lunes, 17 de junio de 2013

Dios quiere mi corazón (3 de 4) [José Martí]



Todos tenemos la experiencia, en la vida diaria,  de que el que ama a otra persona lo único que desea de esa persona es verse correspondido en su amor con un amor semejante.

Esto mismo le ocurre a Dios. Al fin y al cabo, hemos sido creados a su imagen y semejanza (Gen 1,26). Puesto que ahora el que ama es Dios, y ama con amor infinito, dándonos a su propio Hijo "como víctima propiciatoria por nuestros pecados" (1 Jn 4,10), ¿qué puede esperar de nosotros sino que lo amemos también del modo en que Él nos ama? 


Nos asusta esta idea, porque pensamos, y con razón, que nosotros somos completamente incapaces de amar a Dios como Él se merece. Un amor infinito requeriría una respuesta de valor infinito... y nosotros somos finitos, limitados. Y así es, en efecto. Pero curiosamente desde el momento en que Dios se nos ha dado por completo a Sí Mismo en su Hijo, dándonos a Jesucristo, nos ha dado (con Él)  su  propia Vida. Y esta Vida que es Cristo, es ya realmente nuestra: "Para mí el vivir es Cristo" (Fil 1,21). "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). El mismo Jesús así lo expresó también: "Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6,56)

Y siendo esto así, como lo es, ahora sí que tenemos la posibilidad de dar a Dios una respuesta perfecta de amor. Evidentemente, para eso es necesario que Cristo sea nuestra Vida. Y esto es solo posible si le entregamos la nuestra: nuestros planes, nuestros proyectos, nuestra voluntad, nuestros pensamientos, todo lo que somos y lo que tenemos. 



Como le dijo Jesús a Santa Catalina de Siena: "Preocúpate de Mí que Yo me preocuparé de tí". Tendría que ser Jesús tan importante para nosotros que cayéramos en la cuenta de que "sólo una cosa es necesaria" (Lc 10, 42). Cuando, ayudados por la gracia,  le fuéramos dando todo a Dios, día tras día, minuto tras minuto, ..., cuando nuestro corazón no nos perteneciera porque se lo hubiésemos entregado todo a Él, cuando no estuviésemos apegados a nada porque sólo nos importara el amor a Jesús y el cumplimiento de su voluntad, cuando nuestra vida ya no fuera nuestra, porque se la hubiéramos entregado a Él por completo entonces, y sólo entonces, estaríamos en condiciones de dar la respuesta adecuada a Dios, porque sólo entonces Jesús sería nuestra Vida. Y nuestra respuesta al Padre sería la de su propio Hijo, cuya Vida poseemos. 

Esto es hermoso, pero es mucho más que hermoso. Se ha hecho realidad en muchas personas desde que Cristo vino a este mundo, se ha hecho realidad en sus santos. Y a eso estamos llamados, precisamente, todos los cristianos. 

De modo pues que el amor, como algo constitutivo que es de la naturaleza humana, nunca puede (¡no debe!) ser un fastidio. Dios no quiere fastidiarnos cuando nos ama sino elevarnos a Él.  Por supuesto que nos lo pide todo. Pero es que primero nos lo ha dado todo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" (1 Cor 4, 7). 

¿Hay algo más bello que darle a Dios aquello que Él nos ha dado primero?  Además "hay más dicha en dar que en recibir" (Hech 20,35), según palabras del mismo Jesús. 

Ciertamente se trata una tarea difícil y que supone un esfuerzo continuado. Es más: sería, en realidad, una tarea imposible, dada nuestra naturaleza humana actual, que es una naturaleza caída por el pecado de origen (aunque redimida por la muerte de Jesús). Pero tenemos la seguridad de que la gracia del Señor nunca nos va a faltar, si se la pedimos con fe. Aun siendo verdad lo que dijo Jesús sobre Sí mismo, con relación a nosotros: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5) también lo aquello otro que dijo San Pablo: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Fil 4,13). 

Por eso no tenemos derecho a tirar la toalla ni a desalentarnos, por muy dura que sea la batalla y por grandes que sean las heridas que recibamos.