Hemos visto, en los escritos anteriores, cómo la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros es siempre para el momento presente. "A cada día le basta su propio afán " (Mt 6:34). Recordamos también el consejo del Señor para que no estemos inquietos por las cosas de este mundo: "Buscad el Reino de Dios y esas otras cosas [por las que se afanan las gentes del mundo] se os darán por añadidura" (Lc 12:31).
Ante la llamada de Dios -una llamada que se nos hace patente en la Persona del Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor-, no valen las dilaciones, el dejarlo para después, como se dice en el soneto de Lope de Vega: "Mañana le abriremos -respondía- //para lo mismo responder mañana". El amor, cuando es verdadero, no entiende de demoras, porque "no busca lo suyo" (1 Cor 13:5), sino tan solo el estar con Aquel a quien ama, y por el que se sabe amado.
Si cada día, cada instante, procuramos ser fieles al Señor, poniendo todos los medios a nuestro alcance, puesto que contamos con su gracia y con su ayuda, cuando Él venga, nos encontrará esperándole, y podremos entrar con Él al banquete nupcial, como les ocurrió a las vírgenes prudentes.
El Señor nos lo recuerda repetidas veces, porque sabe lo importante que es para nosotros el vivir con esta esperanza vigilante, propia del verdadero amor: "Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor" (Mt 26:42). "...estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre" (Mt 26:44).
Y no debemos tener miedo, ni ponernos tristes, porque el que llega, cuando llegue, es nuestro amigo: "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando" (Jn 15:14); y aunque es verdad que ahora no le vemos, confiamos en su Palabra; sabemos que le volveremos a ver, cuando llegue nuestra hora, cuando llegue ese momento que Él ha pensado para nosotros; y ya no habrá más ausencias: "Os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría" (Jn 16:22).
El soneto que sigue está también relacionado con otro tipo de respuesta que el hombre suele dar al Señor.
Nunca, Señor, pensé que te ofendía
porque jamás creí que a tu pureza
alcanzase la mísera torpeza
de quien, aun de quererlo, ¡no podría!
Triste de mí, tampoco concebía
que pudiera caber en tu grandeza
amar la nulidad y la pobreza
de este gusano vil, que dura un día.
Pero, al llegar la Navidad, y verte
niño y desnudo, celestial cordero,
y para el sacrificio señalado...
Sé cuánto mi maldad pudo ofenderte
y sé también -y en ello solo espero-
que más que te he ofendido, me has amado
(Manuel Machado, 1874-1947)
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