miércoles, 7 de septiembre de 2016

El Conmonitorio a cámara lenta (15): MARÍA «MADRE DE DIOS»



15. Esta unicidad de persona en Cristo se actuó y fue perfecta no después del parto virginal, sino en el mismo seno de la Virgen.

Por lo tanto, debemos atender con todo cuidado a profesar no solamente que Cristo es uno, sino que siempre ha sido uno. Sería una blasfemia intolerable sostener que ahora Cristo es uno, pero que durante un determinado período de tiempo existieron dos: un Cristo después del bautismo; dos, en cambio, en el momento de la natividad. Podremos evitar tan grande sacrilegio sólo si creemos que el hombre se unió a Cristo en la unidad de persona ya desde el seno materno, en el mismo instante de la concepción virginal, y no en el momento de la ascensión o de la resurrección, o en el del bautismo.

En virtud de esta unidad de persona se atribuye indiferentemente y de manera indistinta al hombre lo que es propio de Dios, y a Dios lo que es propio de la carne.

Por inspiración divina fue escrito que el Hijo del hombre bajó del cielo (Jn 13, 3) y que el Señor de la majestad fue crucificado en la tierra (1 Cor 2, 8). Así nosotros decimos que el Verbo de Dios fue hecho (Jn 1, 14), que la Sabiduría misma de Dios fue perfeccionada, que su ciencia fue creada, cuando es la carne del Señor la que ha sido hecha, creada, como fue predicho que sus manos y sus pies serían traspasados (Sal 21, 17).

A causa de esta unidad de persona y en razón de este mismo misterio, es perfectamente católico creer que cuando nació la carne del Verbo de una Madre incontaminada, fue el mismo Dios Verbo quien nació de una Virgen. Negarlo sería una impiedad grande.

Nadie, pues, intente jamás privar a María Santísima del privilegio de esta gracia divina y de una gloria tan especial.  Por el querer determinado del Señor, Dios nuestro e Hijo suyo, debemos proclamarla con toda verdad y acierto Theotokos, Madre de Dios.

No, ciertamente, entendiéndolo en el sentido de una herejía impía, la cual sostiene que María puede ser dicha Madre de Dios sólo de nombre, en cuanto que ha engendrado a un hombre que después se convirtió en Dios; al modo como usamos comúnmente la expresión: madre de un sacerdote o madre de un obispo, no porque estas mujeres hayan engendrado a un presbítero o a un obispo, sino porque han puesto en el mundo hombres que después se han hecho sacerdotes u obispos.

No en este sentido, repito, María Santísima es Madre de Dios, sino, como se ha dicho antes, porque en su sagrado seno se realizó el misterio sacrosanto por el cual, en razón de una particular y única unidad de persona, el Verbo es carne en la carne, y el hombre es Dios en Dios.

El Conmonitorio a cámara lenta (14) REALIDAD DE LA NATURALEZA HUMANA DE CRISTO


14. Puesto que estamos pronunciando con mucha frecuencia el término «persona», y decimos que Dios se ha hecho hombre in persona, es preciso prestar atención a que no parezca que afirmamos que el Verbo de Dios ha asumido sólo externamente lo que es propio de la naturaleza humana, limitándose a imitar nuestras acciones; y que no ha tomado parte en la actividad humana como un verdadero hombre, sino sólo aparentemente, como se hace en el teatro, donde un solo actor puede hacer el papel de varios personajes, sin ser realmente ninguno de ellos.

Cada vez que los actores imitan la conducta de otros, aunque reproduzcan a la perfección su modo de actuar y de comportarse, ellos no son los personajes representados. En realidad, sirviéndome de términos profanos, cuando un actor hace el papel de un sacerdote o de un rey, él no es ni sacerdote ni rey; terminada la representación teatral, cesa de existir también el personaje representado.

Lejos de nosotros este impío e ignominioso insulto hacia Cristo, propio de la demencia maniquea. Estos predicadores de tonterías fantásticas afirman que el Hijo de Dios, Dios mismo, no ha asumido realmente la naturaleza humana, sino sólo una apariencia de hombre en sus actos y en todo su comportamiento.

La fe católica, en cambio, afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre hasta el punto de asumir todo lo que pertenece a nuestra naturaleza, y no por vía de ficción o de apariencia, sino de una manera real y sustancial. Los actos humanos que llevaba a cabo eran actos suyos propios, y no imitación de actos de otro; su actuar era expresión de su ser. Como cuando nosotros hablamos, conocemos, vivimos, existimos, no imitamos a los hombres, sino que somos realmente tales.

Pedro y Juan, por ejemplo, eran hombres porque tal era su ser, no por imitación; Pablo no fingía ser Apóstol o Pablo: él era Apóstol, él era Pablo. Así, el Verbo de Dios, asumiendo y poseyendo la carne, predicando, actuando, sufriendo en la carne -sin ningún menoscabo de la propia naturaleza divina- se dignó mostrar que Él no imitaba o fingía ser un hombre perfecto, sino que realmente era lo que parecía: hombre verdadero y no apariencia humana.

Igual que el alma uniéndose a la carne, sin transformarse en carne, no imita al hombre, sino que lo constituye realmente, así también el Verbo de Dios, uniéndose a la naturaleza humana, sin modificarse o confundirse con ella, se ha hecho realmente hombre, no una imitación o una apariencia de hombre.

Es preciso, pues, evitar absolutamente dar al término «persona» un significado que suponga una imitación, una diferencia entre el que finge y el personaje objeto de la ficción, en la que quien actúa no es nunca aquel a quien representa.

Por eso, no suceda nunca que creamos que el Verbo Dios ha asumido de manera ficticia semejante la naturaleza humana. Al contrario, nosotros debemos creer que, permaneciendo inmutable su sustancia divina, ha asumido una naturaleza humana completa en sí, que lo ha hecho ser carne, hombre, realidad humana no simulada, sino verdadera; no imaginaria, sino entitativa; no destinada a cesar de existir como al término de una acción escénica, sino a persistir para siempre de manera sustancial.