sábado, 31 de diciembre de 2011

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (2 de 7) [José Martí]


La alegría no está reñida con el sufrimiento. Se puede sufrir y ser feliz, del mismo modo que se puede tener salud, físicamente hablando, y vivir con tristeza y amargura. De ambas experiencias podemos dar fe, tanto por haberlas vivido en nosotros mismos como por haberlas visto en las personas con las que nos relacionamos.

¿Dónde está el secreto? Ciertamente, el sufrimiento es un compañero continuo. A nadie le gusta sufrir. El ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, quien en la finca de Getsemaní, la noche en la que iba a ser prendido, “tomando a Pedro y a los dos hijos del Zebedeo, empezó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo”. Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, mientras oraba diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero que no sea como yo quiero, sino como quieras Tú” (Mt 26, 37:39). Así hasta tres veces. Esto podemos encontrarlo también en Mc 14, 32:42 y en Lc 22, 39:46.

Dios conoce el sufrimiento; lo ha experimentado Él mismo en la persona de su Hijo hecho realmente hombre. Jesucristo no amaba el sufrimiento. Ninguna persona que esté sana psíquicamente puede amar el sufrimiento en sí; y mucho menos un cristiano que pretenda ser como su Maestro. Los verdaderos cristianos no son masoquistas. En este punto hay todavía mucha gente ignorante que considera al cristiano como a una persona rara, que prefiere sufrir a pasarlo bien. Nada más lejos de la verdad, como hemos leído en los textos citados más arriba. Es precisamente lo contrario. Si el sufrimiento en sí fuese algo bueno, ¿cómo es que Jesús pasó su vida aliviando el sufrimiento de miles de personas, curando a los enfermos, devolviendo la vista a los ciegos; e incluso resucitando a los muertos? El sufrimiento es una consecuencia del pecado de Adán, pecado con el que todos nacemos (pecado original).

Jesús, como vemos, se compadecía de la gente que sufría; y ponía todo su empeño en ayudarlos. Las citas serían interminables. Baste algún ejemplo. Abro el Nuevo Testamento y leo: “Al desembarcar, vio Jesús una gran muchedumbre y se llenó de mucha compasión, porque estaban como ovejas sin pastor, y comenzó a enseñarles muchas cosas” (Mc 6, 34).En otro lugar se dice, después de la muerte de su amigo Lázaro que “cuando Jesús vio llorar a María, y que lloraban también los judíos que la acompañaban, se estremeció en su espíritu, se conmovió y dijo: “¿Dónde le habéis puesto?” Le dijeron: “Señor, ven y lo verás”. Jesús rompió a llorar” (Jn 11, 33:35). Rompió a llorar como un niño cuando vio el sufrimiento y el llanto de María y de aquellos que apreciaban a Lázaro… Y resucitó a su amigo Lázaro, quien, lleno de alegría, se fue a vivir con sus hermanas, Marta y María.

Aunque cambiamos momentáneamente de tema, es curioso observar cómo, en lugar de creer en Jesús, y de alegrarse por la resurrección de Lázaro, el Sumo Sacerdote Caifás y los fariseos, “desde aquel día decidieron darle muerte” (Jn 11, 53). Esto no deja de ser asombroso. Y, sin embargo, es un hecho innegable, constatado históricamente. Leyéndolo me viene a la memoria otro episodio del Evangelio, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro: cuando Epulón le pedía al padre Abrahán que enviara a Lázaro a casa de su padre y de sus hermanos, para que les avisara y que no vinieran, ellos también, a ese lugar de tormento en el que él se encontraba, “replicó Abrahán: “Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!” Y dijo Epulón: “No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán” (Lc 16, 29:30). Y aquí viene la respuesta de Abrahán: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos” (Jn 16, 31). Llama mucho la atención esta respuesta de Abrahán, que parece increíble, pero así es: recordemos que cuando Jesús resucitó a su amigo Lázaro, fue entonces, precisamente entonces, cuando los fariseos decidieron darle muerte.

El que ha decidido en su corazón no creer, seguirá sin creer, aunque presencie milagros. Sólo si abre su corazón, con sencillez y amor a la verdad, a la lectura atenta del Evangelio, que es la misma Palabra de Dios, sólo entonces podrá salvarse: de él depende. Tiene todos los medios a su alcance, pero debe hacer uso de ellos. Como sabemos, aunque es absolutamente cierto que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4), no es menos cierto que Dios permite el mal por respeto a la libertad del hombre. Como ya he comentado en otras ocasiones, Dios desea ardientemente una respuesta amorosa por nuestra parte, la cual sólo es posible desde la propia libertad personal. Eso sí, no debemos olvidarlo, cada uno responderá ante Dios del uso que ha hecho de la libertad que Él le ha concedido: “No os engañéis: de Dios nadie se burla. Lo que uno siembre, eso recogerá: el que siembra en la carne, de la carne cosechará corrupción; y el que siembra en el Espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna” (Gal 6,8).

¿A qué se refiere San Pablo cuando habla de la carne y del Espíritu? Escuchémosle: “Están claras cuáles son las obras de la carne: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya os he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley” (Gal 5, 19:23)

Volviendo al tema que nos ocupa, San Pablo escribe, en su carta a los hebreos: “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado.” (Heb 4,15). Jesucristo, que es verdadero Dios, es también verdadero hombre. Se hizo uno de nosotros; por lo tanto, puede comprendernos perfectamente, como ya hemos visto más arriba. Aunque lo más importante es que, habiéndose hecho hombre, nos ha dado la posibilidad de amarlo de tú a tú, en mutua reciprocidad de amor, que no otro es el sentido de la vida cristiana: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15).

Esto lo entendieron muy bien los apóstoles. Por enseñar en el nombre de Jesús fueron prendidos y los metieron en la cárcel. De ésta fueron sacados por un ángel del Señor. Luego volvieron a cogerlos; y ante la pregunta que les dirigió el Sumo Sacerdote: “¿No os habíamos ordenado expresamente que no enseñaseis en ese nombre? Y a pesar de eso habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre”. Pedro y los apóstoles respondieron: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech, 27:29). Los fariseos se enfurecieron y querían matarlos, pero aconsejados por Gamaliel, no lo hicieron; “y llamando a los apóstoles, los azotaron, les ordenaron que no hablaran en el nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos se retiraron gozosos de la presencia del Sanedrín por haber sido dignos de sufrir ultrajes a causa de su nombre” (Hech 5, 40:41).

Este es el secreto de la alegría del cristiano: no el deseo de felicidad, sino la elección libre de amar a Jesucristo por encima de todo, incluso de su propia vida, en respuesta al amor con el que se saben amados por Él: "Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6,33). La alegría, como segundo fruto del Espíritu, después del amor, es una de esas añadiduras. El cristiano encuentra la alegría de modo indirecto cuando en su mente y en su corazón no tiene otra cosa que no sea el cumplimiento de la voluntad del Padre, tal como hacía el mismo Jesús.

El cristiano que lo es de verdad intenta vivir haciendo suyas las palabras del apóstol Pablo a los Filipenses: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”(Fil 2,5:8). De todas las pruebas es ésta de la muerte la más dura de todas. De ello hablaremos en el próximo post.