sábado, 15 de octubre de 2011

Mi vocación al matrimonio (2 de 2)




¡Qué felices seríamos si fuésemos más sencillos y no complicáramos innecesariamente nuestra existencia! Porque no otra cosa desea el Señor para cada uno de nosotros: nuestra verdadera felicidad que, ciertamente, siempre va a ir unida a nuestra unión con Él: por supuesto que sí, pero cada uno según la vocación a la que ha sido llamado.

De haber sido más sencillo y más dócil a aquél que el Señor había puesto en mi camino para guiarme, de no haber dudado acerca de mi auténtica vocación (que era una vocación al matrimonio), de haber procedido así, sin duda hubiese vivido mucho más feliz y más tranquilo en aquella etapa de mi vida. La realidad es simple y no tan complicada como yo la tomé. No hay más que escuchar y poner por obra en nuestra vida las palabras del Señor: “Venid a Mí todos los que estéis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, y  hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). Y estas otras: "Si comprendéis esto y lo ponéis en práctica seréis dichosos" (Jn 13, 17)

Porque lo importante es estar junto al Señor: eso es lo único que realmente importa. ¿Qué más da ser sacerdote o ser padre de familia? Se trata de vocaciones  diferentes, pero ambas queridas por Dios. Nadie puede exigirle a Dios una determinada vocación. Dios llama libremente a quien quiere. Una vez que yo estaba ya seguro de que mi vocación era el matrimonio debería haber encontrado una gran paz en esa seguridad si lo hubiese aceptado en mi corazón, sin más. Cuando uno se complica la existencia innecesariamente no es todo lo feliz que Dios quiere que sea. Y sufre inútilmente por “problemas” que no son tales problemas, puesto que ya están resueltos. Ese ha sido mi caso.

¿Es triste?... ¡No!, pero sí es más doloroso: he aprendido por el camino más largo. En todo caso lo que importa, al fin y al cabo, es aprender, por aquello de "más vale tarde que nunca". Creo que en mí se cumple un poco aquello de que “Dios escribe derecho con renglones torcidos”.

Felizmente casado, en la actualidad, con una mujer que me quiere y a la que quiero, con tres hijos ya casados y cinco nietos (de momento), estoy inmensamente agradecido a Aquel que tanto me ha querido siempre y que me ha hecho ver, aceptar y valorar la importancia de mi vocación al matrimonio.

Porque, y esto es algo que deberíamos tener todos muy claro, “la vida del hombre sobre la tierra es milicia” (Job 7,1), es lucha. Y de un modo especial lo es para el cristiano. “He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe” (2 Tim 4,7), decía San Pablo. Y esto sirve tanto para los sacerdotes como para los laicos. Las palabras contenidas en la Sagrada Escritura, palabras inspiradas por el Espíritu Santo: “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4, 3); estas palabras valen para todos los cristianos, independientemente de cualquier otro tipo de consideraciones.

Y siendo esto así como lo es, ¿no es ya llegada la hora de ser sencillo y de dejarse de consideraciones inútiles y de componendas que para nada sirven? La respuesta es afirmativa. La única preocupación por la que deberíamos guiarnos los cristianos es la de hacer realidad en nuestra propia vida la voluntad de Aquél de quien todo lo hemos recibido. Sólo actuando de este modo podremos ser felices. Dice Dios en el libro del Levítico (o si se quiere, el autor bíblico, inspirado por el Espíritu Santo, que es lo mismo):  “Sed santos porque Yo, vuestro Dios, soy santo” (Lev 11,44), palabras que son citadas también por San Pedro (1 Pet 1, 16). Y Dios nunca exige de nosotros nada que no podamos cumplir, porque siempre contamos con su gracia y con su ayuda, que jamás nos faltarán. "Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (! Cor 10, 13)

Pienso que ese debe ser nuestro empeño: conformar nuestra vida a la de nuestro Señor quien en la noche del huerto de los olivos, dirigiéndose a su Padre, puesto de rodillas oraba con una intensidad tal que ni siquiera podemos sospechar: “Que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42b). Y así hemos de proceder también nosotros cuando aparezcan contrariedades en nuestra vida. Yo debo confesar que, en la medida en que he actuado de este modo, he encontrado la alegría, aquella que procede de vivir conforme al querer del Señor; y cuando no lo he hecho, he constatado que el apartarse de los planes que Dios reserva para cada uno conduce a la tristeza; una constatación que me ha servido de mucho, pues Dios conduce siempre al buen camino a aquellos que reconocen sus fallos.

Por eso, a la vista de lo que ha sido mi vida hasta ahora, quiero que mi vivir continúe siendo un vivir agradecido, procurando aquello que decía San Pablo: “Una cosa intento: olvidando lo que queda atrás, persigo lo que está delante, lanzándome hacia la meta, hacia el premio de la excelsa vocación de Dios en Cristo Jesús” (Flp  3, 13-14). Y en otro lugar: “cualquiera que sea el punto al que hayamos llegado, caminemos en esa misma dirección” (Flp 3, 16)

En nuestra lucha por llegar hasta el Señor, los cristianos debemos correr la prueba que se nos ofrece mirando siempre hacia adelante, conscientes de que Él, ante nuestro sincero arrepentimiento, nos ha perdonado; nuestros pecados han quedado eliminados, han desaparecido completamente, por pura gracia de Dios. Y luego está lo más importante de todo; y es que el Señor nos está esperando con ansias, desea con anhelo indecible que volvamos a Él, como en la parábola del hijo pródigo el Padre deseaba el regreso de su hijo, que se había perdido (en el sentido más fuerte de esta palabra).

No debemos cejar en esta lucha por la santidad, pues nuestra misión es la de ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”: un mundo que está corrompido y que odia a Cristo y a los cristianos.  Ésta es la condición normal del cristiano, si es verdaderamente discípulo de Jesús. De hecho, esta persecución debe ser motivo de gozo porque nos une a Jesús más intensamente, nos hace parecernos más a Él: “Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a Mí primero que a vosotros” (Jn 15, 18).  No debemos extrañarnos como si de algo raro se tratase: “Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecuciones” (2 Tim 3, 12), nos dice San Pablo en su segunda carta a Timoteo. Tenemos, por ejemplo, el testimonio de los apóstoles que, después de haber sido azotados y conminados por el Sanedrín para que no hablasen en el nombre de Jesús, “se fueron contentos… porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús; y en el templo y en las casas no cesaban todo el día de enseñar y de anunciar a Cristo Jesús” (Act 5, 41-42).

En cantidad de ocasiones Jesús les dice a sus discípulos que no tengan miedo. Y podemos tener una absoluta seguridad en sus palabras cuando resuenan en nuestros oidos aquellas otras que pronunció después de resucitado y poco antes de su ascensión a los cielos: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,20). Estas palabras son realmente consoladoras, porque provienen de Aquel que es verdadero Dios, además de ser verdadero hombre (y que, por lo tanto, no nos puede engañar); y que, además, nos ama con verdadero amor y desea que también lo amemos con el mismo amor con el que nosotros somos amados por Él.

Y lo que posiblemente sea lo más importante de todo (aunque todo lo que se refiere a Él es siempre importante): debemos de grabar muy bien en nuestra mente y en nuestro corazón aquellas palabras que dijo Jesús en la parábola del buen Pastor: “Yo conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a Mí” (Jn 10, 14). “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás ni las arrebatará nadie de mis manos” (Jn 10, 27-28). Y poco más adelante, sigue diciendo hablando de sus ovejas: “… Nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30).

Esto es ciertamente tremendo y conmovedor: La conciencia (posible únicamente por la fe, que es puro don de Dios) de que somos sus ovejas, de que Él nos conoce personalmente a cada uno y penetra en lo más profundo de nuestro corazón y, sobre todo, el conocimiento de que nadie nos arrebatará de sus manos es algo más que suficiente para colmar de alegría a un cristiano que no se avergüenza de serlo. Le pertenecemos. Así lo dice el salmo 100: “Sabed que el Señor es Dios: Él nos hizo y somos suyos, somos su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 100,3). Llegará un momento en el que se harán realidad aquellas palabras del Señor dirigidas a sus apóstoles: “Ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16, 22).

Se trata, además, de una alegría que, en cierto modo, ya ha comenzado en esta tierra, y que va “in crescendo” en la misma medida en que vamos conociendo más y mejor al Señor y nuestro corazón no desea ninguna otra cosa que hacer sólo lo que le agrada. En tanto en cuanto “estas cosas” se vayan haciendo realidad en nuestra vida, entonces –y sólo entonces- seremos verdaderamente luz del mundo, como lo era el Señor; y esto por una razón muy elemental y fácil de entender: porque nuestra vida ya no es nuestra, sino que le pertenece a Él: le hemos dado nuestra vida y Él nos ha entregado, a cambio, la suya; de modo que es su Vida la que vivimos: “Con Cristo estoy crucificado y vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20).

Esa es la meta a la que aspiramos; en realidad es lo único que da sentido a nuestra vida. Cuando la gente nos mire, debe de “ver” a Jesucristo en nosotros, los que somos cristianos por pura gracia divina. Nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestro corazón no son ya los nuestros, que se los hemos dado a Él; y se han convertido en los pensamientos, los sentimientos y el corazón de Jesús, cumpliéndose en nosotros aquellas palabras que dirigió Él mismo a sus apóstoles: “Brille así vuestra luz en medio del mundo para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los Cielos” (Mt 5, 16)