domingo, 30 de enero de 2011

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (7 de 11)


A nosotros nos suele ocurrir algo parecido a lo que le ocurría a Manuel Machado. No comprendemos cómo es posible que Dios se pueda sentir ofendido por lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer (por lo que yo, en concreto, haga o deje de hacer).

Y esto, ¿por qué? Es muy simple: pensamos que, siendo Él Todopoderoso y Eterno, es imposible que nosotros, siendo tan limitados, podamos ofenderle; pensamos (a veces sin ser conscientes completamente de ello) que Dios es un Ser lejano  que nos ha creado, manifestando así su Poder, pero que, aparte de ser sus criaturas, no tenemos especial importancia para Él. Además, siendo –como es-Espíritu puro (sin cuerpo) no puede entender nuestros problemas, nuestras alegrías o nuestros sufrimientos, puesto que Él no los ha experimentado en sí mismo.

Y, en efecto, así ha sido durante buena parte de la existencia del ser humano sobre la Tierra, desde el pecado del primer hombre hasta la venida de Jesucristo. Las manifestaciones de Dios al ser humano, a lo largo del tiempo, han seguido un proceso que podríamos calificar de pedagógico. Ha ido preparando el terreno y enseñándonos paulatinamente cómo es Él en realidad; y esto tanto a los gentiles: “Desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios –su eterno poder y su divinidad- se han hecho visibles a la inteligencia A TRAVÉS DE LAS COSAS CREADAS” (Rom 1, 20), como a los judíos: “En diversos momentos y DE MUCHOS MODOS HABLÓ DIOS EN EL PASADO A NUESTROS PADRES por medio de los profetas” (Heb 1,1).

Luego si Dios se nos ha ido dando a conocer poco a poco, a lo largo del tiempo, es señal inequívoca de que sí le importamos. Le importamos mucho. Y hasta tal punto le importamos que, como nos sigue diciendo San Pablo en su carta a los hebreos: “EN ESTOS ÚLTIMOS DÍAS (DIOS) NOS HA HABLADO POR MEDIO DE SU HIJO, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo” (Heb 1,2). Dice el poeta (y esto nos lo podemos aplicar también nosotros a nosotros mismos) que no concebía que fuese posible, de ninguna manera, que (dada la Grandeza de Dios, tal como él la entendía), Dios se rebajara a amarnos, con nuestra nulidad y nuestra pobreza.

Y, sin embargo, el poeta cambió de opinión, y además, drásticamente. ¿Por qué? ¿Qué fue lo que le motivó a hacerlo? Habría que tener en cuenta aquí muchos aspectos; pero, de entrada, podemos decir, acerca del poeta, que era un hombre bueno, un hombre que buscaba sinceramente la verdad. Este aspecto de búsqueda sincera es imprescindible para poder encontrar a Dios, de acuerdo con sus mismas palabras: “Buscad y hallaréis… porque todo el que busca encuentra” (Mt 7, 7.8; Lc 10, 9:10). En este sentido, el descubrir a Dios depende de nosotros: de nuestro esfuerzo, de nuestro deseo, de nuestra buena voluntad, en definitiva: Él se deja encontrar siempre por aquéllos que le buscan con un corazón sincero.

Pero, siguiendo con la idea esbozada en este soneto, ¿qué es lo que vio el poeta que le hizo tanta mella y transformó su vida? Sucedió al llegar la Navidad y ver al Niño Jesús. Se nos viene a la mente que el poeta había visto ya – y no sólo una, sino muchas veces - la figura del Niño Jesús, a lo largo de su vida; lo cual es completamente cierto. Sin embargo… su disposición interior, su inquietud actual era muy distinta a la que había sido anteriormente… El poeta estaba ahora abierto a la verdad. Y por eso VIÓ, se le abrieron los ojos,…, y reconoció a Dios en aquel niño pequeñito y desnudo.

Este es el gran misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, uno de los más importantes del Cristianismo, el misterio del Amor de Dios hacia cada uno de nosotros, un amor que le llevó a hacerse hombre, verdaderamente hombre (“se encarnó, tomó nuestra carne”), sin dejar de ser Dios, verdaderamente Dios. Aquel de quien dice San Pablo: “Todo ha sido creado por Él y para Él. Él es antes que todas las cosas y todas subsisten en Él” (Col 1, 16:17). Y en otro lugar: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28)

Es decir, Dios mismo, en la Persona de su Hijo, el Dios Omnipotente y Eterno, Creador del Universo y de todo cuanto existe, nos ha querido hasta el extremo, incomprensible para nosotros, de tomar nuestra carne, haciéndose realmente hombre, pasando por todas las etapas propias de un ser humano normal: concebido en el vientre de una mujer (la Virgen María) por obra del Espíritu Santo, nacido como un niño, desnudo y necesitado completamente de José y de María para poder sobrevivir, se desarrolla y crece en el seno de una familia (la Sagrada Familia), aprende el oficio de aquél que “legalmente” era su padre; siendo Dios, vive “sujeto a sus padres” durante treinta años, hasta que llegó su hora de manifestarse al mundo, conforme siempre a la voluntad de su Padre Dios (siendo Él mismo también Dios): “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Y la voluntad del Padre (que es también la voluntad del Hijo) fue que su Hijo se hiciera realmente hombre, para salvarnos (para que pudiéramos estar con Él, que no otra cosa es la salvación) y para enseñarnos aquello en lo que consiste el amor, el verdadero amor.

Jesucristo (el Dios-hombre) experimentó en Sí mismo todos los avatares que conlleva la existencia humana; y como única explicación su Amor por cada uno de nosotros, Amor incomprensible, no merecido, que le llevó a querer tener necesidad de nosotros, porque verdadero quiere que sea también el amor que nosotros le tengamos a Él. Pero de esto seguiremos hablando en el siguiente post.

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