lunes, 14 de marzo de 2011

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (9 de 11)


En el PRIMER SONETO que estamos comentando, atribuido a Lope de Vega: “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?”, la respuesta que daba el hombre a Dios era la demora:
“Mañana le abriremos”-respondía-
¡para lo mismo responder mañana!
En el fondo de la demora está la cobardía, el apego a lo que se cree tener, el pensar que, al decirle que sí al Señor perdemos nuestra libertad. Y la respuesta se va posponiendo de un día para otro. No se le da un no rotundo, pero de hecho se le da un no. En la demora se quiere “nadar y guardar la ropa”, no se quiere prescindir de nada. Pero la vida cristiana tiene unas exigencias que son incompatibles con esa actitud. Así, en el capítulo de San Lucas, versículos 60 y 61, uno que quería seguir al Señor le dijo: “Te seguiré, Señor, pero déjame primero que me despida de mi familia” Jesús le dijo: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios”.
Así es el Señor de tajante. Y es que cuando se trata de amar no valen las componendas. Cuando se le responde al Señor “…mañana” se trata, en realidad, de una hipocresía porque, en el fondo, se ha decidido optar por uno mismo y por la propia comodidad; pues lo cierto y verdad es que no le hemos dado todo nuestro corazón; nos reservamos cosas. Decir “mañana” es lo mismo que decir “nunca”, aunque “en la apariencia” queda muy bien. Pero Dios no se fija en las apariencias. A Él no podemos engañarle.
La demora es un “autoengaño”, más o menos consciente, pero es un verdadero rechazo al amor. El Amor que Él nos ofrece es en totalidad: Dios se nos da enteramente en Jesucristo, sin reservas. Y espera de nosotros una respuesta en la que le entreguemos todo nuestro corazón, toda nuestra alma y todo nuestro ser. Nos lo da todo y nos pide también todo: la reciprocidad es consustancial al amor verdadero.
Tal vez pretendemos acallar nuestra conciencia mediante ese tipo de respuesta: “...mañana”. Pero es un error. Y lo sabemos. La respuesta que Dios quiere de cada uno de nosotros es para hoy, para este instante concreto. “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Heb 3, 7). Sobre este punto ya he hablado extensamente en otro post.
El SEGUNDO SONETO, de Manuel Machado, titulado “Bethlem”, supone un avance con relación al anterior. El poeta considera primeramente que es imposible que Dios se sienta ofendido por “este gusano vil, que dura un día” (que eso es lo que somos cada uno de nosotros). Pero su manera de enfocar la situación cambia por completo cuando cae en la cuenta de que contamos para Dios y que no es indiferente el que nos comportemos de una manera o de otra con relación a El.
Este descubrimiento nos lo cuenta él mismo, en unos versos de gran belleza:
Pero, al llegar la Navidad, y verte
niño y desnudo, celestial cordero,
y para el sacrificio señalado…
Sé cuánto mi maldad pudo ofenderte
y sé también-y en ello sólo espero-
que más que te he ofendido, me has amado.
Aquel “por quien fueron hechas todas las cosas” (Jn 1,3), “siendo de condición divina no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios” (Fil 2,6), sino que “se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). De modo que, aunque “a Dios nadie lo ha visto jamás, el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (Jn 1,18).
El arcángel Gabriel se apareció a María y le dijo: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo.” (Lc 1, 31:32a). Y más adelante, se apareció un ángel del Señor a unos pastores, y les dijo: “Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en unos pañales y reclinado en un pesebre” (Lc 2, 11)
Dios mismo, el Creador del Universo (en la Persona del Hijo) hecho un niño pequeño. Cuando el poeta Manuel Machado vio esto, cuando entendió –por la gracia de Dios- que aquel niño era Dios; que ese Dios, que Él consideraba inaccesible e incapaz de ser ofendido por nosotros, había tomado un cuerpo y se había hecho realmente hombre, porque le importábamos, porque nos amaba y deseaba nuestra salvación… entonces supo “cuanto su maldad pudo ofenderle”. ¡Aunque parezca increíble, podemos ofender a Dios: eso y no otra cosa es el pecado!
Desde el mismo momento en que Dios no significa nada para nosotros; desde el momento en que nuestras preocupaciones se alejan de aquello que es lo único importante, todo eso es una señal, más que evidente, de que nuestro amor por Dios es muy pequeño; y de que tenemos que reavivarlo porque, mientras vivimos, se nos da la posibilidad de cambiar.
Este niño, que es Dios, es infinitamente misericordioso; y nada desea más sino que le correspondamos con nuestro amor, del mismo modo en que Él nos ha amado a nosotros. Sólo en esa correspondencia a su amor podemos encontrar nuestra dicha, ya en esta tierra. Dice San Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, hablando de Jesucristo, que “en ningún otro está la salvación; no hay ningún otro Nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos” (Hch 4, 12).
“Dios no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28). Cuando Felipe, uno de los apóstoles, le dice a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”, Jesús le responde: “Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a Mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Y más adelante: “Creedme, Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí” (Jn 14,11)
Mirando a Jesucristo, vemos al Padre. Mirando al niño Jesús, vemos a Dios. Manuel Machado “sabe” esto muy bien. De ahí los últimos versos de su soneto:
“y sé también-y en ello sólo espero-
que más que te he ofendido, me has amado”
Hay aquí una auténtica conversión: primero, el reconocimiento, al ver al niño Jesús, de que sí es posible que Dios se sienta ofendido por nuestra falta de amor. Y segundo, la seguridad de que, puesto que este niño es Dios, y su Amor es infinito, todos los pecados, por grandes que sean, se desvanecen y desaparecen (“Más que te he ofendido, me has amado”). Ciertamente, se da por supuesto que Manuel Machado se arrepiente sinceramente de sus pecados, y hace uso del sacramento de la confesión, instituido por Jesucristo para este fin.
Cito a continuación unos versos de Lope de Vega,  titulados “No se dejaba mirar”, en los que se deja traslucir la maravilla de la mirada del niño Dios, que es capaz de convertir los corazones más endurecidos:
Este niño celestial
tiene unos ojos tan bellos,
que se va el alma tras ellos
como a un centro natural.
No se dejaba mirar
envuelto en nubes y velos;
ahora en pajas y hielos
se deja ver y tocar.
Y cómo mira a los que son
la causa por que suspira:
con unos ojuelos mira,
que penetra el corazón.
En el próximo post comentaré algo sobre el TERCER SONETO, que es el colofón de estos comentarios, aunque no sin antes acabar con unos versos, de mi propia cosecha, dirigidos al niño Jesús:
La luz que de tus ojos
al corazón atento le llegaba
quitaba sus enojos;
y tal valor le daba
que ya temor ninguno le quedaba.


Aquí se aprecia que nunca está todo perdido, que cuando se mira a Jesús y, sobre todo, se deja uno mirar por Él, abriéndole el corazón, ya nada importa (por grandes que sean nuestros defectos); ya nada se teme, porque sólo queda el amor.
Y es de notar que, mirándole, cambia nuestra percepción de la realidad, haciéndose ésta más verdadera porque vemos las cosas con los mismos ojos de Dios, o sea, como realmente son, pues Dios es el autor de todo cuanto existe.

En realidad, el razonamiento queda muy atrás, y en su mirada se descubren, o mejor, se ven con toda claridad y con mayor perfección, aquellas cosas que antes apenas se conocían, por más que se hubiera indagado. La consecuencia inmediata de este cruce de miradas es la alegría, una profunda alegría que el mundo no conoce, ni puede conocer: la alegría que procede de Dios, tal como intento reflejar en la siguiente estrofa:

Mi sonrisa brotaba
al sentir en sus ojos la alegría;
ojos que yo amaba,
porque en ellos veía
aquello que antes sólo lo sabía.