lunes, 22 de enero de 2018

El problema del mal a la luz del Evangelio (José Martí)


La comprensión completa de todos aquellos acontecimientos que nos hacen sufrir escapa a nuestra capacidad natural y nos introduce en el misterio y en lo sobrenatural

En estos casos no podemos sino admitir que tampoco nosotros lo entendemos. ¿Y cómo íbamos a entenderlo si, como digo, es un misterio? Tenemos que acudir, por lo tanto, a la Biblia, que es Palabra de Dios. Es de ahí -y sólo de ahí- de donde podremos obtener alguna luz y llegar a comprender, aunque sea un poco, que el modo de ser y de actuar de Dios no se corresponde casi nunca con lo que a nosotros nos parece que debería de ser. Así se lee, por ejemplo, en el profeta Isaías: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni vuestros caminos mis caminos" (Is 55, 8) 
Lo que escribo a continuación son reflexiones sobre pasajes bíblicos, en particular del Nuevo Testamento, con vistas a aclarar y ordenar mis ideas; y con la intención y el deseo de que también puedan servir, aunque sea sólo un poco, a aquellos que las lean. 

Comencemos con un pasaje del Evangelio de san Lucas
"Llegaron en aquel momento unos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Y en respuesta les dijo: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque sufrieron tales cosas? Os digo que no; y si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no hacéis penitencia, pereceréis todos del mismo modo" (Lc 13, 1-5)
Algo semejante encontramos en el Evangelio de san Juan, en el episodio de la curación del ciego de nacimiento:
"Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: "Rabbí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?". Respondió Jesús: "Ni peco éste ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de de Dios" (Jn 9, 1-3)
Rápidamente podemos deducir de aquí que, a título personal, las contrariedades -de todo tipo- con las que nos encontremos en nuestra vida no son -en principio- consecuencia de nuestros pecados. La lección que Jesús nos da es doble: por una parte, la necesidad que TODOS -no sólo algunos- tenemos de hacer penitencia y convertirnos a Dios, si queremos salvarnos. Y, por otra, la conciencia y la seguridad, que no debemos perder nunca, de que "Dios hace confluir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rom 8, 28)

La cuestión podríamos plantearla de la siguiente manera:

Aunque es cierto que el sufrimiento, las enfermedades y la muerte entraron en el mundo debido al pecado de nuestros primeros padres, sin embargo, se dan continuamente casos de personas santas con grandes sufrimientos y personas soberbias e injustas que gozan de buena salud corporal. ¿Es Dios injusto actuando así o, mejor expresado, permitiendo que eso ocurra?
Antes de nada, es preciso distinguir  entre el pecado de origen o de naturaleza, con el que todos nacemos ... y el pecado personal. Por el primero nuestra naturaleza humana está caída y presa de dolores y de todo tipo de adversidades que nos hacen sufrir, la más importante de las cuales es la muerte. El pecado personal, en cambio -y, en principio, que no siempre- no está relacionado, de por sí, con la salud corporal, aunque sí con la salud espiritual, con la salud de nuestra alma, la cual es más importante que la del cuerpo, como el espíritu es superior a la materia. Vistas así las cosas, es preferible tener el alma sana a tener el cuerpo sano, aunque lo deseable, lógicamente, es que todos deseemos -y así se lo pedimos a Dios- tener salud en sentido íntegro: salud del cuerpo y salud del alma. Nadie, en su sano juicio, desea sufrir.
Por otra parte, tenemos estas palabras de Jesús:
"Si tu mano o tu pie te escandaliza, cortártelo y arrójalo lejos de tí. Más te vale entrar en la vida lisiado o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo te escandaliza, sacátelo y tíralo lejos de tí. Más te vale entrar con un solo ojo en la Vida que con los dos ojos ser arrojado al abismo del fuego" (Mt 18, 8-9)
Y estas otras:
"No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed, sobre todo, al que puede arrojar el alma y el cuerpo en el infierno" (Mt 10, 28).
En ellas se pone de manifiesto que nuestro auténtico horror ha de ser hacia el pecado, que es lo que nos puede separar de Jesús. Los que pueden matar el alma: ésos son los que nos tienen que dar miedo; no un miedo paralizante, por supuesto. Pero sí un miedo razonable, en el sentido de ser prudentes, por un lado; y por otro, confiar plenamente en Dios, quien "no permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, sino que, con la tentación nos dará la fuerza para que podamos superarlas" (1 Cor 10, 13). Además, siempre resuenan en nuestros oídos estas maravillosas  palabras de Jesús: "En el mundo tendréis tribulación; pero confiad: Yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33)

Sabiendo que "TODOS los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución" (2 Tim 3, 12) un cristiano no puede sentirse defraudado ni triste cuando no es comprendido o si es perseguido. Más bien es lo contrario"¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!" (Lc 6, 26). El cristiano debe contar con la persecución como algo inherente a su condición de cristiano, si es que realmente desea ser cristiano, puesto que, como dijo Jesús a sus discípulos: "No es el siervo más que su Señor. Si a Mí me persiguieron también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 20).
Entonces, ¿qué? ¿Qué es lo que nos quiere decir el Señor?
Es sencillo: si mantenemos en Él nuestra fe y nuestra confianza, nada podemos temer"Si Dios está  con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rom 8, 31). "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación o la angustia, la persecución o el hambre, la desnudez, el peligro o la espada?" (Rom 8, 35). "Sobre todas estas cosas triunfamos por Aquél que nos amó. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna, podrá separarnos del amor De Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8, 37-39)
Ésta es la clave ... y no hay otra: el amor a Jesucristo por quien nos lo jugamos todo, porque incluso en nuestra vida podemos hacer realidad estas palabras que san Pablo escribía: "Habéis muerto y vuestra vida está escondida, con Cristo, en Dios" (Col 3, 3). "Estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús" (Rom 6, 11)
Lo importante no son las enfermedades o el sufrimiento sino la unión íntima con Jesús. Como decía santa Teresa: "Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta". No es el dinero, ni los goces mundanos o las posesiones, en la medida en la que se está apegado a todo eso, lo que nos va a proporcionar la felicidad que anhelamos. En absoluto. Sólo en Cristo podemos hallarla. Así lo decía san Agustín: "Nos hiciste, Señor, para Tí. Y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que descanse en Tí"
Con relación al tema de la injusticia de Dios, es preciso decir que si se piensa que Dios es injusto -por las razones que sean- se está incurriendo en un grave error. Hablándole a sus discípulos les dijo: "Vuestro Padre, que está en los cielos, hacer salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos y pecadores" (Mt 5, 45).  Y en los salmos se lee que "Dios no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas" (Sal 103, 10). 
Y lo más importante de todo, con relación al sufrimiento de los inocentes: ¿Acaso ha existido ni existirá criatura más inocente, más noble, más buena, que nuestro Señor Jesucristo, el Justo entre los justos? Y, sin embargo, tomó sobre sí nuestros pecados, haciéndolos suyos (cuando Él jamás cometió pecado) para hacer posible nuestra Redención y nuestra entrada en el cielo: "A Aquél que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él" (2 Cor 5, 21).
¿Cabe mayor injusticia que la que nosotros cometimos con Aquél que vino para salvarnos? ¿Acaso Él se merecía la muerte y, además, una muerte en la cruz? Jesús murió (entregando voluntariamente su vida) por unos pecados que no había cometido. Y sufrió horriblemente todo tipo de ignominias por amor a nosotros, para hacer posible que, quien quisiera, pudiera salvarse. 
¿Qué de particular tiene si sufrimos por unos pecados que nosotros sí que hemos cometido? "No hay distinción: todos han pecado  y se han privado de la gloria de Dios. Son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la Redención que está en Cristo Jesús" (Rom 3, 23-24).
¿Acaso es Dios responsable de tantos males que existen en el mundo? Guerras, calamidades, hambre, injusticias y todo tipo de sufrimientos. Todo ello tiene su raíz en el pecado original que, como hemos dicho, es un pecado de naturaleza ... al cual, por desgracia, añadimos nuestros propios pecados personales. "¿Acaso quiero yo la muerte del impío -dice el Señor- y no que se convierta de su mal camino y viva?" (Ez 18, 23)
Haciendo un símil entre los incendios de Portugal y la torre de Siloé (Lc 13, 4-5), el Señor podría decir: ¿Creéis que aquellos sesenta y cuatro que murieron en el incendio de Portugal del 17 de junio de 2017 eran más culpables que los demás habitantes de Portugal ... o del mundo? Os digo que no; y si no hacéis penitencia, pereceréis todos igualmente.
Y precisamente a esto es a lo que se refiere el Señor cuando continúa hablando después de lo de la torre de Siloé ... y aparentemente lo que dice no tiene ninguna relación con ese hecho. Sin embargo, las palabras de Jesús son Espíritu y Vida y nunca habla por hablar. Luego es preciso reflexionar con tranquilidad sobre ellas y tal vez, con la ayuda del Señor, encontremos en sus Palabras la explicación a nuestra ignorancia. 
Dice así Jesús"Conviene que nosotros hagamos las obras de Aquél que me ha enviado mientras es de díapues viene la noche, cuando nadie puede trabajar.  Mientras estoy en el mundo, soy Luz del mundo" (Jn 9, 4, 5). 
Reflexionemos un poco sobre estas palabras del Señor:
¿A qué obras se refiere Jesús? ¿Cuáles son esas obras que nos conviene hacer? Y la respuesta nos viene dada en el Evangelio, de la boca del mismo Jesús: "Ésta es la obra de Dios: que creáis en Aquél a quien Él ha enviado" (Jn 6,29). ¿Podemos encontrar también aquí (puesto que ya se ha hablado de ello) una respuesta a la pregunta inicial, la que se refiere al sufrimiento de los inocentes? Hagamos un esfuerzo:
Mientras es de díaes decir, en el transcurso de nuestra existencia, nos conviene, con vistas a nuestra salvación eterna, hacer la obra de Dios, es decir: creer en Jesucristo, como Aquél que el Padre ha enviado y fuera del cual no hay salvación posible. 
Esta fe en Jesús debe impregnar la vida de un cristiano. "Para mí la vida es Cristo" (Fil, 1, 21) decía san Pablo. Y así debe de ser para todos los cristianos. Cristo ha de ser nuestra vida y nuestro todo. Ésa es la obra que Dios quiere que hagamos, ése es el sentido de nuestra existencia, la razón para vivir. Y merece la pena. Realmente, merece la pena. De este modo podremos ser felices ya aquí en esta vida (aun cuando suframos) y luego, con Él, en el cielo, por eternidad de eternidades.  
Porque, además, Él está con nosotrosY Él es la Luz que nos ilumina para que no nos perdamos. Por eso nuestra mirada debe de estar siempre pendiente de la suya. Procurar conocer en cada instante lo que Él desea de nosotros para cumplirlo inmediatamente, con generosidad y alegría: ése ha de ser el objetivo de nuestra vida, pues eso es lo que el Señor quiere para nuestro propio y verdadero bien.
Y, como digo, está con nosotros: está en el mundo. Y lo está de una manera real, no sólo en el recuerdo, como alguien podría pensar.  Lo está con su cuerpo, sangre, alma y divinidad en la hostia consagrada, en la Eucaristía, en el sagrario. Y podemos acudir a Él en todo momento, con la seguridad de ser escuchados y comprendidos. 
Esto lo sabemos por la fe. Pero es que "la fe es seguridad de las cosas que se esperan" (Heb 11, 1). Una seguridad mayor incluso que la que nos pueden proporcionar nuestros sentidos corporales que tantas veces nos engañan. De hecho, ¡cuántas personas hay que vieron corporalmente a Jesús mientras vivía en esta tierra y, sin embargo, no creyeron en Él y no llegaron a conocerlo ni a amarlo, a pesar de todas las obras y milagros que hizo durante su vida mortal! 
"En Él estaba la vida, y la vida era La Luz de los hombres. La Luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron" (Jn 1, 4-5). "Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Sin embargo, a cuantos le recibieron les dio la capacidad de hacerse hijos de Diosa los que creen en su Nombre, los cuales no han nacido de la sangre ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios" (Jn 1, 11-13).
Viene la noche, cuando ya nadie puede trabajar, nos dice Jesús. Tenemos toda la vida que Dios nos ha dado para que nos dejemos iluminar por Él. Si lo rechazamos, pero reconocemos nuestros pecados y, arrepentidos y con propósito de enmienda,  acudimos al sacramento de la Penitencia, Él nos perdona, a través del sacerdote, que actúa "in Persona Christi". Este perdón podemos alcanzarlo siempre que nos volvamos a Él, arrepentidos. Ninguna otra cosa desea más, porque nos ama. Eso sí: es preciso dejarnos iluminar por Él: reconocer en Él "la Luz verdadera  que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Jn 1, 9).
Sin embargo, cuando llega el momento de nuestra muerte, que esa es la noche, ya no es posible trabajar. Es el momento del juicio: "Cada cual recibirá la recompensa según su trabajo" (1 Cor 3, 8), es decir, según el amor que profesó a Jesús mientras vivía, "mientras era de día". No nos conviene vivir engañados, sino vivir en la verdad, por nuestro propio bien y el de los que nos rodean: "No os engañéis: de Dios nadie se burla. Pues lo que el hombre siembre, eso mismo cosechará" (Gal 6,7).
Entonces, si esto es así, como lo es, nuestra vida ha de ser un esfuerzo, continuamente renovado, por hacer realidad en nosotros la vida misma de Jesús. Y entonces, podrá haber torres de Siloé que caigan y maten a dieciocho o incendios en Portugal que maten a sesenta y cuatro ... o cualquier otro tipo de adversidad, por muy dura que sea. Porque esa es la lección que, a mi entender, debemos aprender. Se trata de una exhortación a la vigilancia:
"Tened ceñidos vuestros cinturones y encendidas vuestras lámparas. Estad como los criados que aguardan a su amo cuando vuelve de las bodas, para abrirle apenas llegue y llame. Dichosos los siervos a quienes al llegar el amo encuentre vigilantes. Os lo aseguro: se ceñirá la cintura, los pondrá a la mesa y los servirá de uno en uno". (Lc 12, 35-37)
Y en lo que a la justicia se refiere no tenemos más que pensar en la parábola del juez injusto (Lc 18, 1-8). Cómo éste atendió a las peticiones de una viuda, no porque ésta le cayera bien, sino para que no le molestara ni le importunara más. Entonces dijo Jesús:
"¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y tendrá compasión de ellos? Os lo aseguro: les hará justicia enseguida" (Lc 18, 7-8a). Ésta es la confianza que tenemos. Y que nada ni nadie puede ni debe empañar. 
No obstante, acaba el Señor diciendo unas palabras que son inquietantes, porque la situación actual de apostasía general es un hecho más que comprobado. "¿Pensáis que cuando venga el Hijo del Hombre encontrará fe en la tierra?" (Lc 18, 8b)
Pese a lo cual no debemos de tener miedoY sí seguir fiándonos de las palabras de Jesús, que son sumamente consoladoras: "Cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se aproxima vuestra Redención" (Lc 21, 28) 
José Martí 

Importancia esencial de la pobreza en el sacerdocio (P. Alfonso Gálvez)

Duración 23:32 minutos

Homilía pronunciada hace cinco años, el 23 de enero de 2013, el día en el que se celebraba el santo del padre Alfonso.