martes, 20 de septiembre de 2016

El Conmonitorio a cámara lenta (23): EL PROGRESO DEL DOGMA Y SUS CONDICIONES

Un capítulo especialmente importante, pensando en aquellos que critican a la Iglesia por su inmovilimo o por su rigidez. Nada más lejos de la realidad. La Iglesia progresa, como cuerpo vivo que es, y se desarrolla, pero permaneciendo siempre idéntica a sí misma ... y sin convertirse en algo distinto de lo que es. No es el cambio por el cambio lo que interesa, sino el amor a la verdad. Y esto puede y debe suponer algunos cambios con el paso del tiempo, pero nunca cambios esenciales. Es importantísimo estar prevenidos contra las tergiversaciones de la doctrina católica. Y, para ello, no debemos dormirnos sino andar siempre vigilantes y orando en todo tiempo.


23. Quizá alguien diga: ¿ningún progreso de la religión es entonces posible en la Iglesia de Cristo? Ciertamente que debe haber progreso, ¡Y grandísimo! ¿Quién podría ser tan hostil a los hombres y tan contrario a Dios que intentara impedirlo? Pero a condición de que se trate verdaderamente de progreso por la fe, no de modificación

Es característica del progreso el que una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; es propio, en cambio, de la modificación que una cosa se transforme en otra

 Así, pues, crezcan y progresen, de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la colectividad como del individuo, de toda la Iglesia, según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar, en el mismo dogma, en el mismo sentido, según una misma interpretación.

[In eodem dogmate, eodem sensu, eademque sententia. Esta frase clásica se recoge en el Concilio Vaticano I y también la recoge el papa San Pío X en el juramento antimodernista, que todo aspirante al sacerdocio debía hacer, pero que luego fue suprimido por el papa Pablo VI el 17 de julio de 1967]. 

Que la religión de las almas imite el modo de desarrollarse los cuerpos, cuyos elementos, aunque con el paso de los años se desenvuelven y crecen, sin embargo permanecen siendo siempre ellos mismos. Hay gran diferencia entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad; no obstante, quienes ahora son viejos son los mismos que fueron adolescentes. El aspecto y el porte de un individuo cambiará, pero se tratará siempre de la misma naturaleza y de la misma persona. Los miembros de un lactante son pequeños y más grandes los de los jóvenes, y siguen siendo los mismos. Tantos miembros tienen los adultos cuantos tienen los niños; y si algo nuevo aparece en edad más madura, ya preexistía en el embrión; así, nada nuevo se manifiesta en el adulto que ya no se encontrase de forma latente en el niño

No cabe ninguna duda de que éste es el proceso regular y normal del progreso, según el orden preciso y bellísimo del crecimiento: el crecer en la edad revela en los grandes las mismas partes y proporciones que la sabiduría del Creador había delineado en los pequeños. Si la forma humana adoptase con el tiempo un aspecto extraño a su especie, si se le añadiese o se le quitase algún miembro, necesariamente todo el cuerpo moriría o se haría monstruoso, o al menos se debilitaría.

Estas mismas leyes de crecimiento debe seguir el dogma cristiano, de modo que con el paso de los años se vaya consolidando, se vaya desarrollando en el tiempo, se vaya haciendo más majestuoso con la edad, pero de tal manera que siga siempre incorrupto e incontaminado, íntegro y perfecto en todas sus partes y, por así decir, en todos sus miembros y sentidos, sin admitir ninguna alteración, ninguna pérdida de sus propiedades, ninguna variación en lo que está definido.

Pongamos un ejemplo. Nuestros padres, en el pasado, han sembrado en el campo de la Iglesia el buen grano de la fe; sería por demás injusto e inconveniente si nosotros, sus descendientes, en lugar del trigo de la auténtica verdad tuviésemos que recolectar la cizaña fraudulenta del error (Cfr Mt 13, 24-30). En cambio, es justo que la siega corresponda a la siembra y que recojamos, cuando el grano de la doctrina llega a la madurez, el trigo del dogma. Si con el paso del tiempo, una parte de la semilla original se ha desarrollado alcanzando felizmente la plena madurez, no se puede decir que haya cambiado el carácter específico de la semilla; puede darse un cambio en el aspecto, en la forma, una concreción más precisa, pero la naturaleza propia de cada especie permanece intacta.

No suceda jamás, pues, que los rosales de la doctrina católica se transformen en cardos espinosos. No suceda jamás, repito, que en este paraíso espiritual donde retoñan el cinamono y el bálsamo, despunten a escondidas la cizaña y el acónito. Todo lo que la fe de los padres ha sembrado en el campo de Dios que es la Iglesia (1 Cor 3, 9), es lo que debe ser cultivado y custodiado por el celo de los hijos; solamente esto debe florecer, y no otra cosa; debe florecer y madurar, crecer y alcanzar la perfección. 

Es legítimo que los antiguos dogmas de la filosofía celestial, al correr de, los siglos, se afinen, se limen, se pulan; pero sería impío cambiarlos, desfigurarlos, mutilarlos. Adquieran, al contrario, mayor evidencia, claridad, precisión; pero es necesario que conserven siempre su plenitud, integridad, propiedad. 

Si se concediese, aunque fuera para una sola vez, permiso para cualquier mutación impía, no me atrevo a decir el gran peligro que correría la religión de ser destruida y aniquilada para siempre. Si se cede en cualquier punto del dogma católico, después será necesario ceder en otro, y después en otro más, y así hasta que tales abdicaciones se conviertan en algo normal y lícito. Y una vez que se ha metido la mano para rechazar el dogma pedazo a pedazo, ¿qué sucederá al final, sino repudiarlo en su totalidad? 

Si se empieza a mezclar lo nuevo con lo antiguo, lo extraño con lo que es familiar, lo profano con lo sagrado, en breve este desorden se difundirá por todas partes, y nada en la Iglesia permanecerá intacto, íntegro, sin mancha; y donde antes se levantaba el santuario de la verdad pura e incorrupta, precisamente en ese lugar, se levantará un lupanar de infamias y de torpes errores.

Que la misericordia divina mantenga alejado de la mente de los suyos este crimen; que esto no sea más que una locura de los impíos. La Iglesia de Cristo, custodio vigilante y prudente de los dogmas que le han sido confiados, no cambia nunca nada en ellos, ni les quita o añade nada; no rechaza lo que es necesario ni añade lo que es superfluo; no deja que se le escape lo que es suyo ni se apropia de lo que pertenece a otros. Al tomar cautelosamente con fidelidad y prudencia las doctrinas antiguas, sólo busca hacer con sumo celo lo siguiente: perfeccionar y perfilar lo que ha recibido de la antigüedad de una manera solamente esbozada; consolidar y reforzar lo que ha sido expresado con precisión; custodiar lo que ha sido ya confirmado y definido. 

En realidad, ¿qué fines se propuso obtener siempre la Iglesia con los decretos conciliares, si no ha sido el que se crea con mayor conocimiento lo que antes ya se creía con sencillez; que se predique con mayor insistencia lo que antes ya se predicaba con menor empeño; que se venere con mayor solicitud lo que ya antes se honraba con demasiada calma? 

Esto y no otra cosa ha hecho siempre la Iglesia con los decretos de los concilios, provocada por las innovaciones de los herejes: transmitir a la posteridad en documentos escritos lo que había recibido de nuestros padres mediante sólo la tradición; resumir en fórmulas breves una gran cantidad de nociones y, más frecuentemente, con el fin de ilustrar la inteligencia, especificar con términos nuevos y apropiados una doctrina no nueva.