El amor se manifiesta con más perfección en el sufrimiento. La máxima felicidad se da junto al máximo sufrimiento... eso sí: no cualquier sufrimiento, lo que sería absurdo, sino aquel que se tiene por causa de Jesús. Gran misterio es éste, el de la cruz. Pero es nuestra única esperanza. Y esto no es algo negativo. Recordemos las palabras de Jesús: "Cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia Mí". (Jn 12, 32). Y eso ¿por qué?. ¿Por qué esa atracción? Es sencillo de explicar (aunque no de vivir), pues la alegría y la felicidad van siempre unidas al amor. Y "nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13) Jesucristo nos manifestó el máximo amor posible, dando voluntariamente su vida por nosotros, para salvarnos. Y lo hizo, además, mediante la muerte más ignominiosa que entonces existía, que estaba destinada a los criminales, una muerte de cruz. Pues bien: su muerte en la cruz fue su gran victoria sobre el pecado, porque fue la máxima manifestación posible de amor.
Allí nos lo dio todo, y se quedó completamente sin nada, hasta el extremo de sentirse solo, realmente solo: "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46). Es cierto que Él era Dios (es Dios) y no podía ser abandonado por el Padre, pues Padre e Hijo son consustanciales; pero su sentimiento y su sufrimiento eran reales, como verdadero hombre que era. Nos entregó también a su madre: "Viendo Jesús a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo'. Luego dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre' " (Jn 19,26-27) . Y finalmente nos entregó su Espíritu: " 'Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu'. Y diciendo esto expiró" (Lc 23,46).
La máxima entrega, la máxima pobreza, el máximo amor. No existe una entrega mayor ni un amor mayor: "Se hizo obediente (a su Padre) hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le dio un Nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese: '¡Jesucristo es Señor!', para gloria de Dios Padre" (Fil 2,8-11).
Camino del Calvario "le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres que lloraban y se lamentaban por Él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: 'Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos" (Lc 23, 27-28). Porque esa fue la causa de la muerte de Jesús: el pecado. No era Él digno de pena, sino nosotros, por nuestros pecados, por los que deberíamos apenarnos y llorar. Y, sin embargo, ocurre que apenas si le concedemos importancia al pecado (esto en el "mejor" de los casos, porque para muchos ni existe). No es éste el pensamiento de Dios quien "no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros" (Rom 8,32) Y en otro lugar: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito para que el que crea en Él no muera, sino que tenga Vida Eterna" (Jn 3,16). San Pablo, hablando del pecado, le llama "misterio de iniquidad" (2 Tes 2,7) Deberíamos preocuparnos si nuestra conciencia se ha vuelto insensible al pecado, porque éste es la causa de todos los males que existen. Y todos somos pecadores. Sólo el amor de Dios, expresado mediante la muerte de su Hijo en la Cruz, es capaz de librarnos de yugo del pecado:
Creer en Dios o amar a Dios, viene a ser lo mismo. Y el amor es siempre cosa de dos. Esto vale también para el amor entre Dios y nosotros. Para que la redención objetiva, realizada de una vez para siempre por Jesucristo, pueda hacerse realidad en nosotros (redención subjetiva) es preciso una respuesta amorosa a Dios por nuestra parte. El amor de Dios no se nos impone; no se nos puede imponer, pues precisamente nos ha creado libres para que el verdadero amor entre Él y nosotros fuera posible. Si nos impusiera su Amor, no se podría hablar realmente de amor, porque el Amor es esencialmente libertad. Si Dios nos impusiera su amor no nos estaría tratando como personas. Y ésta es, precisamente, la razón fundamental por la que no se puede hablar de salvación universal. Pues si libremente se puede aceptar el amor que Dios nos ofrece en Jesucristo, libremente también se puede rechazar . De ahí la posibilidad de condenación (cuya causa se encontraría en nuestra voluntad y no en la suya).
¡Es tan grande el amor de Dios por nosotros....(por cada uno)...!, que llega hasta el extremo de decirnos: "Me robaste el corazón, hermana mía, esposa, prendiste mi corazón en una de tus miradas" (Cant 4,9). "Dame a ver tu rostro, dame a oir tu voz, porque tu voz es suave y es amable tu rostro" (Cant 2,14). Es increíble que Dios nos quiera (de un modo genérico), pero aún lo es más que ese amor sea el máximo amor posible, que sea un amor propio de dos personas enamoradas (pero con intensidad infinita), porque ¡Dios está, verdadera y realmente, enamorado de nosotros, de una manera personal y única! Todo esto es tan bello que no nos lo acabamos de creer. Por eso nos va tan mal y por eso no somos todo lo felices que deberíamos de ser, y que Dios quiere que seamos ... ¡ya en este mundo, como un adelanto del futuro! Ahora no podemos disfrutar de la visión beatífica, que está reservada a para aquellos que han llegado ya a la meta y que se encuentran en el cielo, junto a Jesús.
Siendo esto así, ¿a qué estamos esperando? Podremos pensar, con verdad, que todo esto sobrepasa nuestras fuerzas, lo que es cierto. Pero es más cierto aún (si se puede hablar así) que si se lo pedimos al Señor, con insistencia, Él nos lo concederá. Acerca de esto no nos debe caber la menor duda, "pues si vosotros- dice el Señor- , siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?" (Lc 11,13). Sabiendo que el tiempo es breve, deberíamos tener grabadas en nuestro corazón estas palabras de San Pablo: "Ya es hora de que despertéis del sueño, pues ahora está más cerca de nosotros la salvación que cuando creímos" (Rom 13,11). Si ponemos todo cuanto está de nuestra parte, mediante la vigilancia y la oración constantes, Dios no dejará de escucharnos. Y ojalá que el Señor nos concediera la gracia de que pudiéramos, nosotros también, llegar a decir, como la esposa del Cantar: "Yo soy de mi amado y mi amado es mío; él pastorea entre azucenas" (Cant 6,3). "Mi amado es para mí y yo soy para Él" (Cant 2,16). "Yo soy para mi amado y a mí tienden todos sus anhelos" (Cant 7,11). Ésta es la respuesta perfecta de amor que Él está esperando, con anhelo, de cada uno de nosotros.
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