miércoles, 10 de agosto de 2016

El Conmonitorio a cámara lenta (6 ) TESTIMONIO DEL PAPA ESTEBAN



TESTIMONIO DEL PAPA ESTEBAN

6. El ejemplo verdaderamente grande y divino de estos Bienaventurados debería ser objeto constante de meditación para todo verdadero católico. 

Ellos, irradiando como un candelabro de siete brazos la luz septiforme del Espíritu Santo, han mostrado, de manera clarísima, a los que vendrían detrás, cómo en un futuro, ante cualquier verborrea jactanciosa del error, se puede aniquilar la audacia de innovaciones impías con la autoridad de la antigüedad consagrada

Por lo demás, esta manera de actuar no es novedad en la Iglesia; efectivamente, en ella siempre se observó que cuanto más ha crecido el fervor de la piedad, con tanta mayor presteza se ha puesto barrera a las nuevas invenciones. 

Hay una gran cantidad de ejemplos, pero para no alargarme demasiado, sólo me referiré a uno, adecuadísimo para nuestra finalidad, tomándolo de la historia de la Sede Apostólica. Todos podrán ver, con más claridad que la propia luz, con cuánta fortaleza, diligencia y celo los venerables sucesores de los santos Apóstoles han defendido siempre la integridad de la doctrina recibida una vez para siempre

Sucedió que el Obispo de Cartago, Agripino, de piadosa memoria, tuvo la idea de hacer que los herejes se volvieran a bautizar; y esto contra la Escritura, contra la norma de la Iglesia universal, contra la opinión de sus colegas, contra las costumbres y los usos de los Padres. 

Esto dio origen a grandes males, porque no sólo ofrecía a todos los herejes un ejemplo de sacrilegio, sino que también fue ocasión de error para no pocos católicos. 

Dado que en todas partes se protestaba contra esta novedad, y en cada sitio los obispos tomaban diferentes posturas con respecto a ella, según les dictaba su propio celo, el Papa Esteban, de santa memoria, Obispo de la Sede Apostólica, se sumó con mayor fuerza que nadie a la oposición de sus colegas, pues entendía -acertadamente, a mi parecer- que debía sobrepasar a todos en la devoción a la fe tanto cuanto los sobrepasaba por la autoridad de su SedeEscribió entonces una carta a África y decretó en estos términos: «Ninguna novedad, sino sólo lo que ha sido transmitido»

Sabía aquel hombre santo y prudente que la misma naturaleza de la religión exige que todo sea transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la cual ha sido recibido de los padres y que, además, no nos es lícito llevar y traer la religión por donde nos parezca sino que, más bien, somos nosotros los que tenemos que seguirla por donde ella nos conduzca

Y es propio de la humildad y de la responsabilidad cristiana no transmitir a quienes nos sucedan nuestras propias opiniones, sino conservar lo que ha sido recibido de nuestros mayores

¿Cómo acabó, pues, la cosa? ¿Cómo había de acabar sino de la manera acostumbrada y normal? Se atuvieron a la antigüedad y se rechazó la novedad. 

¿Es que, acaso, no hubo defensores de la innovación? Al contrario, hubo un tal despliegue de ingenios, una tal profusión de elocuencia, un número tan grande de partidarios, tanta verosimilitud en las tesis, tal cúmulo de citas de la Sagrada Escritura, aunque interpretada en un sentido totalmente nuevo y errado, que de ninguna manera, creo yo, se habría podido superar toda aquella concentración de fuerzas, si la innovación tan acérrimamente abrazada, defendida, alabada, no se hubiera venido abajo por sí misma, precisamente a causa de su novedad

¿Qué ocurrió con los decretos de aquel concilio africano y cuáles fueron sus consecuencias?

[Se refiere San Vicente de Lerins al concilio que Agripino convocó en Cartago, en el que tomaron parte setenta obispos y en el que decidieron rebautizar a los herejes]

Gracias a Dios no sirvieron para nada. Todo se esfumó como un sueño y una fábula y fue abolido como cosa inútil, rechazado, no tenido en cuenta. 

Pero he aquí que se produjo una situación paradójica

Los autores de aquella opinión son considerados católicos, y en cambio sus seguidores son herejes; los maestros fueron perdonados y los discípulos condenados. Quienes escribieron los libros erróneos serán llamados hijos del reino, mientras que el infierno acogerá a quienes se hacen sus defensores. 

[San Agustín, en De unico baptismo contra Petilianum, capítulo 13; ML 43, 607, se expresa de esta manera dura, contra los donatistas, que continuaron bautizando incluso a los católicos que se les sumaban: «En lo que a mí respecta, diré con pocas palabras lo que pienso de esta cuestión: que aquellos rebautizaran a los herejes fue un error humano; pero que éstos continúen todavía hoy re bautizando a los católicos es una presunción diabólica»]

¿Quién puede ser tan loco hasta el punto de poner en duda que el beato Cipriano, luz esplendorosa entre todos los santos obispos y mártires, reina junto con sus colegas eternamente con Cristo? 

[El Papa San Esteban excomulgó a San Cipriano y a todos los Obispos africanos que afirmaban que había que volver a bautizar a los que provenían de la herejía. San Cipriano defendía su postura de buena fe, creyendo que la tradición estaba de su parte. Se levantó una dura polémica, hasta que prevaleció la palabra del Papa. San Esteban y San Cipriano murieron mártires en los años 257 y 258 respectivamente, en la persecución llevada a cabo por el emperador Valeriano]

Y al contrario, ¿quién podría ser tan sacrílego que negase que los donatistas y las otras pestes que, presuntuosamente, quieren rebautizar, apoyándose en la autoridad de aquel concilio, arderán eternamente con el diablo?

El Conmonitorio a cámara lenta (5 ) TESTIMONIO DE SAN AMBROSIO



TESTIMONIO DE SAN AMBROSIO

5. Es posible que alguno piense que yo invento o exagero por amor a la antigüedad y odio a las novedades


Quienquiera que así piense, preste por lo menos audiencia a San Ambrosio, el cual, en el segundo libro dedicado al Emperador Graciano, deplorando la perversidad de los tiempos, exclamaba: 

«Dios Todopoderoso, nuestros sufrimientos y nuestra sangre ya han rescatado suficientemente las matanzas de confesores, el exilio de obispos y tantas otras cosas impías y nefandas. Ha quedado más que claro que quienes han violado la fe no pueden estar seguros».
Y en el tercer libro de la misma obra dice: 

«Observamos fielmente los preceptos de nuestros Padres, y no rompemos con insolente temeridad el sello de la herencia. Porque ni los señores, ni las Potestades, ni los Ángeles, ni los Arcángeles han osado abrir aquel profético libro sellado: sólo a Cristo compete el derecho de desplegarlo».

«¿Quién de nosotros se atrevería a romper el sello del libro sacerdotal, sellado por los confesores y consagrado por tantos mártires? Incluso aquellos mismos que, constreñidos por la violencia, lo habían violado, inmediatamente rechazaron el engaño en que habían caído y tornaron a la fe antigua. Quienes no osaron violarlo, vinieron a ser confesores y mártires. ¿Cómo podríamos renegar de su fe, si celebramos precisamente su victoria?»

A todos ellos vaya, oh venerable Ambrosio, nuestra alabanza, nuestro encomio, nuestra admiración.

¿Quién sería tan estulto que, no pudiendo igualarlos, no desee, al menos, imitar a estos hombres, a quienes ninguna violencia consiguió desviar de la fe de los Padres?

Amenazas, lisonjas, esperanza de vida, temor a la muerte, guardias, corte, emperador, autoridades, no sirvieron de nada: hombres y demonios fueron impotentes ante ellos.

Su tenaz apegamiento a la fe antigua los hizo dignos, a los ojos del Señor, de una gran recompensa. Por medio de ellos, Él quiso levantar las Iglesias postradas, volver a infundir nueva vida a las comunidades cristianas agotadas, restituir a los sacerdotes las coronas caídas.

Con las lágrimas de los obispos que permanecieron fieles, Dios ha limpiado, como con una fuente celestial, no ya las fórmulas materiales, sino la mancha moral de la impiedad nueva. Por medio de ellos, en fin, ha reconducido al mundo entero -todavía sacudido por la violenta y repentina tempestad de la herejía- de la nueva perfidia a la fe antigua, de la reciente insania a la primitiva salud, de la ceguera nueva a la luz de antes


Mas lo que debemos destacar principalmente en este valor casi divino de los confesores es que han defendido la fe antigua de la Iglesia universal y no la creencia de ninguna fracción de ella.

Nunca habría sido posible que tan grandes hombres se prodigasen en un esfuerzo sobrehumano para sostener las conjeturas erróneas y contradictorias de uno o dos individuos, o que se empleasen a fondo en favor de la irreflexiva opinión de una pequeña provincia.

En los decretos y en las definiciones de todos los obispos de la Santa Iglesia, herederos de la verdad apostólica y católica, es en lo que han creído, prefiriendo exponerse a sí mismos a la muerte antes que traicionar la antigua fe universal.

Así merecieron alcanzar una gloria tan grande, que fueron considerados no sólo confesores, sino, con todo derecho, príncipes de los confesores.