sábado, 3 de octubre de 2015

El pecado, la muerte y la unión del cristiano con Jesucristo: el cuerpo Místico de Cristo (3 de 3) [José Martí]



Tal vez estemos ahora en mejores condiciones de comprender un poquito (dentro del misterio insondable) estas palabras del apóstol Pablo a los colosenses: "Ahora completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24).

[Si Cristo padeció por unos pecados que no había cometido, aunque asumió como propios, realmente ... es lógico que nosotros padezcamos también por unos pecados que, en este caso, sí que hemos cometido]

La Iglesia como cuerpo de Cristo aparece en infinidad de ocasiones: "Él [Cristo] es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 18). Se trata, como decimos, de un misterio y -por lo tanto- nos sobrepasa. Así, por ejemplo, en otro lugar se lee que la Iglesia "es santa e inmaculada" (Ef 5, 27), lo que tiene sentido puesto que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo ... y Cristo es Dios. En Dios no puede haber pecado ... luego la Iglesia es pura, santa e inmaculada. A pesar de las faltas de los miembros de este Cuerpo, que somos nosotros (los cristianos), la sustancia de la Iglesia permanece siempre pura, puesto que es el Cuerpo de Cristo: "Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de Él" (1 Cor 12, 22). 



Insistimos en esta idea, que representa una realidad, una realidad misteriosa, ciertamente, pero real ... de modo que la Iglesia es santa, pese a que haya pecadores en su seno. Propiamente hablando, los miembros de la Iglesia son los cristianos que viven conforme al sentir de la Iglesia, o sea, aquéllos que están en gracia de DiosLos que están en pecado mortal están en la Iglesia, pero no de una manera salvífica mientras permanezcan en su estado de pecado. 

[Según el cardenal Journet "la Iglesia no expulsa a los pecadores de su seno, sino sólo su pecado; continúa manteniéndolos en sí con la esperanza de poder convertirlos. Lucha en ellos contra el pecado que cometieron"]

Esa es la razón por la que la santidad de la Iglesia, que es la santidad misma de Cristo, nunca se mancha por los pecados de sus hijos. A este respecto podría recordarse que el mismo Jesús comparó la Iglesia con una red barredera que recoge buenos y malos peces (Mt 13, 47-50); con un campo donde la cizaña crece junto al trigo (Mt 13, 24-30); y con una boda en la cual uno de los invitados se presentó sin el traje nupcial (Mt 22, 11-14). 


Hay una encíclica especial, relativa a este tema, la "Mystici Corporis Christi", del papa Pío XII en la que se recoge toda la doctrina de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo.

[Al enlazar a la encíclica se obtiene una página escrita en Inglés. Para leer la traducción al español hacer clic aquí ]

El pecado, la muerte y la unión del cristiano con Jesucristo: el cuerpo Místico de Cristo (2 de 3) [José Martí]



Al igual que Jesucristo somos realmente hijos de Dios, hijos en el Hijo, hijos por gracia y no por naturaleza, pero realmente hijos y hermanos, por lo tanto, de Jesucristo, con quien formamos un único Cuerpo. Sólo en Él podemos dirigirnos al Padre y dar fruto. Separados de Él somos extraños a Dios y como el sarmiento separado de la vid nos secamos y nada podemos hacer en orden a nuestra salvación: "Ningún otro Nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos" (Hech 4, 12)]


Tal vez ahora podamos entender un poco mejor esas misteriosas palabras que utiliza san Pablo cuando dice a los colosenses: "Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3). Esto tiene una importancia trascendental en la vida de un cristiano y debe ser meditado y profundizado con asiduidad, pidiendole al Señor que nos conceda la comprensión de este misterio, en la medida en la que esto sea posible en esta vida, en la que estamos de paso. De ahí la expresión fuerte de san Pablo en su carta a los gálatas: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros" (Gal 4, 19). 

Y esto -y no otra cosa- es lo esencial en un cristiano y lo que lo diferencia de los demás: no la preocupación y el amor por el prójimo (un amor que, sin Cristo, es pura filantropía, en el mejor de los casos) sino la configuración con Jesucristo, nuestra transformación en Él, porque entonces nuestras obras son obras suyas y adquieren la eficacia propia de Jesucristo: "Os lo aseguro: quien cree en Mí hará las obras que Yo hago y las hará mayores que éstas" (Jn 14, 12). 

Para un cristiano, lo esencial no son los demás sino el Amor: "Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me sirve" (1 Cor 13, 3). No se trata de amar a los demás porque sí, sino porque en ellos está Dios. Y si no se hace con esa intencionalidad, de nada aprovecha. El Amor es a Dios ... y al prójimo por amor a Dios. 

[El olvido de Dios poniendo como pretexto el amor a los demás es una farsa. Imposible querer a nadie, de verdad, si el Amor no está en nosotros (¡y ese Amor es Dios mismo, no un dios inventado por el hombre, sino el Único Dios, Aquél que se manifestó en Jesucristo, haciéndose hombre para que pudiéramos salvarnos y ser amigos suyos!). Si esto no se entiende entonces no se ha entendido nada]

De ahí la enorme importancia del contacto directo con Jesucristo en el Sagrario: ahí está Él realmente. Todos los cristianos formamos, en Cristo, un solo Cuerpo, que es la Iglesia, del que nosotros somos los miembros y Cristo la Cabeza: "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los demás comparten su gozo. Pues bien: vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12, 26-27). 


Todo lo que lo ocurre a un miembro de ese cuerpo actúa sobre el resto del cuerpo, tanto lo bueno como lo malo. Así se explica que Santa Teresita de Lisieux fuese proclamada patrona de las misiones, siendo -como era- una monja de clausura (¡de las de antes!) y no habiendo salido del convento. La oración ferviente por los misioneros para que su labor produjese fruto abundante y llegase la Buena Noticia (que es Jesucristo) al mayor número posible de personas, fue realmente eficaz, sin salir del claustro. Y es que en la debilidad del ser humano es como mejor se manifiesta la grandeza del poder de Dios. La eficacia de la oración es la eficacia de Dios y Dios puede más que los hombres. Pero los hombres han perdido la fe, por desgracia. No se trata de "armar lío" sino de "hacer más oración"


(Continuará)