domingo, 8 de mayo de 2011

Sin respeto no puede haber amor (José Martí)

Hay un aspecto fundamental, en el que se repara poco, en mi opinión. Por ejemplo, decimos que queremos al Señor. Bien, eso es perfecto, maravilloso, loable y deseable. Pero… ¿lo respetamos? La pregunta parece un poco fuera de lugar: ¿cómo no voy a respetarlo si lo quiero? Una pregunta absurda, luego a luego. Pero pensemos un poco:

¿Qué significa respetar a otro sino dejarle ser él mismo, no imponerle nuestro enfoque de la existencia? Respetar a otro, íntegramente, es respetar su libertad de pensar, de elegir y de actuar, es respetar su modo insustituible de ser, es dejarle “ser”. Esto, que es de sentido común; esto, que parece que lo tenemos muy claro si nos relacionamos con cualquier persona, aun cuando no la conozcamos de nada; esto, digo, no solemos ponerlo en práctica cuando nos relacionamos con el Señor (sin ser conscientes de ello la mayoría de las veces). ¿Por qué me expreso así? ¿A qué me refiero?

Tal vez, para entenderlo, es preciso recordar y tener “in mente” aquellas palabras del mismo Señor: El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3,8). El viento hace referencia al Espíritu Santo, al Espíritu de Jesús. También podemos recordar aquellas otras palabras del profeta Isaías, refiriéndose a Dios: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos” (Is 55,8)

Cuando, mediante la oración, nos relacionamos con el Señor,  es necesario que respetemos “su” voluntad: lo que Él quiere y no lo que nos gustaría que Él quisiera.  Si no lo hacemos así  es señal, más que evidente, de que no respetamos su libertad de querernos, no dejamos que Él nos quiera “a su manera”, que es el único modo de querer. Para lo cual es preciso que tengamos una confianza ilimitada en el Señor, una confianza en que su amor por nosotros es verdadero, una confianza que nos lleve a dejarle que se manifieste tal como Él es. Si de verdad queremos saber lo que Él nos quiere decir, es su Voz la que debemos querer oír y no la voz que nosotros le queramos poner. Él tiene su propia Voz, que no es la nuestra. Esto es así. Ser conscientes de ello es fundamental. Si no respetamos esta Realidad (por las razones que sean) es porque no hay amor, por más que se diga otra cosa. Sin diálogo no puede haber amor; y para que haya diálogo (diálogo con el Señor) la voz que se escucha ha de ser la Suya (no la que nosotros le pongamos).

Si no actuamos así, nos quedamos solos, tristemente solos, sin amor y sin alegría, lo que tiene sentido y es lógico, puesto que sólo su voz es hermosa y nos dice la verdad, incluso aunque esa voz vaya asociada, con frecuencia, a la cruz y al sufrimiento; y por eso nos dé miedo escucharla.

Por extraño que pueda parecer “los caminos del Señor –los que Él ha pensado para nosotros- son mejores que nuestros caminos –los que hemos pensado nosotros”. Seríamos mucho más felices si nos fiásemos completamente del Señor y le dejáramos hacer en nuestra vida, con la seguridad, absoluta, de que lo que Él nos dé siempre será muchísimo mejor que lo que nosotros fuésemos capaces de desear o imaginar. ¿Por qué? Sencillamente, porque Él es más listo que nosotros y sabe, mejor que nosotros mismos, lo que nos conviene; y, además, nos quiere con un amor que es imposible de expresar, incluso aunque, por pura gracia suya, hubiésemos llegado a experimentarlo alguna vez. No existen conceptos para expresar aquello que es inefable. Y el Amor de Dios es inefable, está más allá de nuestros conceptos y de nuestra imaginación, como dice San Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” (1 Cor 2,9)

A veces (casi siempre) el sufrimiento sirve para purificar el amor que decimos tenerle al Señor, un amor que,  en otro caso,  suele quedarse sólo en palabras bonitas, pero que no han sido acrisoladas por la prueba de las contrariedades. A nadie le gusta sufrir, en sí mismo considerado el sufrimiento. Sería absurdo. El sufrimiento es un mal y, como tal, no puede ser querido. Nadie puede querer o desear lo que es malo para él y le hace daño. Pero sufrir por amor es otra cosa.

Pudiera parecer que estamos cayendo en una contradicción, pero no es así: si la persona a quien amamos sufre, ¿acaso no sufrimos nosotros con ella? Por supuesto que sí. Porque nos importa, porque la queremos, porque significa mucho para nosotros. Y esto ocurre en un plano meramente humano. Por razones análogas, ocurre también lo mismo en el plano de lo sobrenatural; y cuando quien nos interesa es el mismo Jesús, no es que signifique mucho para nosotros. Es que lo significa todo, porque (siendo Dios) nos ha dado el ser (sin Él no seríamos); y además, ha querido ser nuestro amigo, haciéndose un hombre como nosotros, dándonos la capacidad de poder amarle libremente como Él nos ama a nosotros.

Pero, ¡fijémonos bien!: en ambos casos (en el plano natural y en el sobrenatural) lo que se busca por sí mismo nunca es el sufrimiento (¡esto sería patológico!), sino el estar con la persona a la que se ama. En el caso que aquí nos ocupa, el que hace referencia a lo sobrenatural, lo que se desea es estar junto al Señor, pues Él es la causa de nuestra felicidad y el que da sentido a nuestra vida: el estar a su lado, queriéndolo; y sabiendo, con toda certeza, que Él nos quiere. No necesitamos más. ¡Sólo Dios basta!, que decía Santa Teresa.

¿Y qué ocurre, entonces, con el sufrimiento? La respuesta, que pudiera parecer complicada, es casi evidente : si Aquel a quien amamos sufre, ¿cómo no vamos a sufrir nosotros también  con Él?. Su sufrimiento nos hace sufrir. Y este sufrimiento, que experimentamos ante el Suyo, no lo rechazamos, porque de hacerlo estaríamos rechazando nuestra relación amorosa con Jesús. Si viéndole sufrir pasáramos de su sufrimiento estaría fuera de toda duda que, en realidad de verdad, lo que le ocurre al Señor no nos importa demasiado, por no decir que no nos importa nada en absoluto. ¿Y qué amor sería éste? Inexistente.

Debemos de tener muy claro, porque eso es lo auténticamente cristiano, que no amamos el sufrimiento porque sí (lo que sería absurdo), pero sí le amamos a Él; y si Él sufre, entonces el amor que le tenemos nos lleva a sufrir con Él, como no podía ser de otra manera, si verdadero es (o quiere ser) nuestro amor hacia Él. Así procedió Jesucristo con nosotros, pues “siendo de condición divina no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2, 6:8). Y, por otra parte, San Pablo nos exhorta a que tengamos “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Fil 2, 3).  

La conclusión se impone, por sí misma: aunque estuviese en nuestras manos, no querríamos evitar "este" sufrimiento, por una razón elemental: si prefiriésemos no sufrir, nos estaríamos alejando de Jesús, nuestro Creador y Señor, que “nos amó y se entregó por nosotros” (Ef 5, 2); nos estaríamos alejando de Aquél que, en la noche del huerto, oró a su Padre, diciendo: "Padre, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). A Jesús sólo le importaba la voluntad de su Padre, porque lo amaba, y si esa voluntad le acarreaba sufrimientos, los aceptaba con gusto, y los deseaba: "Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!" (Lc 12, 50)Y si así actuaba el Señor eso mismo tenemos que hacer nosotros, si somos verdaderos discípulos suyos. 

De ahí que la huida del sufrimiento por causa del Señor es una cobardía que indica, entre otras cosas, que el amor que decimos tenerle es una farsa. Significa que no buscamos, en realidad, hacer su voluntad sino la nuestra: ¡nada más lejos del amor!, puesto que “el amor no busca lo suyo” (1 Cor 13,5).

Un mundo en el que cada uno va a lo suyo y pasa de los demás, es un mundo que ha entronizado el egoísmo como norma de vida, un mundo sin amor, en definitiva. Un mundo así, aunque pudiera "parecer" otra cosa, "es" un mundo triste, puesto que la alegría verdadera va siempre de la mano del amor; o para ser más exactos, va siempre unida al Amor (con mayúscula), que es Dios mismo, encarnado en la Persona del Hijo: Jesucristo, el único que da sentido a todo amor verdadero; y de quien proviene toda alegría auténtica. Darle la espalda a Dios es condenarse ya, en este mundo, a ser un desgraciado y un infeliz, todo lo contrario de lo que Dios quiere para nosotros.

Afortunadamente siguen existiendo los santos, porque los hay, aunque no los conozcamos: personas normales, como nosotros, pero que le han dado a Dios un sí definitivo y total, sin reservas de ningún tipo. Ellos son los que infunden en su entorno esas pequeñas alegrías que hacen la vida llevadera, porque, con su propia vida, hacen presente a Jesucristo entre los hombres. Ellos son, en verdad, las únicas personas auténticamente felices en este mundo. Decía un autor espiritual que “no hay mayor tristeza que la de no ser santos”.  ¿Y en qué consiste la santidad sino en dejar a Dios que nos quiera a su manera? ¿A qué estamos esperando? ¿Cuándo daremos ese paso, que tanto necesitamos?

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