del Evangelio, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro: cuando Epulón le pedía al padre Abrahán que enviara a Lázaro a casa de su padre y de sus hermanos, para que les avisara y que no vinieran, ellos también, a ese lugar de tormento en el que él se encontraba, “replicó Abrahán: “Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!” Y dijo Epulón: “No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán” (Lc 16, 29:30). Y aquí viene la respuesta de Abrahán: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos” (Jn 16, 31). Llama mucho la atención esta respuesta de Abrahán, que parece increíble, pero así es: recordemos que cuando Jesús resucitó a su amigo Lázaro, fue entonces, precisamente entonces, cuando los fariseos decidieron darle muerte.

El que ha decidido en su corazón no creer, seguirá sin creer, aunque presencie milagros. Sólo si abre su corazón, con sencillez y amor a la verdad, a la lectura atenta del Evangelio, que es la misma Palabra de Dios, sólo entonces podrá salvarse: de él depende. Tiene todos los medios a su alcance, pero debe hacer uso de ellos. Como sabemos, aunque es absolutamente cierto que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4), no es menos cierto que Dios permite el mal por respeto a la libertad del hombre. Como ya he comentado en otras ocasiones, Dios desea ardientemente una respuesta amorosa por nuestra parte, la cual sólo es posible desde la propia libertad personal. Eso sí, no debemos olvidarlo, cada uno responderá ante Dios del uso que ha hecho de la libertad que Él le ha concedido: “No os engañéis: de Dios nadie se burla. Lo que uno siembre, eso recogerá: el que siembra en la carne, de la carne cosechará corrupción; y el que siembra en el Espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna” (Gal 6,8).

¿A qué se refiere San Pablo cuando habla de la carne y del Espíritu? Escuchémosle: “Están claras cuáles son las obras de la carne: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya os he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley” (Gal 5, 19:23)

Volviendo al tema que nos ocupa, San Pablo escribe, en su carta a los hebreos: “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado.” (Heb 4,15). Jesucristo, que es verdadero Dios, es también verdadero hombre. Se hizo uno de nosotros; por lo tanto, puede comprendernos perfectamente, como ya hemos visto más arriba. Aunque lo más importante es que, habiéndose hecho hombre, nos ha dado la posibilidad de amarlo de tú a tú, en mutua reciprocidad de amor, que no otro es el sentido de la vida cristiana: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15).

Esto lo entendieron muy bien los apóstoles. Por enseñar en el nombre de Jesús fueron prendidos y los metieron en la cárcel. De ésta fueron sacados por un ángel del Señor. Luego volvieron a cogerlos; y ante la pregunta que les dirigió el Sumo Sacerdote: “¿No os habíamos ordenado expresamente que no enseñaseis en ese nombre? Y a pesar de eso habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre”. Pedro y los apóstoles respondieron: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech, 27:29). Los fariseos se enfurecieron y querían matarlos, pero aconsejados por Gamaliel, no lo hicieron; “y llamando a los apóstoles, los azotaron, les ordenaron que no hablaran en el nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos se retiraron gozosos de la presencia del Sanedrín por haber sido dignos de sufrir ultrajes a causa de su nombre” (Hech 5, 40:41).

Este es el secreto de la alegría del cristiano: no el deseo de felicidad, sino la elección libre de amar a Jesucristo por encima de todo, incluso de su propia vida, en respuesta al amor con el que se saben amados por Él: "Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6,33). La alegría, como segundo fruto del Espíritu, después del amor, es una de esas añadiduras. El cristiano encuentra la alegría de modo indirecto cuando en su mente y en su corazón no tiene otra cosa que no sea el cumplimiento de la voluntad del Padre, tal como hacía el mismo Jesús.

El cristiano que lo es de verdad intenta vivir haciendo suyas las palabras del apóstol Pablo a los Filipenses: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”(Fil 2,5:8). De todas las pruebas es ésta de la muerte la más dura de todas. De ello hablaremos en el próximo post.

sábado, 24 de diciembre de 2011

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (1 de 7) [José Martí]


Dios no interviene en nuestra vida para fastidiarnos, sino para hacer posible y verdadera nuestra alegría. Nos lo dice Él mismo, de un modo explícito: “Ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver, y se alegrará vuestro corazón, y nadie podrá quitaros vuestra alegría” (Jn 16, 22). Todo el mensaje cristiano, desde su inicio, está henchido de alegría.

Así, cuando un ángel del Señor se apareció a unos pastores, que pernoctaban al raso y velaban por sus rebaños, les dijo: “No temáis; mirad que os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo, el Señor, en la ciudad de David” (Lc 2, 10-11).

Nada en el Evangelio ni en el Nuevo Testamento nos habla de amarguras o de desesperanza. Lo propio de un cristiano es la alegría. “Alegraos siempre en el Señor; lo repito: alegraos… El Señor está cerca” (Fil 4, 4-5). Esta exhortación la hace en muchas ocasiones a lo largo de todos sus escritos: Estad siempre alegres…” (1 Tes 5, 16); “Por lo demás, hermanos míos, alegraros en el Señor” (Fil 3,1), etc. Cuando el Señor les habla a sus discípulos les insiste en la importancia de dicha virtud: “Estas cosas os las he dicho para que mi gozo esté en vosotros y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11). El mensaje del Evangelio es el de las Bienaventuranzas. Como sabemos bienaventuranza significa Alegría Perfecta. Y esta alegría es la que Jesús concede (ya en este mundo) a  “los pobres en el espíritu,…, los que lloran, …, los mansos,…, los que tienen hambre y sed de justicia,…, los misericordiosos,…, los limpios de corazón,…, los que trabajan por la paz,…, los que padecen persecución por causa de la justicia,…” (Mt 5, 3-10).

Los santos han sido aquellas personas que más se han identificado con Jesús y que han vivido plenamente este mensaje de las bienaventuranzas; y han sido también las personas más felices y más alegres que han existido: ¿Cómo podrían estar tristes estando junto al Señor y viviendo su propia vida? Eso es imposible. Porque no debemos olvidar que, efectivamente, la alegría de la que hablamos, la auténtica alegría, siempre va unida a la cercanía y al amor al Señor. Él es la causa de esta alegría, al infundirnos su Espíritu y hacernos partícipes de su propia Vida. Decía George Bernanos en su novela más importante (Diario de un cura rural) que “lo opuesto de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos”. Y es más. Decía que “La Iglesia dispone de toda la dicha y la alegría reservadas a este pobre mundo. Obrando contra ella se actúa contra la alegría”.

¿Significa todo esto que la vida de un cristiano es un camino de rosas? Todo lo contrario.Cuando Jesús fue presentado en el Templo de Jerusalén, el anciano Simeón, después de tomar al niño en sus brazos y de bendecir a Dios, se dirigió a María, la madre de Jesús y le dijo: “Mira, éste ha sido destinado para ser caída y resurrección de muchos en Israel, y como signo de contradicción –y a ti misma una espada te atravesará el alma-, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34-35), como así ocurrió.

Durante su vida la gente que se encontraba con el Señor, tenía que definirse: “Quien no está conmigo está contra mí; y quien no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). Y la vida junto al Señor no era fácil, pero merecía la pena. Cuando tuvo lugar el discurso de Cafarnaúm muchos de los discípulos de Jesús se echaron atrás y no andaban ya con Él. Y Jesús preguntó a los Doce: “¿También vosotros os queréis marchar?”. Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 66-69). Y en otro lugar: “Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran! (Mt 7, 13-14).

Jesús no engañó a sus discípulos; y les advirtió acerca de todas las dificultades con las que se iban a encontrar si querían serle fieles: “Os entregarán a los tormentos y a la muerte, y seréis aborrecidos por todos los pueblos a causa de mi nombre” (Mt 24, 9). Sin embargo, les dice también: “Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo mal por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será abundante en los cielos” (Mt 5, 11-12). Esto era algo que, a lo largo de toda su vida pública, les iba enseñando para que no se llamaran a engaño acerca de su seguimiento: “Si a Mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). “Más aún: se acerca la hora en la que quien os dé muerte piense que así sirve a Dios” (Jn 16,2). ¿Cómo tenemos que reaccionar los cristianos ante esta situación? El mismo Señor nos lo dice: “Cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención” (Lc 21,28). “Os he dicho esto para que tengáis paz en Mí. En el mundo tendréis tribulación; pero confiad: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

En todo lo que venimos diciendo hay algo que está muy claro. El discípulo de Jesús no es un mojigato, ni un apoquinado, ni una persona débil; no es un tristón, sino que lleva consigo la alegría, si es un auténtico discípulo de Jesús. Cualquier otra imagen que se quiera dar de los cristianos es una falsedad. Las palabras del Señor son, como siempre, luminosas y esclarecedoras. Si nos encontramos con un cristiano triste, su tristeza se deberá a dos posibles causas: O bien no ha entendido en qué consiste el ser cristiano, con lo que estaría necesitado de una mejor formación acerca de su fe; o bien esa tristeza se debe a otras razones, las que sean, pero que no están relacionadas con el hecho de ser cristiano.

Decía San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?” (Rom 8,35). “En todas estas cosas vencemos con creces gracias a Aquél que nos amó. Porqueestoy convencido de que ni la muerte, ni la vida,…, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8, 37-39).

Vivir una vida auténticamente cristiana es lo más alejado de una vida sosa y lo más hermoso que nos puede ocurrir mientras caminamos por esta vida; sencillamente porque la vida cristiana no es otra cosa que una maravillosa aventura de amor entre Dios (manifestado en Jesucristo) y cada uno de nosotros. Ojalá que pudiéramos decir, con San Juan: “Nosotros, que hemos creído, conocemos el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16). Porque ese es nuestro verdadero problema: no acabamos de creernos de verdad, en lo más profundo de nuestro corazón, que Dios nos haya amado hasta el extremo en que lo hizo, y que sigue amándonos todavía, a cada uno de una manera única y exclusiva, como sólo Él sabe amar. “Padre, quiero que donde yo estoy también estén conmigo los que Tú me has confiado, para que vean mi gloria, la que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).Si creyéramos en su amor… podríamos decir, como la esposa del Cantar: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ca 2,16; 6,3). Y escuchar de sus labios, dirigiéndose a cada uno de nosotros: “Dame a ver tu rostro, hazme oir tu voz, porque tu voz es dulce y tu cara muy bella” (Ca 2,14).

Cierto que esto no podemos conseguirlo con nuestras propias fuerzas, pero tenemos a nuestro favor las palabras que el mismo Jesús dirigió a su Padre: “En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa” (Jn 16, 23-24). ¿Y puede haber algo más sublime y más hermoso que pedirle que nos conceda su Espíritu para que esas palabras del Cantar se hagan realidad en nuestra vida? :

“Mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ca 2,16; 6,3)

sábado, 5 de noviembre de 2011

Para salir del aburrimiento [José Martí]



Para salir del aburrimiento debemos recuperar la capacidad de sorprendernos (el asombro ante la realidad). Nunca nos asombramos lo suficiente del mero hecho de existir o de que haya cosas. Debemos poner el máximo interés, detalle y esmero en lo que hagamos. Y, por supuesto, trabajar con metas concretas, con objetivos claros y bien definidos, porque forman parte del vivir: son los que nos empujan a seguir luchando con ilusión (aunque estemos cansados), siempre mirando hacia adelante.

Es bueno también aprovechar los posibles errores del pasado para aprender de ellos, pero viviendo siempre en el presente y estando proyectados hacia el porvenir, con afán de mejorar. La ilusión es el motor de la vida: si nos quedamos anclados en el pasado, nos hacemos dependientes de él en exceso, de modo enfermizo, lo que conduce a la pérdida de la esperanza con relación al futuro.

Luego, ante el exceso de información, que puede producir aturdimiento y dispersión mental, se hace necesario reaccionar adecuadamente. Esto significa, entre otras cosas, quedarse con lo esencial, haciendo una criba de la información que nos llega. Mantenerse informado, por supuesto, pero sin perder el equilibrio: ni por exceso, lo que nos llevaría a absolutizar lo relativo; ni por defecto, lo que nos conduciría a la indiferencia, propia de la ignorancia, lo que tampoco es bueno. 

El secreto, como siempre, se encuentra en las palabras del Señor: “A cada día le basta su propio afán” (Mt 6, 34). No debemos estar en dos o más cosas, sino vivir el momento presente:  Age quod agis (“Haz lo que haces”). Si  en todo lo que hacemos somos conscientes de que el Señor está a nuestro lado; y es su amor lo que nos lleva a actuar, la vida recobra su color y el aburrimiento se hace imposible. 

La alegría, aquella que sale del corazón y que proviene de la consciencia y de la seguridad del amor con el que somos amados por Dios, encarnado en Jesucristo, esa alegría viene a ser el tono normal de nuestra vida, aunque se sufra, porque todo tiene sentido.

Por otra parte, merece la pena hacerse algunas preguntas que son decisivas. Por ejemplo: ¿Cuál es nuestro proyecto de vida? ¿Qué queremos hacer exactamente con esta vida nuestra que Dios nos ha regalado? Y antes de dar una respuesta, es preciso hacer silencio en nuestro interior. Y no engañarnos. Debemos averiguar realmente nuestros sentimientos, aquellos que expresan nuestro “verdadero” modo de pensar, no ocultárnoslos a nosotros mismos, pues sólo se puede mejorar sobre la base de la verdad, sea ésta la que fuere. 

El autoengaño nos impide crecer, nos impide relacionarnos de modo normal con la gente y establecer con ellos una relación de verdadero diálogo, un diálogo en el que lo que importe no sea el que nuestras ideas sean las que primen, el tener siempre la razón o dejar de tenerla, sino el amor a la verdad. Aprender a rectificar si estamos en un error, agradeciéndoselo a quien nos lo haya hecho ver; y luego ayudar nosotros a los demás a hacer lo mismo. 

Es fundamental que el otro nos importe de veras, de corazón, escuchándolo y dando importancia a lo que dice, procurando meternos en su pellejo a fin de poder entenderlo y empatizar con él lo mejor posible. Esta escucha es esencial para que se produzca un verdadero encuentro entre los que dialogan; y consecuentemente la alegría.

Hay unos "rituales" que nos pueden ayudar también en este sentido (podíamos llamarlos también "hábitos"), relativos, sobre todo, a cómo distribuimos el tiempo de que disponemos: Comenzar y terminar el día, preparar el trabajo, ejecutarlo lo mejor posible, aprender a descansar, cambiar de tarea con cierta flexibilidad, etc.

Se trata de unas pautas naturales, a las que debemos dar su importancia, pues la tienen; y que nos pueden ayudar también en lo sobrenatural. Por poner algún ejemplo (se podían poner muchos otros): al levantarse, hacerlo inmediatamente, al toque del despertador  y darle gracias a Dios por el nuevo día que pone ante nosotros para que lo amemos y, sobre todo, para que seamos más conscientes del amor que Él nos tiene. Levantarse, además, con tiempo suficiente para poder lavarse, ducharse, desayunar, escuchar las noticias, hacer la oración, etc…; y todo ello con calma, sin prisas ni estrés, aunque -eso sí- sin dormirse tampoco en los laureles. Y en todo esto tener siempre presente al Señor como contertulio y amigo nuestro que es. Lo natural y lo sobrenatural no están reñidos, sino que se influyen y se ayudan mutuamente. 

Finalmente, no debemos olvidar la necesidad de la disciplina. Ésta es fundamental para combatir el desorden interior y no  dejarse arrastrar, para no evadirse de la vida y vivir conscientemente. El esfuerzo que se realice en este sentido viene luego recompensado con creces, en la paz interior que se respira cuando se actúa conforme a la naturaleza que de Dios hemos recibido. 

Escribo aquí algunas sugerencias, que suponen cierta disciplina pero que, en mi opinión compensa, con creces, el seguirlas:

- Luchar y no desanimarse ni abatirse ante las dificultades: la desgana, la apatía, la pereza, la gandulería,…, no son sino una consecuencia de la falta de ilusión por algo que merezca la pena. 
- No tener miedo al esfuerzo ni a lo que los demás puedan pensar; ni siquiera a lo que uno mismo pueda pensar.
-  Hacer ejercicio físico, aunque sea algo tan sencillo como pasear una hora todos los días, a ser posible acompañado de otra u otras personas.
-  Hablar con los amigos; no aislarse, ni pensar que los problemas que uno pueda tener le pertenecen a él en exclusiva. Todos estamos hechos de la misma pasta. Y todos tenemos problemas: aunque no sean iguales a los de los demás, nos permiten relacionarnos con ellos y comprenderlos, así como ser comprendidos. De esa interacción se produce, prácticamente siempre, un enriquecimiento interior –un crecimiento personal- en cada uno de los que se relacionan
- Salir a la calle, y disfrutar de la naturaleza. No enclaustrarse, sobre todo si eso nos lleva –o puede llevarnos- a deprimirnos, cuando es tan sencillo el remedio.
- Ponerse a trabajar, con orden y entusiasmo, en cuanto estemos descansados. No es bueno estar ociosos. Otra cosa es el descanso, como una necesidad humana fundamental, que no debe confundirse con la holgazanería.


A veces, si se toman en serio estos consejos –y otros por el estilo- , la mayor parte de los “problemas” suelen desaparecer solos porque resulta que, en realidad de verdad, no eran tales problemas, sino pseudo-problemas, problemillas inventados por nosotros mismos, hasta el punto de llegar a creérnoslos: desde luego, el ser humano es “increíble”. 

sábado, 15 de octubre de 2011

Mi vocación al matrimonio (2 de 2)




¡Qué felices seríamos si fuésemos más sencillos y no complicáramos innecesariamente nuestra existencia! Porque no otra cosa desea el Señor para cada uno de nosotros: nuestra verdadera felicidad que, ciertamente, siempre va a ir unida a nuestra unión con Él: por supuesto que sí, pero cada uno según la vocación a la que ha sido llamado.

De haber sido más sencillo y más dócil a aquél que el Señor había puesto en mi camino para guiarme, de no haber dudado acerca de mi auténtica vocación (que era una vocación al matrimonio), de haber procedido así, sin duda hubiese vivido mucho más feliz y más tranquilo en aquella etapa de mi vida. La realidad es simple y no tan complicada como yo la tomé. No hay más que escuchar y poner por obra en nuestra vida las palabras del Señor: “Venid a Mí todos los que estéis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, y  hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). Y estas otras: "Si comprendéis esto y lo ponéis en práctica seréis dichosos" (Jn 13, 17)

Porque lo importante es estar junto al Señor: eso es lo único que realmente importa. ¿Qué más da ser sacerdote o ser padre de familia? Se trata de vocaciones  diferentes, pero ambas queridas por Dios. Nadie puede exigirle a Dios una determinada vocación. Dios llama libremente a quien quiere. Una vez que yo estaba ya seguro de que mi vocación era el matrimonio debería haber encontrado una gran paz en esa seguridad si lo hubiese aceptado en mi corazón, sin más. Cuando uno se complica la existencia innecesariamente no es todo lo feliz que Dios quiere que sea. Y sufre inútilmente por “problemas” que no son tales problemas, puesto que ya están resueltos. Ese ha sido mi caso.

¿Es triste?... ¡No!, pero sí es más doloroso: he aprendido por el camino más largo. En todo caso lo que importa, al fin y al cabo, es aprender, por aquello de "más vale tarde que nunca". Creo que en mí se cumple un poco aquello de que “Dios escribe derecho con renglones torcidos”.

Felizmente casado, en la actualidad, con una mujer que me quiere y a la que quiero, con tres hijos ya casados y cinco nietos (de momento), estoy inmensamente agradecido a Aquel que tanto me ha querido siempre y que me ha hecho ver, aceptar y valorar la importancia de mi vocación al matrimonio.

Porque, y esto es algo que deberíamos tener todos muy claro, “la vida del hombre sobre la tierra es milicia” (Job 7,1), es lucha. Y de un modo especial lo es para el cristiano. “He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe” (2 Tim 4,7), decía San Pablo. Y esto sirve tanto para los sacerdotes como para los laicos. Las palabras contenidas en la Sagrada Escritura, palabras inspiradas por el Espíritu Santo: “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4, 3); estas palabras valen para todos los cristianos, independientemente de cualquier otro tipo de consideraciones.

Y siendo esto así como lo es, ¿no es ya llegada la hora de ser sencillo y de dejarse de consideraciones inútiles y de componendas que para nada sirven? La respuesta es afirmativa. La única preocupación por la que deberíamos guiarnos los cristianos es la de hacer realidad en nuestra propia vida la voluntad de Aquél de quien todo lo hemos recibido. Sólo actuando de este modo podremos ser felices. Dice Dios en el libro del Levítico (o si se quiere, el autor bíblico, inspirado por el Espíritu Santo, que es lo mismo):  “Sed santos porque Yo, vuestro Dios, soy santo” (Lev 11,44), palabras que son citadas también por San Pedro (1 Pet 1, 16). Y Dios nunca exige de nosotros nada que no podamos cumplir, porque siempre contamos con su gracia y con su ayuda, que jamás nos faltarán. "Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (! Cor 10, 13)

Pienso que ese debe ser nuestro empeño: conformar nuestra vida a la de nuestro Señor quien en la noche del huerto de los olivos, dirigiéndose a su Padre, puesto de rodillas oraba con una intensidad tal que ni siquiera podemos sospechar: “Que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42b). Y así hemos de proceder también nosotros cuando aparezcan contrariedades en nuestra vida. Yo debo confesar que, en la medida en que he actuado de este modo, he encontrado la alegría, aquella que procede de vivir conforme al querer del Señor; y cuando no lo he hecho, he constatado que el apartarse de los planes que Dios reserva para cada uno conduce a la tristeza; una constatación que me ha servido de mucho, pues Dios conduce siempre al buen camino a aquellos que reconocen sus fallos.

Por eso, a la vista de lo que ha sido mi vida hasta ahora, quiero que mi vivir continúe siendo un vivir agradecido, procurando aquello que decía San Pablo: “Una cosa intento: olvidando lo que queda atrás, persigo lo que está delante, lanzándome hacia la meta, hacia el premio de la excelsa vocación de Dios en Cristo Jesús” (Flp  3, 13-14). Y en otro lugar: “cualquiera que sea el punto al que hayamos llegado, caminemos en esa misma dirección” (Flp 3, 16)

En nuestra lucha por llegar hasta el Señor, los cristianos debemos correr la prueba que se nos ofrece mirando siempre hacia adelante, conscientes de que Él, ante nuestro sincero arrepentimiento, nos ha perdonado; nuestros pecados han quedado eliminados, han desaparecido completamente, por pura gracia de Dios. Y luego está lo más importante de todo; y es que el Señor nos está esperando con ansias, desea con anhelo indecible que volvamos a Él, como en la parábola del hijo pródigo el Padre deseaba el regreso de su hijo, que se había perdido (en el sentido más fuerte de esta palabra).

No debemos cejar en esta lucha por la santidad, pues nuestra misión es la de ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”: un mundo que está corrompido y que odia a Cristo y a los cristianos.  Ésta es la condición normal del cristiano, si es verdaderamente discípulo de Jesús. De hecho, esta persecución debe ser motivo de gozo porque nos une a Jesús más intensamente, nos hace parecernos más a Él: “Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a Mí primero que a vosotros” (Jn 15, 18).  No debemos extrañarnos como si de algo raro se tratase: “Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecuciones” (2 Tim 3, 12), nos dice San Pablo en su segunda carta a Timoteo. Tenemos, por ejemplo, el testimonio de los apóstoles que, después de haber sido azotados y conminados por el Sanedrín para que no hablasen en el nombre de Jesús, “se fueron contentos… porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús; y en el templo y en las casas no cesaban todo el día de enseñar y de anunciar a Cristo Jesús” (Act 5, 41-42).

En cantidad de ocasiones Jesús les dice a sus discípulos que no tengan miedo. Y podemos tener una absoluta seguridad en sus palabras cuando resuenan en nuestros oidos aquellas otras que pronunció después de resucitado y poco antes de su ascensión a los cielos: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,20). Estas palabras son realmente consoladoras, porque provienen de Aquel que es verdadero Dios, además de ser verdadero hombre (y que, por lo tanto, no nos puede engañar); y que, además, nos ama con verdadero amor y desea que también lo amemos con el mismo amor con el que nosotros somos amados por Él.

Y lo que posiblemente sea lo más importante de todo (aunque todo lo que se refiere a Él es siempre importante): debemos de grabar muy bien en nuestra mente y en nuestro corazón aquellas palabras que dijo Jesús en la parábola del buen Pastor: “Yo conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a Mí” (Jn 10, 14). “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás ni las arrebatará nadie de mis manos” (Jn 10, 27-28). Y poco más adelante, sigue diciendo hablando de sus ovejas: “… Nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30).

Esto es ciertamente tremendo y conmovedor: La conciencia (posible únicamente por la fe, que es puro don de Dios) de que somos sus ovejas, de que Él nos conoce personalmente a cada uno y penetra en lo más profundo de nuestro corazón y, sobre todo, el conocimiento de que nadie nos arrebatará de sus manos es algo más que suficiente para colmar de alegría a un cristiano que no se avergüenza de serlo. Le pertenecemos. Así lo dice el salmo 100: “Sabed que el Señor es Dios: Él nos hizo y somos suyos, somos su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 100,3). Llegará un momento en el que se harán realidad aquellas palabras del Señor dirigidas a sus apóstoles: “Ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16, 22).

Se trata, además, de una alegría que, en cierto modo, ya ha comenzado en esta tierra, y que va “in crescendo” en la misma medida en que vamos conociendo más y mejor al Señor y nuestro corazón no desea ninguna otra cosa que hacer sólo lo que le agrada. En tanto en cuanto “estas cosas” se vayan haciendo realidad en nuestra vida, entonces –y sólo entonces- seremos verdaderamente luz del mundo, como lo era el Señor; y esto por una razón muy elemental y fácil de entender: porque nuestra vida ya no es nuestra, sino que le pertenece a Él: le hemos dado nuestra vida y Él nos ha entregado, a cambio, la suya; de modo que es su Vida la que vivimos: “Con Cristo estoy crucificado y vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20).

Esa es la meta a la que aspiramos; en realidad es lo único que da sentido a nuestra vida. Cuando la gente nos mire, debe de “ver” a Jesucristo en nosotros, los que somos cristianos por pura gracia divina. Nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestro corazón no son ya los nuestros, que se los hemos dado a Él; y se han convertido en los pensamientos, los sentimientos y el corazón de Jesús, cumpliéndose en nosotros aquellas palabras que dirigió Él mismo a sus apóstoles: “Brille así vuestra luz en medio del mundo para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los Cielos” (Mt 5, 16)

sábado, 8 de octubre de 2011

Mi vocación al matrimonio (1 de 2)



Dios me ha concedido unos dones, al crearme. El primer don, sin el cual los demás dones no serían posibles, es el don de la vida. Luego he recibido el bautismo, por el cual he pasado a ser, además, hijo de Dios. He crecido en el seno de una familia cristiana, unos padres buenos, aunque sin estudios y con poca formación. He sido monaguillo durante siete años; y he conocido y he querido al Señor desde muy niño; aunque es muy cierto que también he sido educado (de modo exagerado) con la idea del temor, del miedo al demonio y a los posibles castigos que sufriría si me desviaba del buen camino. En ese aspecto mi formación ha sido bastante deficiente, en el sentido de que se ha hecho más hincapié en el temor que en el amor. En todo caso, independientemente de la educación recibida hay algo que es ineludible: mi reacción personal con respecto a lo que he recibido, tanto si ha sido erróneo como acertado. Con esto me refiero a que lo cierto y real es que no puedo culpar a nadie de lo que es la responsabilidad de mi propia vida: "Cada uno recibirá la recompensa conforme a su trabajo" (1 Cor 3,8). Yo estoy muy agradecido a mis padres, así como a mi abuela paterna, que fue a la única que conocí y la que me enseñó a rezar. Porque eso es lo que hay que buscar siempre en las personas, lo bueno (siempre encontraremos también defectos, pero ¿quién no los tiene?). Si en algo no he actuado como es debido, la responsabilidad última es sólo mía. Pienso que lo correcto y lo que Dios quiere es que procedamos conforme al consejo de San Pablo: "Probadlo todo y quedaos con lo bueno" (1 Tes 5, 21).

Por otra parte, he tenido la suerte inmensa (providencial) de encontrar a un sacerdote santo, que ha influido de modo decisivo en mi vida, en lo que concierne al conocimiento del inmenso amor que Jesús tiene por mí, de un modo único y total. Gracias a él (o si se quiere, por medio de él) Dios se ha servido para hacerme entender que su Amor es lo único que verdaderamente importa, aquello sin lo cual esta vida carece de sentido.

He pasado por muchos avatares en mi vida, como todo el mundo. Inicialmente estaba convencido, desde bien pequeño, de que tenía vocación sacerdotal. A los 18 años, en una conversación con mi director espiritual, estuvimos considerando la posibilidad de que tal vez mi camino no fuese el del sacerdocio. Yo así lo pensé también, y actué en consecuencia. Aun así, durante bastante tiempo he estado obsesionado con la idea de que, al haber tomado la decisión de optar por otro camino diferente al del sacerdocio, estaba alejándome de mi verdadera vocación, y estaba siendo infiel al Señor. 

Digamos que me faltó firmeza y convicción auténtica en la decisión que tomé, cuando lo que tenía que haber hecho era algo tan sencillo como haberme fiado de aquel que Dios había puesto en mi camino como mi director espiritual; y haber visto en ello la verdadera voluntad del Señor acerca de mi vida.  

Yo sé que la vocación al sacerdocio es algo muy personal que hace referencia a Dios y a mí mismo; y que nadie más puede conocer; ni siquiera tu director espiritual. La vocación sacerdotal supone una llamada especial de Dios a dejarlo todo por Él, y a seguirle, con todas sus consecuencias. Pero también sé que cuando Dios llama a alguien al sacerdocio, la persona que ha sido llamada conoce perfectamente la realidad de dicha llamada, con una seguridad absoluta; y de lo cual no le cabe la menor duda. Dios no nos puede encomendar una misión si no nos da, de algún modo, la seguridad de que eso es realmente lo que Él quiere de nosotros. Y yo no tenía esa seguridad.

Otro problema diferente es la generosidad en la respuesta que le demos al Señor; puesto que puede ocurrir que Él nos llame realmente, y que nosotros volvamos la mirada a otra parte, como si esa llamada no fuera con nosotros (cuando sabemos con seguridad que esa llamada va dirigida, de un modo muy directo, a nuestro corazón); y eso sería más grave.

En todo caso, lo cierto y verdad es que, ante la más mínima duda acerca de la propia vocación, es conveniente (e incluso necesario: ¡en mi caso lo fue!), la docilidad a un buen director espiritual, que nos conozca bien, que nos quiera de verdad y que sólo desee nuestro verdadero bien. Yo tuve la suerte de encontrar a un sacerdote así, que me aconsejó bien, sin imponerme nada.  

Si yo hubiera tenido clara mi vocación, pues como ya he dicho “la decisión sobre la vocación es algo muy personal, entre Dios y yo”,  le habría contestado que mi vocación era la que era; y que, sencillamente estaba pasando por una etapa de crisis. Que esa etapa pasaría y dejaría su lugar a otra etapa más luminosa.

Pero no era ese mi caso...Dadas las circunstancias, en aquellos momentos, estaba claro que Dios no me pedía que fuera sacerdote. Y en ese sentido, mi decisión fue acertada, al aceptar  la voluntad de Dios (una voluntad que Dios me hizo conocer a través de este santo sacerdote). La decisión que tomé suponía echar por tierra la idea (que yo tenía fuertemente arraigada) de que mi vida no la podía entender si no era siendo sacerdote.

Lo que era verdad, aunque siendo honrado conmigo mismo debo admitir que esta idea era algo a la que yo estaba aferrado por distintas "razones" basadas, en gran medida, en la opinión que la gente que me conocía, se “pudiera” hacer de mí, como si el proyecto de mi vida dependiese de la “posible” (y casi con toda seguridad “inexistente”) opinión de los demás. 

En definitiva: una vocación basada en una visión errónea de la realidad no puede ser una vocación verdadera. Y es por eso que tuviera tantas dudas (dudas razonables) acerca de mi verdadera vocación. "Inmadurez" sería, tal vez, la palabra que podría definirme “en ciertos aspectos”.  

El estar tan aferrado a la opinión de los demás perjudica mucho, tanto en lo humano como en lo espiritual: sólo el juicio de Dios es el que importa, el que es conforme a verdad; y no lo que los demás piensen o puedan pensar (o pienso yo que piensan o que puedan pensar)… Ni siquiera lo que yo piense tiene demasiada importancia.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Confusionismo actual (2 de 2) [José Martí]

Es absolutamente cierto que sólo Dios (en Jesucristo) nos puede salvar. En palabras del mismo Jesús: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn, 15:5). “Uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1 Tim 2, 5). Y San Pablo dice, hablando de Jesucristo: “En ningún otro hay salvación, pues ningún nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos” (Hch 4:12)

Es más, desea fuertemente nuestra salvación, hasta el punto de que “se dio a sí mismo como rescate por todos” (1 Tim 2:6), pues “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2:4).

Por otra parte, esto no significa que todos estemos salvados yapor el mero hecho de que Jesús nos haya redimido del pecado con su muerte en la Cruz. Por una sencilla razón. Y es que tenemos que hacer nuestra la entrega que Él hizo de Sí mismo a su Padre, cuando dijo: “Yo no hago nada por mí mismo, sino que hablo lo que me enseñó mi Padre” (Jn 8:28),  el cual  “…no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8:29).

De igual modo, nosotros tenemos que conformar nuestra vida con la vida de Jesucristo, según aquello que decía San Pablo a los Filipenses: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Flp 2:5) quien “… se anonadó a sí mismo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fip 2:7-8). Y más adelante dice: Trabajad por vuestra salvación, con temor y temblor” (Flp 2,12). Podemos recordar también aquellas palabras del apóstol Pablo: “Cada cual recibirá la recompensa conforme a su trabajo” (1 Cor 3,8).

Es decir: es Dios quien nos salva, siempre a través de su Hijo Jesucristo, sin el cual no podemos hacer nada. Pero requiere de colaboración  por nuestra parte. “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20b). Ciertamente, Él nos amó a cada uno de los que somos con el máximo amor posible, que es el de dar la vida. Pero este amor, para ser perfecto, requiere una respuesta de amor por nuestra parte, sin la cual de nada habría servido, para nosotros, la muerte del Señor. Dios nos ama, pero no impone su amor. Es absurdo imponer el amor, que es esencialmente libertad.

Pero dado el caso de que la salvación consiste en vivir junto al Señor, es preciso que nuestra vida se parezca a la suya, según las exigencias de reciprocidad propias del amor: “Mi amado es para mí, y yo soy para él” (Ca, 2,16).No debemos olvidar que “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4:16).

Por lo tanto, si nuestra vida no se parece en nada a la suya, si no queremos saber nada de Él,…, en definitiva, si no lo amamos, no tendremos parte con Él, puesto que hemos decidido no tenerla. Será una desgracia para nosotros, pero una desgracia buscada. Y todo por pensar que era posible alcanzar la felicidad fuera del amor de Dios, todo por haber consentido en ser engañados y por habernos preferido a nosotros mismos en lugar de preferirlo a Él.  Nos estaremos arriesgando a oír, por parte del Señor, esas horribles palabras: “En verdad os digo que no os conozco” (Mt 25:12).

Ciertamente, vivimos en un mundo en el que todo parece haberse vuelto contra Dios: el mundo, en su conjunto, se ha alejado de Dios: criterios, valoraciones de la vida, actuaciones… Y tal vez Dios nos haya abandonado también, en razón de nuestra “libre” oposición a Él. Nos ha dejado en nuestras propias manos. Puesto que queremos ser “independientes” y no le queremos a Él en nuestra vida, Él se retira. Él actúa así siempre, sin imponerse nunca. Nos propone su amor, suplica que lo amemos (por nuestro propio bien); pero, en última instancia, si seguimos persistiendo en nuestra cerrazón, Él lo consiente (aunque desee, con vehemente fuerza, ser correspondido).

Y, en el pecado llevamos la penitencia. Los resultados están a la vista: una sociedad que ha elegido quedarse sin Dios (como si Dios oprimiera al hombre) se ha convertido en una sociedad opresora, cada vez más inhumana y egoísta. Cada uno vela sólo por sus propios intereses, no entendiendo la propia profesión como un servicio a los demás; van en aumento las desconfianzas entre las personas, los odios, los recelos, las guerras… ambiente de hedonismo y de consumo, visión materialista de la vida y un quedarse siempre en el más acá, pues el hombre ha decidido que el más allá no existe, y que todo acaba con la muerte. "Parece” como si Dios se hubiera alejado de nosotros y le hubiera dejado las manos libres al Diablo.

¿Tiene solución la actual situación por la que está atravesando este mundo? Recuerdo las palabras del Señor: “Al desembarcar, vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles largamente” (Mc 6,34)

La única solución para este mundo la pueden traer los santos: personas que estén enamoradas de Jesús y que estén dispuestas a cambiar su pobre vida, a la que están tan apegados, por la Vida del Señor (que es tan maravillosa). Este mundo no tiene otra solución que la santidad: Cristo mismo viviendo en sus santos: “En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará aún mayores…” (Jn 14:12).

Esto supone jugarse el tipo por el  Señor, dar testimonio de Él con la propia vida (o mejor aún, con una fe total y absoluta en Él), porque nuestra vida deja mucho que desear: “Ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn 5:4-5). Unirnos en nuestro corazón con el mismo grito que dio Jesús a su Padre, cuando se encontraba en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Y no busquemos otra solución porque no la hay. Lo que el mundo necesita es nuestra unión “crucificada” con el Señor, ver en nosotros al mismo Cristo.

Por supuesto que este testimonio que demos lo será siempre en debilidad, ya que todos estamos rodeados de muchas miserias y flaquezas. Pero incluso estas flaquezas y miserias deben ser aprovechadas para comprender así mejor las miserias y debilidades de aquellos que nos rodean. Ciertamente, comprensión hacia el pecador, no con el pecado, como decía San Agustín: “Debemos odiar el pecado y amar al pecador”. 

Y luego, lo más importante, aquello que es la debilidad de Dios y la fuerza del hombre: rezar: "La mies es mucha y los obreros pocos; rogad, pues, al amo de la mies que envíe obreros a su mies" (Lc 10:2). Rogarte también, Señor, por aquellos que te cierran el corazón y se alejan voluntariamente de Tí para que caigan en la cuenta de que “es la puerta estrecha la que lleva a la vida” (Mt 7, 14) y que “sólo Tú eres el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14:6)

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Confusionismo actual (1 de 2) [José Martí]

Este mundo está loco, Señor. Nos hemos vuelto todos contra Tí. Y Tú (al menos esa es la apariencia) no reaccionas. Todo parece que ocurre como si Tú no existieras. Hay un gran desconcierto y una gran turbación entre la gente de buena voluntad.

Todo lo anormal y extraño, todo lo que es antinatural, se considera cada vez más y por mayor número de personas, como algo completamente normal e incluso digno de aplauso: 

- La homosexualidad (que es una aberración de la naturaleza) es algo que está bien visto y elevado, además,  al rango de “matrimonio.”

- El aborto (que es un crimen contra un ser humano en formación) se ha “legalizado” como un “derecho” de la mujer. 

- La eutanasia está ya a un paso de ser “legalizada” también, mediante un sutil cambio de nombre, denominándola “muerte digna”;

-El divorcio está a la orden del día (se dan, además, todas las facilidades para ello en el llamado divorcio “expréss”), con lo esto supone de desamor y de daño para cada uno de los que se divorcian y, sobre todo, para los niños pequeños, que quedan desamparados, confundidos y escandalizados por sus propios padres. 

-Se destruye la inocencia de los niños, engañándoles, desde su más tierna infancia, en la asignatura de “Educación para la ciudadanía”, con la llamada “ideología de género”, hoy tan en boga, que es un engendro que atenta contra la naturaleza humana y el propio sentido común. 

Y todas estas barbaridades e injusticias están financiadas por los poderes públicos, o sea, con nuestros propios impuestos.

Por otra parte, se ensañan con los cristianos, en especial con los que profesan la fe católica, que son perseguidos, ridiculizados, escarnecidos; incluso son torturados en varios países; y se queman sus iglesias, etc. La lista sería casi interminable. Y, sin embargo, no ocurre nada. Silencio.

Prácticamente todos los medios de comunicación: prensa, radio, televisión, Internet, etc…, cuando hablan de religión lo hacen para atacar a la Iglesia Católica (sin fundamento la mayoría de las veces y con una visión sesgada de la realidad). 

En el seno de la propia Iglesia hay también mucha división entre sus pastores, algunos de los cuales han perdido la fe; e influyen destructivamente en los fieles encomendados a ellos. Y, sin embargo, no son excomulgados, lisa y llanamente, cuando publican y predican doctrinas contrarias a la fe de la Iglesia.

Y es que, Señor, como Tú mismo decías, cuando hablabas del Demonio le llamabas "príncipe de este mundo" (Jn 12:31; 14:30;16:11), "homicida desde el principio ... mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8:44). Y esto que era cierto cuando Tú lo dijiste tiene ahora una actualidad mayor que nunca:

El Mal (el Maligno) es el que impera y lo que se descubre por todas partes; un mal que es pegadizo, que envuelve a todos y a todas las cosas; y que nos aniquila, lenta, pero eficazmente. 

Uno se ve impotente, absolutamente impotente, ante la inmensidad y el abismo de este Mal; y experimenta un vértigo enorme porque, además, la atracción hacia el Mal es tan fuerte que se siente caer en él de un modo casi inevitable, sin que su libertad le ayude demasiado en este sentido. La situación actual podría definirse muy bien mediante aquellas palabras que pronunciaste en el huerto de los olivos, cuando te iban a entregar: “… ¡Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas!” (Lc 22:53)

Ante esta situación sólo cabe una opción, si queremos salvarnos de verdad: tu mirada amorosa. Agarrarnos fuertemente a Tí y decirte, con todas las fuerzas –pobres fuerzas- que aún nos queden: “¡Señor, sálvame!” (Mt 14:30), tal y como hizo el apóstol Pedro cuando, andando sobre las aguas, comenzó a hundirse, porque tuvo miedo. 

Podemos tener la absoluta seguridad de que, como a él, Tú nos tenderás la mano, con un cariñoso reproche: “¿Por qué has dudado, hombre de poca fe?”(Mt 14:31). Y, junto a Ti, Señor, se hará la calma en nuestro corazón y en nuestra vida.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Lo verdaderamente importante (José Martí)


De entrada, es esencial no desear ser el centro de atención, como si fuéramos lo más importante y todos los demás tuvieran la obligación de estar pendientes de nosotros y de hacernos la vida lo más agradable posible.

Eso es un error, porque lo propio del ser humano y lo que le perfecciona como persona es su capacidad de dar. Ya lo decía el Señor: "Hay más dicha en dar que en recibir" (Hech 20:35).  y añadía en otro lugar: “cuando hagáis todas estas cosas decid: somos siervos inútiles. Lo que teníamos que hacer, eso hicimos” (Lc 17, 10)

Y es que el Señor desea que no pongamos el punto de mira en nosotros mismos, sino en Él y en cumplir su voluntad que es lo único que, en definitiva, importa. "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se destruye a sí mismo o se pierde?" (Lc 9,35)  Por lo tanto, "no seáis insensatos –nos dice el apóstol Pablo- sino entendidos de  cuál es la voluntad del Señor" (Ef 5,17) y "no os acomodéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, de modo que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios; esto es, lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rom 12,2).

Hemos sido creados por el Amor (en Dios está nuestro origen) y para el Amor (Dios es nuestro fin). Y el amor conlleva un salir de sí mismo y un olvido de sí para entregarse al otro, un "perder" la propia vida entregándosela a aquel a quien amamos; todo lo cual  supone esfuerzo, desarrollo de todas nuestras potencialidades y cultivo de nuestra imaginación, con vistas a conocer mejor las necesidades de los demás y servirlos como Dios quiere que lo hagamos, que para eso estamos aquí, esa es nuestra misión, igual que la de Jesús quien no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos (Mc  10, 45). Así pues, el amor, el amor verdadero, supone siempre el sacrificio y la cruz. El rechazo de la cruz es el rechazo del amor, pues aquel que no está dispuesto a dar su vida por los demás (¿y qué es dar la vida sino vivir crucificados?) es porque no los ama. Así procedía Jesús: “Yo doy mi vida por mis ovejas” (Jn 10, 15). Esa es la razón por la que el Señor le concede tanta importancia al sacrificio, y es por eso que nos dice: "Si no hiciéreis penitencia, todos igualmente pereceréis" (Lc 13,3).

Con demasiada frecuencia pensamos que la cruz es triste. Pero no es eso lo que decía y vivía Jesús. Oigamos sus palabras: "Quien no carga con su cruz y viene tras de mí no puede ser mi discípulo" (Lc 14,27). "Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Pues mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 29-30). Estar junto al Señor no es triste. Todo lo contrario: no hay felicidad más grande, ni en este mundo ni en el otro, que la que supone estar al lado de Jesús, viviendo su propia vida como nuestra: su yugo es suave y su carga ligera. Por tener miedo de lo que Jesús nos vaya a pedir, por no confiar en Él, por querer hacer nuestra propia voluntad y no la suya, por éstas y otras cosas por el estilo, es por lo que no somos todo lo felices que debiéramos ser y que Dios quiere que seamos. Para el que ama su alegría consiste en ver feliz a su amado; nada le importa más. Y esto es tanto más cierto cuando el amado es nada menos que Jesucristo.

Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras;
y pasaré los fuertes y fronteras

(San Juan de la Cruz: Cántico Espiritual)
El amor hace posible que salgamos de nuestra comodidad y vayamos "por esos montes y riberas", sin detenernos en "coger las flores" (que nos podrían distraer) ni asustarnos ni "temer las fieras"; salvaremos todos los obstáculos que se opongan a nuestro amor: "pasaré los fuertes y fronteras". Así es como procedía San Pablo: "Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8, 38-39).

La cruz, el sufrimiento, el dolor, tomados en sí mismos no tienen ningún sentido. Son absurdos. Pero cuando esta cruz y este dolor y este sufrimiento es por amor; y en concreto, por amor al Señor, entonces todo tiene sentido, su verdadero sentido. “Con Cristo estoy crucificado; y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19-20).

Si no hay amor, si no hay entrega – y entrega mutua- entonces nada merece la pena. Si hubiera que condensar el mensaje del Evangelio en alguna expresión, no tendríamos que calentarnos demasiado la cabeza, porque esa expresión nos la proporciona el mismo Señor, cuando dice: “Esto os mando: que os améis unos a otros como Yo os he amado” (Jn 15, 12).

De aquí se desprende que toda nuestra vida (si queremos una vida con sentido) no puede consistir en otra cosa que en descubrir el verdadero amor, aquel que el Señor nos ha enseñado (cualquier otro “amor” no es sino una caricatura del amor verdadero; o sea, no es amor). Y para ello no tenemos otra opción que el contacto con Él, el guardar silencio en nuestro interior para escuchar lo que Él nos quiera decir, con una disposición total, que comprometa toda nuestra existencia. Lo que no sea esto es una pérdida de tiempo.

En la medida en que nos preocupamos demasiado de nosotros mismos, en que estamos demasiado pendientes de “nuestros problemas” como si fuesen los únicos problemas y como si nadie tuviese problemas –o no los tuviese tan grandes como nosotros- , en esa misma medida estamos siendo unos desgraciados; por querer “ganar nuestra vida” estamos, en realidad, perdiéndola, pues perdemos nuestra verdadera vida, que consiste en abrirnos al amor de Dios, y en dejarnos invadir por Él. “Para mí -decía el apóstol Pablo- la vida es Cristo” (Fil 1,21).

Esta es la meta que se nos propone y que, como cristianos, debemos recorrer con constancia, "puesta nuestra mirada en Cristo Jesús", de quien sacaremos todas las fuerzas que necesitamos para seguir hacia adelante, sin mirar hacia atrás, sea cual sea el punto al que hayamos llegado (Ver Fil 3, 13-14). La vida cristiana consiste en amar a Dios, en Jesucristo, y en dejarse amar por Él, sin miedos de ninguna clase. Los miedos son tentaciones del demonio, que es envidioso y quiere destruir nuestra felicidad. Sólo la unión con Dios puede darnos la paz y la felicidad para la que hemos sido creados. 

Sin Él no podemos hacer absolutamente nada en orden a nuestra salvación. Le necesitamos. Y es una necesidad que nos sale del alma y que nos llena de gozo. Nada sería peor para nosotros que no sentir esa necesidad de Dios. Sería un claro síntoma de que nos estamos alejando de Dios. Sería señal de que estamos decayendo en nuestra esperanza y, por lo tanto, en nuestra alegría. Tenemos que decir con Pedro: "Señor, ¿adónde iremos? Sólo  Tú  tienes palabras de vida  eterna, y nosotros hemos conocido y sabemos que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69). Y confiar plenamente en las palabras de Jesús que nos dice: "Yo he venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia" (Jn 10,10).

Sin Él la vida es sosa y aburrida; nos creamos continuamente necesidades, sin que ninguna pueda satisfacernos plenamente, nos hacemos esclavos de las cosas; y acabamos haciéndonos imposible la vida los unos a los otros. Sin Él sencillamente estamos perdidos. De ahí la necesidad de pedir en la oración que nos ayude para que nos demos cuenta de esta realidad: le necesitamos más que el aire para respirar; y – como decía San Agustín- nuestro corazón estará inquieto hasta descansar en Él, lo que sólo ocurrirá, con la gracia de Dios, cuando hayamos muerto. De todos modos, lo cierto y verdad es que Dios quiere que, YA EN ESTA VIDA, seamos felices: "Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros podamos consolar a cuantos están afligidos, con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios" (2 Cor 1, 4)