TESTIMONIO DE SAN AMBROSIO
5. Es posible que alguno piense que yo invento o exagero por amor a la antigüedad y odio a las novedades.
Quienquiera que así piense, preste por lo menos audiencia a San Ambrosio, el cual, en el segundo libro dedicado al Emperador Graciano, deplorando la perversidad de los tiempos, exclamaba:
«Dios Todopoderoso, nuestros sufrimientos y nuestra sangre ya han rescatado suficientemente las matanzas de confesores, el exilio de obispos y tantas otras cosas impías y nefandas. Ha quedado más que claro que quienes han violado la fe no pueden estar seguros». Y en el tercer libro de la misma obra dice:
«Observamos fielmente los preceptos de nuestros Padres, y no rompemos con insolente temeridad el sello de la herencia. Porque ni los señores, ni las Potestades, ni los Ángeles, ni los Arcángeles han osado abrir aquel profético libro sellado: sólo a Cristo compete el derecho de desplegarlo».
«¿Quién de nosotros se atrevería a romper el sello del libro sacerdotal, sellado por los confesores y consagrado por tantos mártires? Incluso aquellos mismos que, constreñidos por la violencia, lo habían violado, inmediatamente rechazaron el engaño en que habían caído y tornaron a la fe antigua. Quienes no osaron violarlo, vinieron a ser confesores y mártires. ¿Cómo podríamos renegar de su fe, si celebramos precisamente su victoria?»
A todos ellos vaya, oh venerable Ambrosio, nuestra alabanza, nuestro encomio, nuestra admiración.
¿Quién sería tan estulto que, no pudiendo igualarlos, no desee, al menos, imitar a estos hombres, a quienes ninguna violencia consiguió desviar de la fe de los Padres?
Amenazas, lisonjas, esperanza de vida, temor a la muerte, guardias, corte, emperador, autoridades, no sirvieron de nada: hombres y demonios fueron impotentes ante ellos.
Su tenaz apegamiento a la fe antigua los hizo dignos, a los ojos del Señor, de una gran recompensa. Por medio de ellos, Él quiso levantar las Iglesias postradas, volver a infundir nueva vida a las comunidades cristianas agotadas, restituir a los sacerdotes las coronas caídas.
Con las lágrimas de los obispos que permanecieron fieles, Dios ha limpiado, como con una fuente celestial, no ya las fórmulas materiales, sino la mancha moral de la impiedad nueva. Por medio de ellos, en fin, ha reconducido al mundo entero -todavía sacudido por la violenta y repentina tempestad de la herejía- de la nueva perfidia a la fe antigua, de la reciente insania a la primitiva salud, de la ceguera nueva a la luz de antes.
Mas lo que debemos destacar principalmente en este valor casi divino de los confesores es que han defendido la fe antigua de la Iglesia universal y no la creencia de ninguna fracción de ella.
Nunca habría sido posible que tan grandes hombres se prodigasen en un esfuerzo sobrehumano para sostener las conjeturas erróneas y contradictorias de uno o dos individuos, o que se empleasen a fondo en favor de la irreflexiva opinión de una pequeña provincia.
En los decretos y en las definiciones de todos los obispos de la Santa Iglesia, herederos de la verdad apostólica y católica, es en lo que han creído, prefiriendo exponerse a sí mismos a la muerte antes que traicionar la antigua fe universal.
Así merecieron alcanzar una gloria tan grande, que fueron considerados no sólo confesores, sino, con todo derecho, príncipes de los confesores.
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