domingo, 22 de mayo de 2011

Fe católica, sencillez y libertad (José Martí)

Es imposible progresar en el conocimiento de Dios si no hay un empeño serio por vivir cada día de acuerdo con la fe que se profesa; un conocimiento de Dios que no es sólo de tipo intelectual: es todo el ser de la criatura el que clama a Dios. Cuanto más orientada está nuestra vida hacia Dios el conocimiento que tenemos de Dios es más perfecto. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que "sabe" más de Dios una persona humilde "de buena voluntad" que un "experto" teólogo, si no posee  esa "buena voluntad".

El apóstol San Juan es muy claro a este respecto: "Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor" (1 Jn 4:8). El conocimiento de Dios está relacionado con el amor a Dios. Por otra parte, parece que también la sencillez y el conocimiento deben ir de la mano: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien" (Mt 11,25). De donde se deduce que son los sencillos los que conocen a Dios y los que, por tanto, lo aman. Los sencillos son los que más se asemejan a Dios porque Dios es la Suma Sencillez. Dios es Uno y Simple. Cuando Moisés fue enviado por Dios al Faraón para sacar a los hijos de Israel de Egipto, se consideraba incapaz de esa misión. Y Dios le dijo: "Yo estaré contigo... Moisés replicó:... y si me preguntan cuál es tu nombre, ¿qué he de decirles?. Y dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy...Este es mi nombre para siempre; así seré invocado de generación en generación"(Ex 3, 12:15). 

Cuando Jesús les va explicando su doctrina a sus discípulos, entre las muchas cosas que les dijo, ésta fue una de ellas: "Que vuestro modo de hablar sea: "Sí, sí"; "no, no". Lo que exceda de esto, viene del Maligno" (Mt 5,37). La simplicidad, la transparencia, la mirada pura, la sencillez: eso es lo que acerca a Dios, que es Amor. Hasta tal punto esto es importante que le llevó a Jesús a decir: "En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18,3). Ser como niños, puros de corazón, sencillos, confiar completamente en el Señor, amar con transparencia, sin recovecos. Jesucristo es tajante cuando habla: "Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en Él" (Mc 10,15). Lo que dicho de otro modo significa: Sólo se salvará aquel que reciba el Reino de Dios como un niño.

Recordemos el episodio evangélico en el que un ángel del Señor se apareció a unos pastores y les dijo: "No temáis; mirad que os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Jesús, en la ciudad de David" (Lc 2, 10:11).  De aquí podemos colegir varias ideas: Primera, el mensaje que anuncia el ángel del Señor lo hace a gente sencilla y trabajadora (y, además, se les anuncia mientras estaban trabajando): "había unos pastores que pernoctaban al raso y velaban por sus rebaños" (Lc 2,8). Segunda idea: Lo que se anuncia en este mensaje es la Alegría, ("una gran alegría", les dice el ángel). La Alegría es consustancial al mensaje cristiano. No se entiende un cristiano triste. Decía George Bernanos en su famoso Diario de un cura rural: "Lo opuesto de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos". Un tercera idea es que esta alegría, que se les anuncia a ellos en un principio, no es sólo para ellos: todo el mundo debe tener la posibilidad de conocer esta noticia; es una alegría que debe llegar a todos los hombres, una alegría "que lo será para todo el pueblo". La última idea es aún más importante, puesto que es el origen de todo este conjunto de ideas: ¿Qué es lo que causa esa alegría tan extraordinaria? La respuesta no se encuentra en  ningún concepto sino en una Persona. En realidad habría que preguntar: ¿Quién causa esa alegría? La respuesta nos la da el ángel del Señor: "Os ha nacido un Salvador, Cristo Jesús".  La  Salvación (y la consiguiente Alegría) se encuentra, única y exclusivamente, en Cristo Jesús: "En ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hch 4,12). 

De ahí la enorme importancia, y la tremenda responsabilidad que tenemos los cristianos de dar a conocer a Jesucristo a todas las gentes. Tenemos un gran tesoro, del que el Señor nos ha dicho: "Gratis lo habéis recibido: dadlo gratis" (Mt 10,8). Es más: se trata de un mandato explícito del Señor, dado a sus apóstoles poco antes de su ascensión a los cielos: "Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto Yo os he mandado" (Mt 28, 19:20)

Por eso, aunque es muy verdad que "Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2:4), como nos dice San Pablo, que a continuación añade : "Uno solo es Dios y uno solo es también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo" (1 Tim 2:5), no debemos olvidar, como digo, la gran responsabilidad que nos compete a los que, por la gracia de Dios, somos cristianos y formamos parte de la Iglesia Católica. ¿En qué sentido puede decirse que somos responsables? Pues en que tenemos, como cristianos, la misión de comunicar a todos esa Alegría, que hemos recibido, y que proviene del contacto con el Señor; una misión que es una obligación para todo cristiano (aunque de un modo especial para los sacerdotes) puesto que, como hemos leído, se trata de un mandato explícito del Señor.

No podemos quedarnos los dones maravillosos que hemos recibido para nosotros solos. Todo el mundo debe tener la posibilidad de conocer al Señor y de enamorarse de Él, para lo cual les tiene que llegar su mensaje. Él cuenta con nosotros para realizar esa misión: Cada uno lo hará según la vocación y los dones que haya recibido de Dios. No debemos compararnos entre nosotros y exigir que todos demos testimonio de la misma manera. Cada uno tiene su propio estilo y su peculiar manera de ser y de actuar, aunque estemos animados todos por el mismo Espíritu del Señor, que es el Espíritu Santo. Y así, nos encontramos con los misioneros, los sacerdotes, los religiosos; pero también con todos los fieles cristianos, discípulos de Cristo (que eso significa ser cristianos). En cualquier caso, sea cual fuere nuestra condición,  no debemos olvidar nunca aquellas palabras tan importante de nuestro Señor y Maestro: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16), porque ahí se encuentra la piedra de toque que nos sirve para discernir si actuamos conforme a la voluntad de Dios o no. Debemos tener siempre “in mente” que lo que llevará a la gente al Señor no van a ser nuestras palabras, sino nuestra vida (“los frutos”), nuestro modo de ser y de actuar.  Y si es preciso, haciéndoles saber, también con nuestras palabras, que el secreto de nuestra alegría y de nuestro comportamiento no es otro que la unión y el amor a Jesús, de quien nos sabemos completamente aceptados, conocidos y amados. Para ello tenemos que estar "siempre dispuestos a responder a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza", como decía el apóstol Pedro (1 Pet 3,15)

Hoy existe la extraña idea de que uno se puede salvar en cualquier religión, que todas las religiones son iguales, que todos se salvan porque Dios es bueno, que el Infierno no existe y cosas por el estilo. Bueno: este tipo de "razonamiento" será cualquier cosa menos cristiano. Jesucristo fue muy claro en este sentido, como en todos (¡siempre lo fue!). Cuando le preguntaron si eran pocos los que se salvaban, no dio ningún número, sino que contestó: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque muchos intentarán entrar y no podrán”  (Lc 13,23). Y en otro pasaje evangélico decía: “Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y SON MUCHOS los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho es el camino que conduce a la Vida, y qué POCOS SON los que la encuentran! (Mt 7, 13:14), donde queda claro que no todos se van a salvar: aunque la voluntad de Dios es que todos se salven, esta salvación la ha condicionado a nuestra respuesta a su Amor.

Con "temor y temblor" deberíamos preguntarnos: ¿Entramos nosotros por la puerta estrecha? Entrar por la puerta estrecha, en realidad, no es otra cosa que estar dispuestos a vivir la misma vida del Señor, quien dijo de Sí mismo: "Yo soy la puerta; si alguno entra a través de Mï se salvará" (Jn 10, 9)Estas palabras son 'Palabra de Dios',  están pronunciadas por el Señor, que es “el Camino, la Verdad y la Vida”  (Jn 14,6); y el Señor no miente: “¿Quién de vosotros podrá acusarme de que he pecado? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?” (Jn 8,46). Podríamos acudir a muchísimas más citas, pero este post se alargaría demasiado. Y, además, no era éste el objetivo principal que me había propuesto, por lo que dejaré este tema para otra ocasión.

Siguiendo con la argumentación inicial, hay algo que debe quedar muy claro, y que no debemos olvidar nunca, cuando intentemos que la gente conozca y ame al Señor: ¡el respeto a su libertad! "No es lo propio de la Religión obligar a la Religión" (creo que decía Pascal). La libertad del otro, aunque nos duela que, al ejercitarla, tome una decisión que no coincida con aquello que nosotros pensamos que es lo mejor para su bien, debemos respetarla. Y esto es así aun cuando tuviésemos la absoluta certeza de que tenemos toda la razón en lo que decimos. El Señor siempre respetaba la libertad de los que le seguían. Y no obligaba a nadie a seguirle. Sólo se lo proponía. Debemos de tener muy en cuenta (¡y esto es fundamental ¡) que "donde está el Espíritu de Dios hay libertad" (2 Cor 3, 17) Y  dado que" el discípulo no está por encima de su Maestro"(Mt 10,24), no nos queda sino actuar del modo en que lo hacía el Señor, es decir, respetando la decisión de los demás. Así ha querido hacer Él las cosas. Nos ha dado la libertad para que hagamos un buen uso de ella y nos acerquemos a Él. Pero también podemos hacer mal uso de esta libertad, que es realmente nuestra, y libremente elegir el rechazo de Dios. De modo que, incluso para el mal, el hombre es dueño de su destino, debido precisamente a ese don de la libertad que Dios verdaderamente nos ha concedido. Y así es.

Siendo conscientes de la enorme importancia que tiene para Dios el respeto hacia nuestra libertad (una libertad que Él nos ha dado), nuestra actitud ha de ser la de trabajar y dedicar a los demás todo el tiempo que haga falta para hablarles de Dios y de su Amor, sin desanimarnos cuando su respuesta sea opuesta a la voluntad de Dios. ¿Acaso nuestra respuesta es perfecta?. Por lo tanto: paciencia con los defectos de los demás y con nuestros propios defectos, sin desalientos: "El que persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 24,13). Nos queda siempre el consuelo de saber que “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y los pensamientos del corazón” (Heb 4,12). Él no nos va a dejar nunca; y continuamente nos espolea a que cambiemos y nos convirtamos. Cada día es una nueva oportunidad que el Señor nos da para que comencemos a quererlo de verdad, de una vez por todas. La convicción profunda de esta realidad es motivo suficiente para no desfallecer y mantener siempre nuestra Esperanza en Él.

A tener en cuenta, pues: primero, la voluntad salvífica de Dios para todos los hombres; segundo, nuestra misión de hacer conocer a los demás esa voluntad divina, cada uno a su estilo; tercero, no imponer nunca a nadie dicha voluntad; la respuesta a Dios por parte del hombre debe ser libre: de lo contrario es una farsa. El amor no puede imponerse, es esencialmente libertad, como ya se ha dicho.

Ahondando en lo expuesto más arriba y, aun a riesgo de repetirme, no hay más que fijarse siempre en cómo actuaba el Señor, pues ésa es nuestra referencia para todo. Y lo primero que vemos es que Dios, habiéndose manifestado en Jesucristo con vistas a nuestra salvación, no se nos impone con su Luz. Reflexionemos en lo que el ángel del Señor les dijo a aquellos pastores a los que se apareció de improviso (una vez que ya les había anunciado que encontrarían al Salvador): "Esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre" (Lc 2,12). ¡Menuda señal para la venida de Dios al mundo, a un mundo que Él mismo había creado! ¿Dónde aparece aquí la Luz de Dios imponiéndose a nuestra voluntad? ¡Parece todo lo contrario; más que de luz habría que hablar de penumbra! Pero sigamos: los pastores "fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño... Y regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho" (Lc 2, 16:17; 20).

Es obvio que si Dios se hubiese manifestado en toda su Luz, en toda su Gloria, como Dios Todopoderoso que es, el ser humano no habría sido libre para poder creer en Él o no hacerlo.  Necesariamente hubiera tenido que creer, ante la evidencia. Es un modo de hablar, puesto que eso ya no sería fe, propiamente hablando; el hombre no hubiera tenido más opción en su respuesta que la adoración. Pero no ocurrió así. ¿Y por qué? Pues precisamente porque Dios, que es Amor, quiere de nosotros una respuesta amorosa. Y ésta es imposible si nos priva de la libertad. Sin libertad no puede haber amor. Y lo que Dios quiere y espera de nosotros, de todos y de cada uno, es precisamente nuestro corazón: lo entendamos o no, eso es así. Y es que, como dice Dios mismo en la Biblia: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos" (Is 55,8).

Así es. Y por eso mismo fue necesario que se manifestase del modo en que lo hizo. Esa, y no otra, es la razón por la que se hizo un hombre como nosotros, por la que se hizo un niño, completamente necesitado. De este modo, "el mensaje de Dios se revela lo suficientemente claro para que crea el que quiera creer, y lo suficientemente oscuro para que no crea el que no quiera creer" (ignoro el nombre del autor de esta frase).

Como se señaló al principio, es preciso "hacerse como niños" para poder acoger el mensaje de Jesús. Sólo los sencillos, los limpios de corazón, las personas "de buena voluntad" serán capaces de "captar" su mensaje y de aceptarlo. A los sabios según el mundo les pasará desapercibido. Será, para ellos, "locura y necedad" (1 Cor 1,18). Queriendo explicarlo todo con la sola razón no se darán cuenta de que "sólo se ve bien con el corazón ... Lo esencial es invisible a los ojos" (El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry).

Las verdades sobrenaturales, por su propia esencia, no pueden ser comprendidas con las luces de la razón, sobrepasan la capacidad de ésta, pero no por ello dejan de ser verdad. Es razonable creer en ellas en razón de la Autoridad del que las pronuncia. Su aceptación es posible, pero es preciso que nos fiemos del Señor. San Pablo no se avergonzaba del Evangelio y estaba dispuesto a padecer y a morir incluso, si fuese necesario.  Y todo por una única razón, que él mismo explica, cuando habla de Jesucristo: "Yo sé muy bien en quién he creído" (1 Tim 1,12). Esto es la fe: no sólo (aunque también) la adhesión a unos contenidos que sobrepasan la razón, aunque no son contradictorios  sino, sobre todo, y justificando dichos contenidos, una adhesión firme, total y definitiva a la Persona de Jesucristo: adhesión que, como decía al principio,  no es sólo de nuestra inteligencia, sino de todo nuestro ser. Toda la vida del cristiano se compromete en el acto de fe: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt 22,37).

El Evangelio es el mensaje del Amor que Dios tiene a todos y a cada uno de los seres humanos, un amor que es personal y único. Un amor que, como todo verdadero amor, espera una respuesta amorosa; la reciprocidad es una nota esencial del amor, como se lee en el Cantar de los Cantares: "Yo soy para mi amado y mi amado es para mí"(Ca 6,3). El Cantar es, en este sentido, el libro más audaz de la Biblia, pues compara las relaciones que Dios quiere tener con cada uno de nosotros con las relaciones propias  que se tienen los enamorados (relaciones de ternura y de entrega mutua). Por supuesto, infinitamente mejores. Hacemos uso del lenguaje que tenemos (no tenemos otro) para expresar esta realidad tan sublime, como es la del amor, acudiendo a la poesía y a las metáforas. Y esto que es cierto cuando se trata del amor humano lo es aún más cuando se trata del amor divino-humano, como fácilmente se puede entender: no existen conceptos adecuados que puedan expresar cómo es la realidad cuando ésta se refiere a Dios.

Si, como el apóstol Juan pudiéramos exclamar: "Nosotros hemos conocido y creído en el Amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4,16), si la gente, al mirarnos, viera en nosotros al mismo Cristo, porque también para nosotros, como para San Pablo, Cristo fuera nuestra vida: "Para mí la vida es Cristo..." (Fil 1,21), si esto ocurriera, el mundo se transformaría por completo, sin lugar a dudas. En todo caso, siempre debemos tener presente, en nuestra mente y en nuestro corazón, aquellas palabras reconfortantes del Señor, que nos llenan de esperanza: "En el mundo tendréis sufrimientos. Pero confiad: Yo he vencido al mundo"(Jn 16, 33). "Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20)

domingo, 8 de mayo de 2011

Sin respeto no puede haber amor (José Martí)

Hay un aspecto fundamental, en el que se repara poco, en mi opinión. Por ejemplo, decimos que queremos al Señor. Bien, eso es perfecto, maravilloso, loable y deseable. Pero… ¿lo respetamos? La pregunta parece un poco fuera de lugar: ¿cómo no voy a respetarlo si lo quiero? Una pregunta absurda, luego a luego. Pero pensemos un poco:

¿Qué significa respetar a otro sino dejarle ser él mismo, no imponerle nuestro enfoque de la existencia? Respetar a otro, íntegramente, es respetar su libertad de pensar, de elegir y de actuar, es respetar su modo insustituible de ser, es dejarle “ser”. Esto, que es de sentido común; esto, que parece que lo tenemos muy claro si nos relacionamos con cualquier persona, aun cuando no la conozcamos de nada; esto, digo, no solemos ponerlo en práctica cuando nos relacionamos con el Señor (sin ser conscientes de ello la mayoría de las veces). ¿Por qué me expreso así? ¿A qué me refiero?

Tal vez, para entenderlo, es preciso recordar y tener “in mente” aquellas palabras del mismo Señor: El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3,8). El viento hace referencia al Espíritu Santo, al Espíritu de Jesús. También podemos recordar aquellas otras palabras del profeta Isaías, refiriéndose a Dios: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos” (Is 55,8)

Cuando, mediante la oración, nos relacionamos con el Señor,  es necesario que respetemos “su” voluntad: lo que Él quiere y no lo que nos gustaría que Él quisiera.  Si no lo hacemos así  es señal, más que evidente, de que no respetamos su libertad de querernos, no dejamos que Él nos quiera “a su manera”, que es el único modo de querer. Para lo cual es preciso que tengamos una confianza ilimitada en el Señor, una confianza en que su amor por nosotros es verdadero, una confianza que nos lleve a dejarle que se manifieste tal como Él es. Si de verdad queremos saber lo que Él nos quiere decir, es su Voz la que debemos querer oír y no la voz que nosotros le queramos poner. Él tiene su propia Voz, que no es la nuestra. Esto es así. Ser conscientes de ello es fundamental. Si no respetamos esta Realidad (por las razones que sean) es porque no hay amor, por más que se diga otra cosa. Sin diálogo no puede haber amor; y para que haya diálogo (diálogo con el Señor) la voz que se escucha ha de ser la Suya (no la que nosotros le pongamos).

Si no actuamos así, nos quedamos solos, tristemente solos, sin amor y sin alegría, lo que tiene sentido y es lógico, puesto que sólo su voz es hermosa y nos dice la verdad, incluso aunque esa voz vaya asociada, con frecuencia, a la cruz y al sufrimiento; y por eso nos dé miedo escucharla.

Por extraño que pueda parecer “los caminos del Señor –los que Él ha pensado para nosotros- son mejores que nuestros caminos –los que hemos pensado nosotros”. Seríamos mucho más felices si nos fiásemos completamente del Señor y le dejáramos hacer en nuestra vida, con la seguridad, absoluta, de que lo que Él nos dé siempre será muchísimo mejor que lo que nosotros fuésemos capaces de desear o imaginar. ¿Por qué? Sencillamente, porque Él es más listo que nosotros y sabe, mejor que nosotros mismos, lo que nos conviene; y, además, nos quiere con un amor que es imposible de expresar, incluso aunque, por pura gracia suya, hubiésemos llegado a experimentarlo alguna vez. No existen conceptos para expresar aquello que es inefable. Y el Amor de Dios es inefable, está más allá de nuestros conceptos y de nuestra imaginación, como dice San Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” (1 Cor 2,9)

A veces (casi siempre) el sufrimiento sirve para purificar el amor que decimos tenerle al Señor, un amor que,  en otro caso,  suele quedarse sólo en palabras bonitas, pero que no han sido acrisoladas por la prueba de las contrariedades. A nadie le gusta sufrir, en sí mismo considerado el sufrimiento. Sería absurdo. El sufrimiento es un mal y, como tal, no puede ser querido. Nadie puede querer o desear lo que es malo para él y le hace daño. Pero sufrir por amor es otra cosa.

Pudiera parecer que estamos cayendo en una contradicción, pero no es así: si la persona a quien amamos sufre, ¿acaso no sufrimos nosotros con ella? Por supuesto que sí. Porque nos importa, porque la queremos, porque significa mucho para nosotros. Y esto ocurre en un plano meramente humano. Por razones análogas, ocurre también lo mismo en el plano de lo sobrenatural; y cuando quien nos interesa es el mismo Jesús, no es que signifique mucho para nosotros. Es que lo significa todo, porque (siendo Dios) nos ha dado el ser (sin Él no seríamos); y además, ha querido ser nuestro amigo, haciéndose un hombre como nosotros, dándonos la capacidad de poder amarle libremente como Él nos ama a nosotros.

Pero, ¡fijémonos bien!: en ambos casos (en el plano natural y en el sobrenatural) lo que se busca por sí mismo nunca es el sufrimiento (¡esto sería patológico!), sino el estar con la persona a la que se ama. En el caso que aquí nos ocupa, el que hace referencia a lo sobrenatural, lo que se desea es estar junto al Señor, pues Él es la causa de nuestra felicidad y el que da sentido a nuestra vida: el estar a su lado, queriéndolo; y sabiendo, con toda certeza, que Él nos quiere. No necesitamos más. ¡Sólo Dios basta!, que decía Santa Teresa.

¿Y qué ocurre, entonces, con el sufrimiento? La respuesta, que pudiera parecer complicada, es casi evidente : si Aquel a quien amamos sufre, ¿cómo no vamos a sufrir nosotros también  con Él?. Su sufrimiento nos hace sufrir. Y este sufrimiento, que experimentamos ante el Suyo, no lo rechazamos, porque de hacerlo estaríamos rechazando nuestra relación amorosa con Jesús. Si viéndole sufrir pasáramos de su sufrimiento estaría fuera de toda duda que, en realidad de verdad, lo que le ocurre al Señor no nos importa demasiado, por no decir que no nos importa nada en absoluto. ¿Y qué amor sería éste? Inexistente.

Debemos de tener muy claro, porque eso es lo auténticamente cristiano, que no amamos el sufrimiento porque sí (lo que sería absurdo), pero sí le amamos a Él; y si Él sufre, entonces el amor que le tenemos nos lleva a sufrir con Él, como no podía ser de otra manera, si verdadero es (o quiere ser) nuestro amor hacia Él. Así procedió Jesucristo con nosotros, pues “siendo de condición divina no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2, 6:8). Y, por otra parte, San Pablo nos exhorta a que tengamos “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Fil 2, 3).  

La conclusión se impone, por sí misma: aunque estuviese en nuestras manos, no querríamos evitar "este" sufrimiento, por una razón elemental: si prefiriésemos no sufrir, nos estaríamos alejando de Jesús, nuestro Creador y Señor, que “nos amó y se entregó por nosotros” (Ef 5, 2); nos estaríamos alejando de Aquél que, en la noche del huerto, oró a su Padre, diciendo: "Padre, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). A Jesús sólo le importaba la voluntad de su Padre, porque lo amaba, y si esa voluntad le acarreaba sufrimientos, los aceptaba con gusto, y los deseaba: "Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!" (Lc 12, 50)Y si así actuaba el Señor eso mismo tenemos que hacer nosotros, si somos verdaderos discípulos suyos. 

De ahí que la huida del sufrimiento por causa del Señor es una cobardía que indica, entre otras cosas, que el amor que decimos tenerle es una farsa. Significa que no buscamos, en realidad, hacer su voluntad sino la nuestra: ¡nada más lejos del amor!, puesto que “el amor no busca lo suyo” (1 Cor 13,5).

Un mundo en el que cada uno va a lo suyo y pasa de los demás, es un mundo que ha entronizado el egoísmo como norma de vida, un mundo sin amor, en definitiva. Un mundo así, aunque pudiera "parecer" otra cosa, "es" un mundo triste, puesto que la alegría verdadera va siempre de la mano del amor; o para ser más exactos, va siempre unida al Amor (con mayúscula), que es Dios mismo, encarnado en la Persona del Hijo: Jesucristo, el único que da sentido a todo amor verdadero; y de quien proviene toda alegría auténtica. Darle la espalda a Dios es condenarse ya, en este mundo, a ser un desgraciado y un infeliz, todo lo contrario de lo que Dios quiere para nosotros.

Afortunadamente siguen existiendo los santos, porque los hay, aunque no los conozcamos: personas normales, como nosotros, pero que le han dado a Dios un sí definitivo y total, sin reservas de ningún tipo. Ellos son los que infunden en su entorno esas pequeñas alegrías que hacen la vida llevadera, porque, con su propia vida, hacen presente a Jesucristo entre los hombres. Ellos son, en verdad, las únicas personas auténticamente felices en este mundo. Decía un autor espiritual que “no hay mayor tristeza que la de no ser santos”.  ¿Y en qué consiste la santidad sino en dejar a Dios que nos quiera a su manera? ¿A qué estamos esperando? ¿Cuándo daremos ese paso, que tanto necesitamos?