domingo, 24 de abril de 2011

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (10 de 11)

el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno, tan temido,
para dejar, por eso, de ofenderte.

Tú me mueves, Señor: muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor; y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
porque aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.
  
Llegamos, por fin, a este último soneto del siglo XVI, de autor desconocido. En el primer soneto el poeta posponía la respuesta a Dios “para mañana” (o sea, nunca). En el segundo el poeta no podía figurarse hasta qué punto era amado por Dios y lo descubre en el misterio del Niño-Dios (no le queda sino confiar en su misericordia). En el soneto que ahora nos ocupa nos topamos de lleno con una respuesta del poeta a Dios, tan “desinteresada” que, humanamente hablando, es inconcebible.

El estilo es directo, desnudo de imágenes y de figuras. Lo que define a este soneto no es la belleza imaginativa del lenguaje, sino la fuerza del contenido, en donde hay una renuncia explícita a todo lo que no sea amar, único modo de corresponder al Amor de Jesucristo.

El ser humano siempre se mueve buscando algún tipo de recompensa por lo que hace, o bien por temor a perder algo a lo que está fuertemente unido, algo que le es especialmente querido. Aquí, en cambio, lo que mueve al poeta para no ofender a Dios no es ni el deseo del Cielo ni el temor del Infierno; aunque éstos no existieran (que existen) lo único por lo que el poeta se siente movido es por el deseo de responder con amor a ese inmenso amor del que ha sido objeto por parte de Aquel que, siendo Dios,  y por puro Amor, se ha despojado de su riqueza y se ha hecho uno de nosotros. Y, como ocurre siempre en estos casos, las palabras se quedan siempre muy lejos de la realidad a la que aspiran. Habría que decir aquello que expresó bellamente un poeta, cuyo nombre no recuerdo:

Pobres páginas, que ansiaron,
con la mayor de las ansias,
decir tan hermosas cosas
…;y al final no dijeron nada!

Viene bien, con motivo de la Semana Santa, escribir aquí algunas citas del profeta Isaías:

“Despreciado y rechazado de los hombres, varón de dolores y experimentado en el sufrimiento;… despreciado, ni le tuvimos en cuenta. Pero Él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestros dolores,…Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados. El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes, cada uno seguía su propio camino, mientras el Señor cargaba sobre él la culpa de todos nosotros. Fue maltratado, y él se dejó humillar, y no abrió su boca; como cordero llevado al matadero… Su sepulcro fue puesto entre los impíos y su tumba entre los malvados, aunque él no cometió violencia, ni hubo mentira en su boca… Ofreció su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores” (Is 52, 3:12)

Como ya sabemos, todas estas cosas (y muchas otras más, también predichas por los profetas) se cumplieron en Jesucristo. 

Si algo está claro es que “Él nos amo primero” (1Jn 4,19). Esto es lo que hace posible que nosotros podamos también amarle a Él. Sí, pero amarle ¿de qué manera?: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros como Yo os he amado” (Jn 13,34). ¿Y cómo nos amó el Señor?: “La víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1). Y en otro lugar: “Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). En la parábola del Buen Pastor nos dice Jesús: “Como mi Padre me conoce, también yo conozco al Padre, y doy mi vida por mis ovejas” (Jn 10,15). Y más adelante: “Por eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Este es el mandato que he recibido de mi Padre” (Jn 10, 17-18).

Las citas podrían multiplicarse, pero en todas ellas queda claro el tierno amor que Jesús nos tiene, un amor que le lleva a dar su vida, voluntariamente, por cada uno de nosotros. Y dicho sea de paso: Nadie le quita su Vida, nadie se la puede quitar. Él es el Señor de la vida y de la muerte. Tiene poder para dar la vida y tiene poder para volver a tomarla. La muerte no tiene dominio sobre Él. Así lo demostró resucitando al tercer día, con su cuerpo glorioso, con el que se encuentra junto a su Padre.

Él nos ha dado ejemplo de lo que tenemos que hacer. Pero, sobre todo, nos ha dado las fuerzas para que podamos hacerlo. De hecho, el poeta desconocido al que nos estamos refiriendo en este soneto, no podría, bajo ningún concepto responder de ese modo “desinteresado” al amor de Dios, si no recibiera, de Dios mismo, las fuerzas, para hacerlo.

Nuestra naturaleza es incapaz de dar una respuesta perfecta de amor a Dios: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15,5). Esto es completamente cierto, pero el Señor suple en nosotros lo que, por nosotros mismos, seríamos incapaces de llevar a la práctica. Y así dice el Señor poco después de la cita anterior: “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá” (Jn 15,7). Y en otro lugar: “Pedid y recibiréis; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; y el que busca halla, y al que llama se le abre” (Lc 10, 9-10). “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden” (Lc 10, 13).  Sí, el Espíritu Santo, ese Espíritu que “acude en ayuda de nuestra debilidad; pues no sabiendo pedir lo que nos conviene, el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26). Esto significa que, aunque es verdad que nuestra respuesta amorosa a Dios es imposible sin su ayuda, también lo es que dicha respuesta es perfectamente posible si ponemos todo de nuestra parte. Él hará el resto. ¡Tenemos su palabra! : “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13).