miércoles, 11 de noviembre de 2015

El misterio de la cruz y la confianza en Dios


La cruz de Cristo, humanamente hablando, no cabe en la mente humana: "Cristo crucificado es escándalo para los judíos y locura para los gentiles" (1 Cor 1, 23). El lenguaje de la cruz y de la entrega amorosa de la propia vida hasta la muerte (si fuese preciso) no puede entenderse si no es viéndolo todo desde la perspectiva de Jesus. Y tiene sentido por la sencilla razón de que, al hablar de Jesús, nos estamos refiriendo a Dios, a Aquél por quien todo fue hecho y sin el cual nada se hizo (Jn 1, 3), Dios hecho hombre: "En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos" (Hech 4, 12).

Todo cristiano debería de tener muy claro que su vida no tiene (ni puede tener) otro sentido si no es el de parecerse a su Maestro ... y no debe tratarse de una semejanza cualquiera, sino de una identificación con Él, de un conformar la propia vida a la suya, hasta el punto de poder decir, con san Pablo: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). Esa es la meta a la que aspiramos los cristianos: aspiración cuyo logro sería imposible de llevar a cabo si no fuese porque contamos con Su gracia ... pero sabemos que ésta no nos va a faltar, si ponemos de nuestra parte.

Y lo primero que tenemos que hacer para poder llegar a esa unión con Él es conocerlo; saber cómo pensaba y cómo sentía Jesús; a lo cual se llega mediante la lectura de los Evangelios y del Nuevo Testamento. Aunque esto no sea, ni mucho menos, suficiente es, al menos, el primer paso.

A modo de ejemplo, podemos escuchar el retrato que de Jesús nos hace San Pablo en su carta a los filipenses, cuando les dice: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a Sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2, 5-8). Y en otro lugar, a los corintios: "Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza" (2 Cor 8, 9).

Éste es Jesús. Así piensa y actúa. Su motivación para hacer lo que hizo es el Amor. Y la explicación de ese Amor es el propio Amor ... ¡no son nuestros méritos! ... lo cual es incomprensible, pero real. Así ama Dios. Y los cristianos, como discípulos suyos que somos, estamos llamados a amar del mismo modo.

Recordemos que cuando se habla de Amor deben de haber, al menos, dos personas. En el amor divino-humano, esa dualidad tiene lugar entre Dios y cada uno de nosotros, de manera única e irrepetible. La calidad de este amor mutuo va a depender, en gran medida, de nuestra generosidad para con Él; de hasta qué punto estamos dispuestos a entregarle nuestra vida al Señor (toda nuestra vida) y ponerla a su disposición, porque Él ya nos ha entregado la Suya por completo.

Y, sin embargo, aun siendo cierto, como lo es, que no existe un modo más auténtico para expresar el verdadero amor que éste de compartir la vida y la existencia de la persona amada, también lo es -y en la misma medida- que nuestra naturaleza es una naturaleza caída, aunque redimida, a consecuencia de lo cual experimentamos una incapacidad radical para lograr este objetivo; y podemos decir perfectamente con san Pablo: "No hago el bien que quiero sino el mal que no quiero" (Rom 7, 19).

Dicho lo cual, es necesario añadir que eso no nos debe de llevar, en modo alguno, al desaliento. Todo lo contrario: experimentar en nosotros tal desgarro interior puede y debe conducirnos a poner nuestra confianza completamente en el Señor: "Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza" (2 Cor 12, 8).

Y ocurre, de este modo, que lo que era un mal (¡y lo era!) nos ha servido, sin embargo, para conocernos mejor a nosotros mismos y para ganar en humildad; y, sobre todo, nos ha llevado a darnos cuenta de que sin Él estamos absolutamente perdidos. Le necesitamos. Se cumplen también en nosotros, de alguna manera, aquellas palabras que dirigió san Pablo a los corintios, refiriéndose a sí mismo: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Cor 12, 10). Dios no nos abandona a nuestras solas fuerzas, porque entonces caeríamos sin remedio. Y no es eso lo que Dios quiere, puesto que nos ama.

Eso sí: es preciso que acudamos a Él, conscientes de que solos, abandonados a nuestras solas fuerzas, no podemos hacer nada. Eso nos situará en la realidad de lo que verdadermos somos ... Y entonces entenderemos mejor la profunda verdad que encierran las palabras que Jesús les dirigió a sus discípulos cuando les dijo: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15, 5) ... pero, al mismo tiempo, entendermos que son igualmente ciertas estas otras palabras del apóstol Pablo: "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Fil 4, 13) 





Y estaremos, entonces, en condiciones de entender que "todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios" (Rom 8, 28) ... y si somos humildes, llegaremos a la conclusión de que nunca hay motivo para el desaliento, suponiendo que actuamos conforme a la voluntad de Dios.

No debe de extrañarnos, por lo tanto, el vernos incapaces de comprender ciertas cosas que pertenecen al ámbito de lo sobrenatural. Pero ante ello debemos de tener la humildad suficiente para aceptar esa incapacidad natural. Al fin y al cabo, el entendimiento de las realidades sobrenaturales, por definición, es algo que nos sobrepasa. Sin la fe es imposible.

Y claro está: la fe es un don de Dios, es pura gracia. Nadie puede adquirirla por sí mismo, por mucho que se esfuerce. La fe no es el resultado de nuestro esfuerzo. Éste fue el error de Pelagio, que incurrió en herejía. Sólo Dios puede concedernos la fe. ¿Se la concede a todos? ¿Tenemos que poner nosotros algo de nuestra parte?

Bueno, acudamos a ver lo que nos dice la palabra de Dios: "Un corazón contrito y humillado, Señor, Tú no lo desprecias" (Sal 51, 19). Éste es el sacrificio grato a Dios: nuestra humildad, el reconocimiento de nuestra impotencia para el bien. Y, desde luego, no nos puede caber la menor duda de que Dios no negará nunca la gracia de la fe a todo aquél que, esforzándose al máximo y poniendo todo cuanto esté de su parte, llegue al reconocimiento, tranquilo y humilde, de que, en verdad -por sí mismo- nada puede ...

Ante ello, Dios (que no se deja vencer en generosidad) le concederá cuanto pide y le dará la fe que necesita. Es en este ambiente de confianza en el que debemos de movernos los que aspiramos a identificarnos con Jesucristo y ser una sola cosa con Él. Si aspiramos a ello es porque lo amamos (o mejor, porque queremos amarle como Él nos ama): sabemos que ninguna otra cosa tiene sentido sino este amor de Dios para con nosotros y de nosotros para con Él.