Nos lo ha entregado todo, al entregarse a Sí Mismo, en totalidad, en la Persona de su Hijo; y además, nos ha dado la capacidad de que podamos responderle, de la misma manera, con nuestra propia entrega. Esto no sería posible, humanamente hablando, pero con la venida del Hijo a este mundo, se nos ha dado un Don: este Don, que es el Espíritu Santo, es la propia Entrega que el Padre hace de Sí Mismo a su Hijo y que se identifica con la Entrega que el Hijo hace de Sí Mismo al Padre. Y este Don "ha sido derramado en nuestros corazones" (Rom 5, 5), haciendo posible lo que, por nosotros mismos sería imposible; y así, "no sabiendo pedir lo que conviene, el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8, 26).
El Espíritu del Hijo "enviado por Dios a nuestros corazones" (Gal 4, 6) clama en nosotros y nos presta su voz, de manera que, unidos al Hijo y en el Hijo, podemos decir, en verdad y con toda propiedad: "Abba, Padre" (Gal, 4, 6). Pues, aunque sea por Gracia y no por Naturaleza, realmente somos hijos de Dios (hijos en el Hijo): "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios ¡y lo seamos!" (1 Jn 3, 1)
Por lo tanto, tenemos ahora una posibilidad real de dar una respuesta Perfecta al Padre, hechos uno con el Hijo (en el Espíritu Santo), sin dejar de ser nosotros mismos, y conservando nuestra propia personalidad.
De este modo (y sólo de este modo) podemos amar a Dios con el mismo Amor con el que el Padre es Amado por el Hijo. Nuestra entrega al Padre, en el Hijo, siendo realmente entrega nuestra, pues no nos confundimos con el Hijo, se convierte así en la Entrega del propio Hijo (y de nosotros por Él, con Él y en Él) al Padre : una Entrega Perfecta, un Amor Perfecto.
Se hacen realidad las palabras del Señor cuando en la oración sacerdotal, después de la Última Cena, le rogaba a su Padre por sus discípulos: " Que todo sean uno: como tú, Padre, en mí y yo en tí, que también ellos sean uno en nosotros..." (Jn 17,21)