viernes, 12 de febrero de 2016

Realidad del pecado: la cruz de Cristo única salvación posible (6 de 11) [José Martí]


Enlaces a las distintas entradas sobre este tema:


La cruz de Cristo única salvación posible (1 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (2 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (3 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (4 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (5 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (6 de 11)




La cruz de Cristo única salvación posible (8 de 11)

La cruz de Cristo única salvación posible (9 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (10 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (11 de 11)



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Paráclito es uno de los Nombres que se le dan al Espíritu Santo y significa Consolador. El Espiritu Santo, el Gran Desconocido es igualmente Dios, como lo son el Padre y el Hijo. El Padre no procede de nadie, el Hijo procede del Padre por generación intelectual y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por espiración amorosa: tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Eso es lo que nos enseña nuestra fe. Este misterio de la Santísima Trinidad nos revela a Dios como Amor en Sí mismo, pues el Amor, por esencia, es interpersonal al mismo tiempo que unitivo. Unidad y Diversidad se dan en Dios de un modo Perfecto.

Por expresarlo de alguna manera, se podría decir, puesto que nos es preciso usar el lenguaje para poder entendernos, que aunque todo Dios es Amor, como nos dice san Juan, el Espíritu Santo sería como el Corazón mismo de Dios. Esto es un modo de hablar ya que no existen palabras para expresar la inmensidad del misterio de Dios quien, siendo Uno, es igualmente Trino: Uno en Esencia y Trino en Personas. La intimidad de Dios, su Amor, se le atribuye al Espíritu Santo. Pero este Amor de Dios, su intimidad, es Dios mismo: Dios es simplicísimo. Podríamos decir, para entendernos, que aunque Dios -todo Él- es Amor, expresa ese Amor, con relación a nosotros, dándonos su Espíritu. De ahí llas palabras del apóstol Pablo a los romanos: "el Amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 5).


El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es Espíritu del Padre y es, igualmente, Espíritu del Hijo. Un Único Espíritu, que se identifica con el Amor que Padre e Hijo se profesan. Resulta, sin embargo, que a Dios, es decir, al Padre nadie lo ha visto jamás (Jn 1, 18a). Y, en cambio, al Hijo sí que lo hemos podido ver y conocer: "Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, Él mismo es quien os lo ha dado a conocer" (Jn 1, 18b) pues "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14).


Antes de la venida de Jesucristo, en el Antiguo Testamento, el conocimiento de Dios por parte del hombre era muy imperfecto, pues Dios es Espíritu. Nadie es capaz de imaginar a un espíritu. Está fuera de nuestras posibilidades como personas humanas que somos. En cambio, cuando Dios, en la Persona de su Hijo, "se hizo carne", todo cambió. Desde el momento en el que el Hijo tomó nuestra naturaleza humana, haciéndose real y verdaderamente uno de nosotros, Dios nos es accesible. Ahora ya nos es posible verlo y también imaginarlo, pues este Dios-hombre, que es Jesucristo, tiene un cuerpo como el nuestro. Es realmente hombre, como nosotros, además de ser Dios. Y por eso pudo decir a Felipe, cuando éste le preguntó por el Padre: "El que me ve a Mí, ve al Padre" (Jn 14, 9). Esta idea es esencial al Cristianismo. Sin ella no se entiende ni se puede entender nada. En el Hijo, Dios nos lo ha dado todo: se ha dado todo Él, puesto que Padre e Hijo son una sola cosa: "Yo y el Padre somos Uno" (Jn 10, 30). "Quien me ve a Mí, ve al que me ha enviado" (Jn 12, 45)


De manera que, en lo que sigue, y con fines didácticos, cuando nos refiramos al Espíritu Santo hablaremos del Espíritu de Jesucristo (que, por supuesto, es el Espíritu de Dios, es Dios mismo) teniendo "in mente" que sólo Ése es el Espíritu de Dios, ése es el Espíritu Santo, conforme a lo que se ha explicado ya más arriba. De manera que todos nuestros problemas, con relación a Dios, se reducen a uno solo: el conocimiento de Jesucristo. Y no lo olvidemos: "Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo también posee al Padre" (1 Jn 2, 23). "El que no honra al Hijo, no honra al Padre, que lo ha enviado" (Jn 5, 23).


El mensaje de Amor que nos trajo Jesús incluía, como esencial a dicho mensaje, a un Dios único, el mismo Dios del Antiguo Testamento, Aquén en el que los judíos creían, pero traía una novedad fundamental que es la que los judíos, en su mayoría, no creyeron. Y es la de que Dios, aun siendo único, se había revelado en su Hijo, quien era también Dios (además de ser hombre) y, en cuanto Dios, idéntico al Padre, sin confundirse con Él. Esto ni lo podían entender (lo que es lógico, tratándose de un misterio; Dios nos supera y eso es lo propio) ni lo podían admitir (aunque esto ya no es tan lógico; su única explicación es la soberbia de quien no admite ninguna otra verdad que la que su mente estrecha entienda). Por eso, "aunque había hecho tan grandes señales delante de ellos, no creían en Él" (Jn 12, 37)


Y no sólo eso, sino que además "buscaban el modo de matarle porque no sólo violaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios" (Jn 5, 18). Que Jesús llamaba Padre a Dios en un sentido completamente diferente al que usamos nosotros cuando  llamamos también  Padre a Dios, lo podemos comprobar en el episodio que siguió después de que Jesús dijera: "Yo y el Padre somos Uno" (Jn 10, 30). Se lee en el Evangelio que "de nuevo los judíos tomaron piedras para apedrearle; y Jesús les replicó: 'Muchas obras buenas os mostré de parte del Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?' Los judíos le respondieron: 'No te apedreamos por obra alguna buena, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios' " (Jn 10, 31-33). Jesús no se amilana y les responde: "Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis a Mí, creed por las obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en Mí y Yo en el Padre" (Jn 10, 37-38).


¿Cuál fue la reacción de los judíos ante los milagros de Jesús? ¿Creyeron en Él por eso? Todo lo contrario. De hecho, después de haber resucitado Jesús a Lázaro, "los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se reunieron en consejo y decían: ¿Qué hacemos, porque ese hombre hace muchos milagros? Si le dejamos, todos creerán en Él" (Jn 11, 47-48). "Y desde aquel día decidieron darle muerte" (Jn 12, 53). Y, además, "los príncipes de los sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos, por su causa, se apartaban de los judíos y creían en Jesús" (Jn 12, 11).


Ante la obcecación de los judíos, en la que se manifiesta claramente aquello de que "vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron" (Jn 1, 11) Jesús no hace alarde de su condición divina ni les obliga a creer en Él. ¿Por qué? Pues porque el Amor, que es Dios, no se impone. Y por eso nos encontramos a Jesús llorando sobre Jerusalén. Nos lo relata san Lucas: "Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: "¡Si supieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos" (Lc 19, 41-42). Aquí se manifiesta, con toda claridad, cómo es Dios y cómo es su Espíritu. Fijándonos en Jesucristo descubrimos a Dios. Y no hay otro camino para llegar a Dios sino es a través de su Hijo encarnado, quien nos dijo, en cumplimiento de la Voluntad de su Padre: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí" (Jn 14, 6). 

Ahora bien: Jesucristo, una vez cumplida la misión que el Padre le había encomendado, tiene que marcharse. Y les habla claramente a sus apóstoles: "Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre" (Jn 16, 28).  "Cuando me vaya y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré conmigo, para que donde Yo estoy, estéis también vosotros" (Jn 14, 3). Y sigue: "no os dejaré huérfanos, volveré a vosotros" (Jn 14, 18). Es importante que nos creamos estas palabras de Jesús, que son las que nos dan la vida.  


Y, sin embargo, aunque son palabras de consolación, es un hecho que los apóstoles -y también nosotros- nos quedaremos sin su Presencia física "visible" hasta que Él vuelva de nuevo, al final de los tiempos. Jesús lo sabe muy bien y sabe que su Ausencia les hará sufrir, como bien les dice: "Ahora tenéis tristeza" (Jn 16, 22a) ... pero ahí no acaba todo. Por el contrario, les da ánimo para que no desfallezcan: "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en Mí" (Jn 14, 1). Porque, además, "os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie podrá quitaros vuestra alegría" (Jn 16, 22b).


¿Pero qué haremos mientras tanto? ¿De dónde sacaremos la fuerza que necesitamos para perseverar en la fe y ayudar a los demás a hacer lo mismo? ¿Dónde queda aquello que dijo: "Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20b)? 
Tenemos, por supuesto su presencia Real en la Eucaristía, que Él instituyó (Mt 26, 26-28; Mc 14, 22-24; Lc 22, 19-20; 1 Cor 11, 23-26), aunque oculta a nuestros sentidos bajos las especies del pan y del vino ... un misterio al que sólo puede accederse desde la fe. Pero, ¿quién nos dará esa fe de la que dijo Jesús que era "la victoria que vence al mundo" (1 Jn 5, 4) ... si Él se ha ido, si ya no podemos verlo.


Y es aquí donde hace su presencia el Espíritu Santo: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre, el Espíritu de Verdad, al que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni le conoce. Vosotros le conocéis porque permanece en vosotros y en vosotros estará" (Jn 14, 15-17). El primer Paráclito, en este sentido, sería el propio Jesucristo, puesto que Paráclito significa también abogado y dice san Juan que "tenemos  un abogado ante el Padre, Jesucristo, el justo" (1 Jn 2, 1). De ahí que Jesús les diga a sus discípulos: "Estas cosas os las he dicho estando con vosotros, pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que Yo os he dicho" (Jn 14 26).


¿Y cómo sabemos, con seguridad, si tenemos Su Espíritu?



(Continuará)