lunes, 19 de marzo de 2012

NO ESTAMOS SOLOS (3 de 3) [José Martí]




El Señor no nos deja solos. Para Él somos sumamente importantes. “Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo” (Is 43, 4). Pero, ¿qué ocurre con nuestra respuesta? Porque, en realidad de verdad, los únicos que no están solos son aquellos que aman al Señor como Él los ama, es decir, aquellos que son verdaderamente sus discípulos. Y esto no vale para todo el mundo.  “Yo conozco a mis ovejas y LAS MÍAS ME CONOCEN A MÍ” (Jn 10, 14). De nuevo aparece el tema del amor. No es suficiente con que el Señor me quiera, de lo que no me cabe la menor duda. ¡Es que, si yo a Él no lo quiero, no se puede hablar "propiamente" de amor; es un amor incompleto, pues el amor supone siempre una relación entre un yo y un tú que "se dicen" mutuamente su amor, en completa reciprocidad del uno para con el otro y del otro para con el uno!

De modo que podría muy bien ocurrir que aun cuando Él esté con nosotros, a nuestro lado, suplicando nuestro amor, estuviéramos realmente solos, soledad producida por nuestra respuesta negativa a su amor; o por nuestra falta de respuesta, que viene a ser lo mismo. Esto es fácil de entender si entendemos lo que significa amar. Aunque Él esté a mi lado, si Él para mí no significa nada; o lo que es peor, si yo no quiero que Él signifique nada para mí, a todos los efectos es como si no estuviera a mi lado, como si estuviera solo. 

Únicamente el amor, el Amor de Él hacia nosotros y de nosotros hacia Él, en relación bilateral, puede sacarnos de nuestro aislamiento y de nuestra soledad. Y el problema no es suyo, porque ahí está el ofrecimiento amoroso que continuamente Él nos está haciendo, sino que es nuestro, nuestro y sólo nuestro; y de esta actitud tendremos que dar cuenta, pues libertad y responsabilidad son caras de una misma moneda.

Que no nos quepa la menor duda: únicamente se queda solo el que quiere quedarse solo, el que no quiere saber nada de Dios ni de su Amor. El infierno, como decía Dostoyevsky, es el tormento de la imposibilidad de amar; es la continuación de la suma de decisiones que vamos tomando día a día, cuando decidimos no querer saber nada ni querer tener parte en nada con Aquél que tanto nos quiere.  

Me vienen a la memoria aquellas palabras de queja de Jesús: “¡Jerusalén, Jerusalén!,…, Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste” (Lc 13, 34). Y también aquellas otras dirigidas por Jesús a las vírgenes necias que se quedaron sin aceite, porque no estaban preparadas para la venida del Esposo: “¡En verdad os digo que no os conozco!” (Mt 25,12).Sólo entraron a las bodas las vírgenes que estaban preparadas, con las lámparas encendidas; es decir, aquellas para quienes el Esposo era realmente importante; y pusieron todos los medios para estar con Él, porque lo querían.

Deberíamos tener siempre presente, en nuestra mente y en nuestro corazón, que por nadie somos ni podemos ser más queridos que por el Señor. Eso hará posible que, aunque sea poco a poco, nos vayamos acercando cada vez más a Él, con la absoluta seguridad de que: primero, no vamos a ser rechazados jamás; y segundo: no tenemos otra alternativa para ser felices de verdad, ya en esta vida, que la unión amorosa con Jesús.

¿Difícil? Sí, pero no imposible: “Todo es posible para el que cree” (Mc 9, 23). Si nos faltan las fuerzas no tenemos más que acudir a la lectura de la Sagrada Biblia,  como ya se ha dicho al comienzo de este artículo, bien sea del Antiguo Testamento (Proverbios, Salmos, Eclesiástico, Isaías, etc…) o bien, y sobre todo, del Nuevo Testamento. Ahí encontraremos sobradas fuerzas para conseguir del Señor todo lo que le pidamos, aunque nos parezca imposible: “Hasta ahora no habéis pedido nada en mi Nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa” (Jn 16,24).

Tenemos la absoluta seguridad, seguridad que nos viene de la fe, de que esto es así, porque tenemos Su palabra y la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón…; todo está desnudo y patente a los ojos de Aquél a quien hemos de rendir cuenta” (Hch 4, 12-13)

Por lo tanto, “puestos los ojos en Jesús” (Heb 12,2), mirando en lo más hondo de nuestro corazón, sabiendo que Él se encuentra ahí, “corramos con constancia la prueba que se nos propone” (Heb 12,1). Esta prueba es nuestra propia vida. Para vivir bien y vivir felices no debemos apartar nunca nuestra mirada de Jesús. Por nosotros mismos nada podemos: " Sin Mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Eso es completamente cierto. Pero no son menos ciertas las palabras de San Pablo, que podemos hacer nuestras si vivimos en íntima unión con Jesucristo: “Todo lo puedo en Aquél que me conforta” (Fil 4,13).
 
Es preciso redescubrir a Jesús, volver hacia Él nuestra mirada, pues “ningún otro nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos” (Hch 4,12). Y saber que en Él lo podemos encontrar todo: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33)

¿Dónde está Él? -nos podemos preguntar. Tenemos también respuesta a esta pregunta, por parte del mismo Jesús: “... el Reino de Dios está ya en medio de vosotros” (Lc 17,21). Aunque no debemos olvidar nunca que, en último término, depende de nosotros hacer efectiva esa realidad, poniendo a nuestro alcance todos los medios que podamos, naturales y sobrenaturales, pues "el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en Él" (Lc 18,17).

No me resisto a finalizar este post sin poner por escrito una poesía de Amado Nervo, escrita el 7 de septiembre de 1915, que hace referencia, precisamente, a esa presencia de Dios en nosotros. Es de una belleza extraordinaria. Su título es:

CONTIGO

Espíritu que no hallas tu camino,
que hender quieres el cielo cristalino
y no sabes qué rumbo
has de seguir, y vas de tumbo en tumbo,
llevado por la fuerza del destino:

¡Detente! Pliega el ala voladora:
¡buscas la luz y en tí llevas la aurora;
recorres un abismo y otro abismo
para encontrar al Dios que te enamora,
y a ese Dios tú lo llevas en tí mismo!

¡Y el agitado corazón latiendo
en cada golpe te lo está diciendo,
y un misterioso instinto,
de tu alma en el oscuro laberinto,
te lo va noche a noche repitiendo!

…¡Mas tú sigues buscando lo que tienes!
Dios en tí, de tus ansias es testigo,
y, mientras pesaroso vas y vienes,
como el duende del cuento, Él va contigo.

lunes, 12 de marzo de 2012

NO ESTAMOS SOLOS (2 de 3) [José Martí]




Miles son las citas bíblicas que nos pueden servir de consuelo en los momentos de adversidad: un consuelo “real”, no de simple sentimentalismo, porque es Dios mismo quien nos habla: su Palabra está recogida en las Sagradas Escrituras. Traeré a colación “algunas” de ellas, que a mí me han ayudado especialmente, y que me siguen ayudando, impidiéndome caer en el desaliento. Si bien lo pienso, la razón fundamental que me llevó a escribir algo y comenzar este blog fue precisamente la lectura de los siguientes versículos de la carta de San Pablo a los Corintios: 

“Bendito sea DIOS, Padre de nuestro Señor Jesucristo… que NOS CONSUELA EN TODAS NUESTRAS TRIBULACIONES PARA QUE TAMBIÉN NOSOTROS SEAMOS CAPACES DE CONSOLAR A LOS QUE SE ENCUENTRAN EN CUALQUIER TRIBULACIÓN,  MEDIANTE EL CONSUELO CON EL QUE NOSOTROS MISMOS SOMOS CONSOLADOS POR DIOS” (2 Cor 1, 3-4)

No estamos solos, como digo. Le tenemos a Él. Y para Él somos, cada uno, lo más importante. Si acudimos al Antiguo Testamento podemos leer:

“Aunque camine por valles oscuros, nada temo, porque Tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23, 4)
No temas que Yo estoy contigo (Is 43, 5)
¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré! (Is 49, 14-15)
Mi delicia es estar con los hijos de los hombres (Prov 8, 31)

En el Evangelio, podemos escuchar palabras que proceden directamente de la boca de nuestro Señor:

No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros (Jn 14, 18). Padre, quiero que donde Yo estoy estén también conmigo los que Tú me has confiado,…, (Jn 17,24),…, para que el amor con el que Tú me amaste esté en ellos, y Yo en ellos (Jn 17,26)

Venid a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados que Yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera (Mt 11, 28-30)

Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano (Jn 10, 27-28)
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él (Jn 14,23)

Y en el resto del Nuevo Testamento se insiste por doquier en la misma idea. Y es que somos importantes para Dios, de modo que somos realmente importantes; lo somos porque Él así lo ha querido, pero lo somos. Es como para estar enormemente agradecidos por este inmenso bien que nos ha dado con la vida: a Él mismo:

¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor 3, 16)

Tenemos, además, la seguridad de la fe, que no es un mero sentimiento, sino una realidad. Dios no es ningún invento, ni un producto de nuestra fantasía: Él se ha revelado a Sí Mismo por Amor. Y es precisamente nuestro amor lo que él busca de nosotros. Ese es su deseo con relación a nosotros. ¿Cuándo caeremos en la cuenta de que ninguna otra cosa merece la pena en esta vida? Hemos sido creados para amar y para ser amados. Todo lo que separa de Dios nos separa del Amor, y nos hace esclavos. “Todo el que comete pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34). Y Él nos quiere libres, para que podamos amarle sin trabas, y experimentar así –de verdad- el Amor que Él nos tiene.

Por otra parte no debemos olvidar algo que es vital para nosotros y es que  “si tenemos puesta la esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres (1 Cor 15, 19). Jesucristo, que es verdadero hombre; y que sufrió, padeció y murió crucificado… es también verdadero Dios: ha resucitado y vive con su cuerpo glorioso en el cielo, junto a su Padre, por toda la eternidad. Y ése es también nuestro destino, y lo que hace de nuestra vida una maravillosa aventura de amor; un amor, aquí incoado, pero que no tiene fin. “El amor es fuerte como la muerte” (Ca, 8, 6)Por eso nos esforzamos y trabajamos: “Amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor” (1 Cor 15,58).

Ésa es la razón por la que no debemos tener miedo. Si lo tenemos a Él, ¿qué podemos temer? Cuando Jesús dijo a los doce: ¿También vosotros queréis marcharos? Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quien iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios” (Jn 6, 67-68). El Señor se emociona cuando se ve correspondido con amor al gran Amor que Él nos tiene. Por eso, clama dirigiéndose a su Padre: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Mt 11, 25-26). Y esa es también la razón por la que podemos decir, con San Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10)

Sólo los sencillos, los humildes, los limpios de corazón, los misericordiosos, los que ansían la santidad, los pobres, los pacíficos,…, sólo ellos tienen capacidad para entender esta maravilla. A los demás les está vedada: Dios nunca se impone al hombre. El Amor no puede imponerse. Desgraciadamente, hay mucha gente que no quiere saber nada con Él. ¿Qué más quisiera Él sino que se convirtieran y le abrieran su corazón, porque entonces Él los sanaría? Pero Él no puede obligar a nadie a que lo quiera, pues la libertad es característica esencial del amor. Un amor que no fuese libre sería una contradicción en sí mismo. 


(Continúa)

viernes, 9 de marzo de 2012

NO ESTAMOS SOLOS (1 de 3) [José Martí]




Cuando vemos cómo el mundo se va apartando de Dios, cómo los cristianos son ridiculizados, perseguidos e incluso asesinados por confesar su fe; cuando vemos que estos ataques tienen lugar incluso por parte de los propios gobiernos que, en el mejor de los casos se inhiben si es que no son, ellos mismos, claramente, los que promueven dichos ataques; cuando vemos que las palabras que pronunció el Papa Pablo VI en 1972, hace cuarenta años (“El humo de Satanás se ha infiltrado en la Iglesia”) son hoy aún más verdaderas que entonces, pues el modernismo y el racionalismo han calado, por desgracia, en muchos jerarcas de la propia Iglesia, con lo que eso supone para los fieles, según lo que está escrito: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño” (Mt 26, 31). Cuando vemos que este mundo parece haberse vuelto loco de atar, erigiéndose a sí mismo como “dios” y dictando e imponiendo leyes que van contra la propia naturaleza humana, es casi inevitable que se nos pase por la mente aquellas palabras dichas por el mismo Señor, como anuncio de su segunda venida: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8).

Cuando vemos todo esto que está ocurriendo (y mucho más que aquí omito para no alargarme demasiado), los cristianos no podemos menos que sufrir y, lógicamente, nos sentimos tristes; y es fácil caer en la tentación de pensar que Dios se ha olvidado de nosotros y que nos ha dejado solos. 

Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad. Tenemos la inmensa suerte de poder acudir a la Sagrada Escritura, donde está contenida la Palabra de Dios, una Palabra que nos sitúa de nuevo en la realidad, si la meditamos con sosiego, haciendo silencio en nuestro interior y escuchando lo que el Señor nos quiere decir a cada uno en la intimidad. Tenemos la inmensa suerte de tenerlo realmente presente entre nosotros en la Sagrada Eucaristía: podemos visitarlo y hablar con Él como se hablaría con el más bondadoso y el más amable y el más inteligente y el más comprensivo de todos nuestros amigos. Podemos recibirlo en la comunión, si previamente nos hemos arrepentido de nuestros pecados y nos hemos confesado bien con un sacerdote y hemos cumplido la penitencia que se nos haya impuesto. Tenemos la inmensa suerte de que todavía podemos encontrar buenos sacerdotes, fieles a las enseñanzas de Jesucristo, en el seno de la Iglesia Católica, los cuales pueden iluminar nuestra mente y renovar nuestro corazón con la Palabra de Dios, rectamente interpretada. Es cuestión de buscar y de preguntar  y de moverse, porque “haberlos, haylos”, aunque, por desgracia, cada vez en menor número.

Ante nuestra aparente soledad, puesto que somos discípulos de Jesucristo y queremos seguir sus pasos, podríamos preguntarnos: ¿Está solo Jesús? Y la respuesta no se hace de esperar: EL QUE ME HA ENVIADO está conmigo. NO ME HA DEJADO SOLO, porque Yo hago siempre lo que le agrada  (Jn 8, 29). En otra ocasión ”dijo Jesús a sus discípulos: “Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado y me dejaréis solo; aunque NO ESTOY SOLO PORQUE EL PADRE ESTÁ CONMIGO (Jn 16,32)

De modo que Él no está solo. Tiene a su Padre. Su alimento es hacer la voluntad de su Padre. Y nosotros, unidos a Él,  si hacemos su voluntad, tampoco estamos solos, incluso aun cuando nos sintiéramos solos lo que, por otra parte, es muy humano. “Si tuviéramos fe como un grano de mostaza” (Lc 17,6) veríamos las cosas de otra manera. Las contrariedades no son motivo de tristeza, sino precisamente todo lo contrario, porque en ellas se pone de manifiesto que el amor que decimos tenerle al Señor no es una farsa, no se queda tan solo en palabras bonitas, sino que es coherente y va mucho más allá, adonde Él quiera llevarnos.

Prestemos atención a lo que escribía San Pablo a los primeros cristianos: “Queridísimos: no os extrañéis-como si fuera algo insólito- del incendio que ha prendido entre vosotros para probaros; (se refiere al incendio que causó Nerón en Roma y del que culpó a los cristianos) sino alegraos, porque así como participáis en los padecimientos de Cristo, así también os llenaréis de gozo en la revelación de su gloria. 

Bienaventurados si os insultan por el nombre de Cristo, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu Santo, reposa en vosotrosQue ninguno de vosotros tenga que sufrir por ser homicida, ladrón, malhechor o entrometido en lo ajeno; pero si es por ser cristiano, que no se avergüence, sino que glorifique a Dios por llevar este nombre” (1 Pet 4, 12-16)


(Continúa)