sábado, 8 de octubre de 2011

Mi vocación al matrimonio (1 de 2)



Dios me ha concedido unos dones, al crearme. El primer don, sin el cual los demás dones no serían posibles, es el don de la vida. Luego he recibido el bautismo, por el cual he pasado a ser, además, hijo de Dios. He crecido en el seno de una familia cristiana, unos padres buenos, aunque sin estudios y con poca formación. He sido monaguillo durante siete años; y he conocido y he querido al Señor desde muy niño; aunque es muy cierto que también he sido educado (de modo exagerado) con la idea del temor, del miedo al demonio y a los posibles castigos que sufriría si me desviaba del buen camino. En ese aspecto mi formación ha sido bastante deficiente, en el sentido de que se ha hecho más hincapié en el temor que en el amor. En todo caso, independientemente de la educación recibida hay algo que es ineludible: mi reacción personal con respecto a lo que he recibido, tanto si ha sido erróneo como acertado. Con esto me refiero a que lo cierto y real es que no puedo culpar a nadie de lo que es la responsabilidad de mi propia vida: "Cada uno recibirá la recompensa conforme a su trabajo" (1 Cor 3,8). Yo estoy muy agradecido a mis padres, así como a mi abuela paterna, que fue a la única que conocí y la que me enseñó a rezar. Porque eso es lo que hay que buscar siempre en las personas, lo bueno (siempre encontraremos también defectos, pero ¿quién no los tiene?). Si en algo no he actuado como es debido, la responsabilidad última es sólo mía. Pienso que lo correcto y lo que Dios quiere es que procedamos conforme al consejo de San Pablo: "Probadlo todo y quedaos con lo bueno" (1 Tes 5, 21).

Por otra parte, he tenido la suerte inmensa (providencial) de encontrar a un sacerdote santo, que ha influido de modo decisivo en mi vida, en lo que concierne al conocimiento del inmenso amor que Jesús tiene por mí, de un modo único y total. Gracias a él (o si se quiere, por medio de él) Dios se ha servido para hacerme entender que su Amor es lo único que verdaderamente importa, aquello sin lo cual esta vida carece de sentido.

He pasado por muchos avatares en mi vida, como todo el mundo. Inicialmente estaba convencido, desde bien pequeño, de que tenía vocación sacerdotal. A los 18 años, en una conversación con mi director espiritual, estuvimos considerando la posibilidad de que tal vez mi camino no fuese el del sacerdocio. Yo así lo pensé también, y actué en consecuencia. Aun así, durante bastante tiempo he estado obsesionado con la idea de que, al haber tomado la decisión de optar por otro camino diferente al del sacerdocio, estaba alejándome de mi verdadera vocación, y estaba siendo infiel al Señor. 

Digamos que me faltó firmeza y convicción auténtica en la decisión que tomé, cuando lo que tenía que haber hecho era algo tan sencillo como haberme fiado de aquel que Dios había puesto en mi camino como mi director espiritual; y haber visto en ello la verdadera voluntad del Señor acerca de mi vida.  

Yo sé que la vocación al sacerdocio es algo muy personal que hace referencia a Dios y a mí mismo; y que nadie más puede conocer; ni siquiera tu director espiritual. La vocación sacerdotal supone una llamada especial de Dios a dejarlo todo por Él, y a seguirle, con todas sus consecuencias. Pero también sé que cuando Dios llama a alguien al sacerdocio, la persona que ha sido llamada conoce perfectamente la realidad de dicha llamada, con una seguridad absoluta; y de lo cual no le cabe la menor duda. Dios no nos puede encomendar una misión si no nos da, de algún modo, la seguridad de que eso es realmente lo que Él quiere de nosotros. Y yo no tenía esa seguridad.

Otro problema diferente es la generosidad en la respuesta que le demos al Señor; puesto que puede ocurrir que Él nos llame realmente, y que nosotros volvamos la mirada a otra parte, como si esa llamada no fuera con nosotros (cuando sabemos con seguridad que esa llamada va dirigida, de un modo muy directo, a nuestro corazón); y eso sería más grave.

En todo caso, lo cierto y verdad es que, ante la más mínima duda acerca de la propia vocación, es conveniente (e incluso necesario: ¡en mi caso lo fue!), la docilidad a un buen director espiritual, que nos conozca bien, que nos quiera de verdad y que sólo desee nuestro verdadero bien. Yo tuve la suerte de encontrar a un sacerdote así, que me aconsejó bien, sin imponerme nada.  

Si yo hubiera tenido clara mi vocación, pues como ya he dicho “la decisión sobre la vocación es algo muy personal, entre Dios y yo”,  le habría contestado que mi vocación era la que era; y que, sencillamente estaba pasando por una etapa de crisis. Que esa etapa pasaría y dejaría su lugar a otra etapa más luminosa.

Pero no era ese mi caso...Dadas las circunstancias, en aquellos momentos, estaba claro que Dios no me pedía que fuera sacerdote. Y en ese sentido, mi decisión fue acertada, al aceptar  la voluntad de Dios (una voluntad que Dios me hizo conocer a través de este santo sacerdote). La decisión que tomé suponía echar por tierra la idea (que yo tenía fuertemente arraigada) de que mi vida no la podía entender si no era siendo sacerdote.

Lo que era verdad, aunque siendo honrado conmigo mismo debo admitir que esta idea era algo a la que yo estaba aferrado por distintas "razones" basadas, en gran medida, en la opinión que la gente que me conocía, se “pudiera” hacer de mí, como si el proyecto de mi vida dependiese de la “posible” (y casi con toda seguridad “inexistente”) opinión de los demás. 

En definitiva: una vocación basada en una visión errónea de la realidad no puede ser una vocación verdadera. Y es por eso que tuviera tantas dudas (dudas razonables) acerca de mi verdadera vocación. "Inmadurez" sería, tal vez, la palabra que podría definirme “en ciertos aspectos”.  

El estar tan aferrado a la opinión de los demás perjudica mucho, tanto en lo humano como en lo espiritual: sólo el juicio de Dios es el que importa, el que es conforme a verdad; y no lo que los demás piensen o puedan pensar (o pienso yo que piensan o que puedan pensar)… Ni siquiera lo que yo piense tiene demasiada importancia.

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