miércoles, 24 de agosto de 2011

Lo verdaderamente importante (José Martí)


De entrada, es esencial no desear ser el centro de atención, como si fuéramos lo más importante y todos los demás tuvieran la obligación de estar pendientes de nosotros y de hacernos la vida lo más agradable posible.

Eso es un error, porque lo propio del ser humano y lo que le perfecciona como persona es su capacidad de dar. Ya lo decía el Señor: "Hay más dicha en dar que en recibir" (Hech 20:35).  y añadía en otro lugar: “cuando hagáis todas estas cosas decid: somos siervos inútiles. Lo que teníamos que hacer, eso hicimos” (Lc 17, 10)

Y es que el Señor desea que no pongamos el punto de mira en nosotros mismos, sino en Él y en cumplir su voluntad que es lo único que, en definitiva, importa. "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se destruye a sí mismo o se pierde?" (Lc 9,35)  Por lo tanto, "no seáis insensatos –nos dice el apóstol Pablo- sino entendidos de  cuál es la voluntad del Señor" (Ef 5,17) y "no os acomodéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, de modo que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios; esto es, lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rom 12,2).

Hemos sido creados por el Amor (en Dios está nuestro origen) y para el Amor (Dios es nuestro fin). Y el amor conlleva un salir de sí mismo y un olvido de sí para entregarse al otro, un "perder" la propia vida entregándosela a aquel a quien amamos; todo lo cual  supone esfuerzo, desarrollo de todas nuestras potencialidades y cultivo de nuestra imaginación, con vistas a conocer mejor las necesidades de los demás y servirlos como Dios quiere que lo hagamos, que para eso estamos aquí, esa es nuestra misión, igual que la de Jesús quien no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos (Mc  10, 45). Así pues, el amor, el amor verdadero, supone siempre el sacrificio y la cruz. El rechazo de la cruz es el rechazo del amor, pues aquel que no está dispuesto a dar su vida por los demás (¿y qué es dar la vida sino vivir crucificados?) es porque no los ama. Así procedía Jesús: “Yo doy mi vida por mis ovejas” (Jn 10, 15). Esa es la razón por la que el Señor le concede tanta importancia al sacrificio, y es por eso que nos dice: "Si no hiciéreis penitencia, todos igualmente pereceréis" (Lc 13,3).

Con demasiada frecuencia pensamos que la cruz es triste. Pero no es eso lo que decía y vivía Jesús. Oigamos sus palabras: "Quien no carga con su cruz y viene tras de mí no puede ser mi discípulo" (Lc 14,27). "Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Pues mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 29-30). Estar junto al Señor no es triste. Todo lo contrario: no hay felicidad más grande, ni en este mundo ni en el otro, que la que supone estar al lado de Jesús, viviendo su propia vida como nuestra: su yugo es suave y su carga ligera. Por tener miedo de lo que Jesús nos vaya a pedir, por no confiar en Él, por querer hacer nuestra propia voluntad y no la suya, por éstas y otras cosas por el estilo, es por lo que no somos todo lo felices que debiéramos ser y que Dios quiere que seamos. Para el que ama su alegría consiste en ver feliz a su amado; nada le importa más. Y esto es tanto más cierto cuando el amado es nada menos que Jesucristo.

Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras;
y pasaré los fuertes y fronteras

(San Juan de la Cruz: Cántico Espiritual)
El amor hace posible que salgamos de nuestra comodidad y vayamos "por esos montes y riberas", sin detenernos en "coger las flores" (que nos podrían distraer) ni asustarnos ni "temer las fieras"; salvaremos todos los obstáculos que se opongan a nuestro amor: "pasaré los fuertes y fronteras". Así es como procedía San Pablo: "Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8, 38-39).

La cruz, el sufrimiento, el dolor, tomados en sí mismos no tienen ningún sentido. Son absurdos. Pero cuando esta cruz y este dolor y este sufrimiento es por amor; y en concreto, por amor al Señor, entonces todo tiene sentido, su verdadero sentido. “Con Cristo estoy crucificado; y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19-20).

Si no hay amor, si no hay entrega – y entrega mutua- entonces nada merece la pena. Si hubiera que condensar el mensaje del Evangelio en alguna expresión, no tendríamos que calentarnos demasiado la cabeza, porque esa expresión nos la proporciona el mismo Señor, cuando dice: “Esto os mando: que os améis unos a otros como Yo os he amado” (Jn 15, 12).

De aquí se desprende que toda nuestra vida (si queremos una vida con sentido) no puede consistir en otra cosa que en descubrir el verdadero amor, aquel que el Señor nos ha enseñado (cualquier otro “amor” no es sino una caricatura del amor verdadero; o sea, no es amor). Y para ello no tenemos otra opción que el contacto con Él, el guardar silencio en nuestro interior para escuchar lo que Él nos quiera decir, con una disposición total, que comprometa toda nuestra existencia. Lo que no sea esto es una pérdida de tiempo.

En la medida en que nos preocupamos demasiado de nosotros mismos, en que estamos demasiado pendientes de “nuestros problemas” como si fuesen los únicos problemas y como si nadie tuviese problemas –o no los tuviese tan grandes como nosotros- , en esa misma medida estamos siendo unos desgraciados; por querer “ganar nuestra vida” estamos, en realidad, perdiéndola, pues perdemos nuestra verdadera vida, que consiste en abrirnos al amor de Dios, y en dejarnos invadir por Él. “Para mí -decía el apóstol Pablo- la vida es Cristo” (Fil 1,21).

Esta es la meta que se nos propone y que, como cristianos, debemos recorrer con constancia, "puesta nuestra mirada en Cristo Jesús", de quien sacaremos todas las fuerzas que necesitamos para seguir hacia adelante, sin mirar hacia atrás, sea cual sea el punto al que hayamos llegado (Ver Fil 3, 13-14). La vida cristiana consiste en amar a Dios, en Jesucristo, y en dejarse amar por Él, sin miedos de ninguna clase. Los miedos son tentaciones del demonio, que es envidioso y quiere destruir nuestra felicidad. Sólo la unión con Dios puede darnos la paz y la felicidad para la que hemos sido creados. 

Sin Él no podemos hacer absolutamente nada en orden a nuestra salvación. Le necesitamos. Y es una necesidad que nos sale del alma y que nos llena de gozo. Nada sería peor para nosotros que no sentir esa necesidad de Dios. Sería un claro síntoma de que nos estamos alejando de Dios. Sería señal de que estamos decayendo en nuestra esperanza y, por lo tanto, en nuestra alegría. Tenemos que decir con Pedro: "Señor, ¿adónde iremos? Sólo  Tú  tienes palabras de vida  eterna, y nosotros hemos conocido y sabemos que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69). Y confiar plenamente en las palabras de Jesús que nos dice: "Yo he venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia" (Jn 10,10).

Sin Él la vida es sosa y aburrida; nos creamos continuamente necesidades, sin que ninguna pueda satisfacernos plenamente, nos hacemos esclavos de las cosas; y acabamos haciéndonos imposible la vida los unos a los otros. Sin Él sencillamente estamos perdidos. De ahí la necesidad de pedir en la oración que nos ayude para que nos demos cuenta de esta realidad: le necesitamos más que el aire para respirar; y – como decía San Agustín- nuestro corazón estará inquieto hasta descansar en Él, lo que sólo ocurrirá, con la gracia de Dios, cuando hayamos muerto. De todos modos, lo cierto y verdad es que Dios quiere que, YA EN ESTA VIDA, seamos felices: "Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros podamos consolar a cuantos están afligidos, con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios" (2 Cor 1, 4)