miércoles, 15 de junio de 2011

Lo poco y lo mucho [José Martí]

No se puede ser fiel si no es en lo poco. Conciencia de nuestras limitaciones: somos pequeños, limitados.  Y desde esa pequeñez y esa limitación se entiende la fidelidad. ¿Cómo si no se había de entender?

En cualquier caso, ¿qué más da lo poco o lo mucho? Lo importante es el todo. Así lo pensaba el Señor en su comentario sobre la ofrenda de la viuda que echó tan solo, como limosna, dos monedas pequeñas en el gazofilacio del templo de Jerusalén, mientras que los ricos echaban cantidades mucho mayores: “En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos; pues todos éstos han echado como ofrenda algo de lo que les sobra; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía para su sustento” (Lc 21, 3:4).

Estas palabras del Señor nos llevan a pensar, en primer lugar, acerca del concepto de realidad. Cuando juzgamos acerca de acontecimientos que continuamente estamos observando en nuestro entorno, solemos hacerlo muy superficialmente y sin pensar demasiado en las posibles consecuencias de nuestras palabras. Esta precipitación en el juicio es imprudente e injusta  pues da lugar, normalmente a juicios erróneos y falsos, lo que no tendría demasiada importancia si se tratase de un juego. Pero en la vida real deberíamos reflexionar mucho antes de hablar.

Es más: aun cuando pensáramos que tenemos todos los datos y que, por lo tanto, nuestras afirmaciones iban a ser verdaderas, deberíamos ser cautos y prudentes. ¿Por qué? Como mínimo, por dos razones. Primero, la seguridad que podamos tener nunca es completa, en realidad: siempre habrá algo que desconocemos y que puede explicar ciertos comportamientos que no entendemos. Y segundo: ¿qué ganamos hablando? O, si se quiere, para expresarlo mejor, debemos tener siempre “in mente” la conocida máxima, que es -en realidad- un acto de caridad: “Si no puedes hablar bien, cállate”.

Lo que acabo de decir se refiere a aquellas situaciones en las que tenemos la “seguridad” acerca de la “verdad” de nuestras afirmaciones. Está clarísimo  (o debería de estarlo) que si sabemos, a conciencia, que lo que decimos es falso;  y acusamos a alguien de algo que no ha cometido, nos encontramos en una situación diferente y mucho más grave: la calumnia. Las calumnias que provienen, normalmente, del odio, del resentimiento o de la envidia, producen, a veces, daños irreparables: daños en la imagen, la fama y el prestigio que personas honestas se han ganado a pulso. Y daños en la vida familiar y social de esas personas que han sido calumniadas.  Las calumnias tienen algo de “diabólico”. Al fin y al cabo, “el demonio es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44), según nos dice Jesús, nuestro Señor.

De modo, que el concepto de realidad se corresponde con el pensamiento de Dios acerca de las cosas y de las personas. Es verdadero aquello que Dios considera como verdadero. Y el concepto de verdad es mucho más que un mero concepto. Jesucristo dijo de Sí mismo: “Yo soy la Verdad” (Jn 14, 6). Ver “con los ojos de Dios”. Eso es lo que nos hace verdaderos: ver y juzgar acerca de todas las cosas del mismo modo en que Jesús lo haría. ¿Quién conoce mejor cómo son las cosas y las personas sino Aquel que todo lo ha creado? Sólo Él puede juzgar, con verdad, porque sólo Él tiene todos los datos, y sólo Él conoce lo que hay en el corazón de cada hombre. Decía San Pablo: "Ni siquiera yo mismo me juzgo. Pues aunque en nada me remuerde la conciencia, no por eso quedo justificado. Quien me juzga es el Señor" (1 Cor 4, 3b:4)

Dice San Juan, hablando del Verbo, es decir, del Hijo, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad: “Todo se hizo por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 3). “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). San Juan Bautista, cuando bautizó a Jesús, dijo: “Yo he visto y he dado testimonio de que Éste es el Hijo de Dios” (Jn 1,34). Jesucristo es el Único Dios (el mismo Ser, en todo igual al Padre, excepto en que es una Persona distinta a la Persona del Padre, engendrado por el Padre, pero no creado): “Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y aún no me has conocido? El que me ha visto a Mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9).

Penetrar en el conocimiento de Jesucristo es penetrar en el conocimiento de Dios. En la medida en la que nos identificamos con el Señor y tenemos Su pensamiento, en esa misma medida podemos juzgar acerca de todas las cosas y de las personas, porque entonces nuestro pensamiento es el pensamiento de Dios. Para ello es preciso tener muy en cuenta que esto es algo que no podemos conseguir con nuestras solas fuerzas. Es necesario que lo pidamos. Pero tenemos la seguridad de que se nos concederá, si lo pedimos con fe e insistentemente: “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc 14,13). 

El Espíritu Santo es el mismo Dios, el Único Dios: el mismo Ser, en todo igual al Padre y al Hijo, excepto en que es una Persona diferente a la Persona del Padre y a la Persona del Hijo: procede de ambos por expiración. Es el Amor mutuo que Padre e Hijo se profesan. Tremendo misterio éste de la Santísima Trinidad que, de alguna manera viene expresado en aquellas palabras que dijo Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en Él” (Jn 14, 23), completado con aquello que dijo San Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Cor 3, 16). Donde está el Espíritu de Dios, que es el Espíritu Santo, ahí están el Padre y el Hijo: Tres Personas distintas y un solo Ser, un Dios Único, no tres dioses. Dice San Juan que “Dios es Amor” (1 Jn 4,16)  y  San Pablo nos señala que “el Amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5)

Si el amor siempre es cosa de dos, un yo y un tú, ¿cómo podríamos decir de Dios que es Amor, si no fuese tripersonal? Claro que esto lo conocemos porque nos ha sido revelado por Jesucristo. Ninguna mente humana puede concebir esta realidad de Tres Personas en un solo Dios. Este es uno de los misterios fundamentales del Cristianismo, del que sólo se ha dado un ligero esbozo, aunque pienso que es suficiente teniendo en cuenta el objetivo de este artículo.

Continuando con el ejemplo de la viuda pobre, a los ojos de los hombres ésta dio poco –un óbolo- pero a los ojos de Jesucristo, es decir, a los ojos de Dios, que es lo que únicamente cuenta, porque Él es la verdad, esta viuda dio más que todos. Y es que para Dios no importa, en realidad, la cantidad numérica y medible. Lo que importa es la totalidad. El nos ha dado su Corazón, nos ha dado su Espíritu, y nos lo ha dado “sin medida” (Jn 3,34). Así es Dios. Y el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, es tanto más humano cuanto más se le parece a Dios. Esta viuda lo dio todo, no podía dar más, porque no tenía nada más que dar. “Ha echado todo lo que tenía para su sustento” (Lc 21, 4). Por eso el Señor alabó a esta mujer; y enseñó a sus discípulos, una vez más, cómo ha de ser la actitud cristiana. Y es que no se trata tanto de dar como de darlo todo: en su “pequeña” ofrenda a los ojos de los hombres, la viuda hizo la “mayor” ofrenda, y la mejor, porque lo que la movía era el amor (el Amor de Dios), y no la mirada de los hombres. Ella actuaba a los ojos de Dios, de quien se fiaba completamente; y aunque se quedara sin nada sabía que nada le iba a faltar, porque Dios no se deja vencer en generosidad. Una mujer con una gran fe y una confianza ciega en Dios. Por eso Jesús la alabó públicamente, aprovechando la ocasión para enseñar a sus discípulos cuál es la donación que Dios espera de nosotros con relación a Él, que no es otra sino que le entreguemos todo lo que somos y lo que tenemos, sin ningún tipo de reservas.

Por otra parte, aunque se lo demos todo, en realidad le estamos dando poco. Y eso ¿por qué? Pues, sencillamente, porque somos criaturas. Y en cuanto que somos seres creados, aun cuando demos a Dios todo lo que somos y tenemos, no dejamos de dar algo finito, algo que no tiene en sí su propia consistencia. No somos Dios. Nuestra naturaleza es humana, no divina. Para dar mucho a Dios, para dar a Dios conforme a la dignidad de Dios, tendríamos que ser nosotros mismos Dios. Y eso es lo que ocurre con Jesús. Puesto que Jesús es Dios, su Ofrenda es la única agradable al Padre, la única que es conforme con la dignidad divina del Padre, porque el Hijo, que es verdaderamente hombre como nosotros, también es Dios, consustancial al Padre. En este sentido, creo yo, nuestra ofrenda, aunque sea total, siempre será una fidelidad en lo poco. De ahí las palabras del Señor: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho; entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25,21)

¿A qué se refiere el Señor cuando dice “yo te confiaré lo mucho”? Está claro que se trata de una recompensa; además, se dice expresamente en qué consiste esa recompensa: “Entra en el gozo de tu Señor”. ¿Acaso cabe mayor recompensa para el que ama que encontrarse con la persona amada y, además, como en este caso, de un modo definitivo? El mismo Señor nos lo dice en el Apocalipsis: “He aquí que vengo pronto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según haya sido su conducta” (Ap 22,12). Él es, en verdad, nuestra única recompensa. Y en Él y con Él lo tenemos todo.

Mientras vivimos en esta tierra nuestra donación siempre será de lo poco. Esto es así aunque ya, en esta vida, participamos, por gracia, de la Vida divina; y nuestras ofrendas al Padre, al estar unidos al Hijo, son agradables y son dignas del Padre.  Pero no son completas. Dice San Pablo a los colosenses: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). En este sentido, pienso yo, que habría que hablar –todavía, mientras moramos en esta tierra- de una fidelidad “en lo poco”, en tanto en cuanto aún no ha sido completado en nosotros aquello que seremos algún día, si somos fieles durante nuestra vida terrena y actuamos conforme a la voluntad del Señor para con nosotros.

Es cierto que ya, en esta tierra, podemos unirnos perfectamente al Señor, tal como decía San Pablo: “Para mí, el vivir es Cristo” (Fil 1,21). Aunque el mismo San Pablo decía a continuación: "si vivir en la carne me supone trabajar con fruto, entonces no sé qué escoger. Me siento apremiado por los dos extremos: el deseo que tengo de morir para estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor, o permanecer en la carne, que es más necesario para vosotros" (Fil 1, 23:24). Al final permaneció con ellos, para su provecho y su gozo en la fe.

En cierto modo, la vida eterna comienza ya desde ahora, en la misma medida en que estamos unidos al Señor, y Él es nuestra vida. Por eso se ha quedado con nosotros en la Eucaristía, donde está real y verdaderamente presente, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, oculto bajo las especies del pan y del vino. Podemos hablar con Él y tenemos la seguridad de que nos conoce, nos quiere y nos escucha. Por desgracia, para nosotros, solemos apreciar muy poco este inmenso don, que es Él mismo, y así nos va. No somos todo lo felices que podríamos ser, ya en esta vida. En el pecado llevamos la penitencia, como se suele decir.

Si, por la gracia de Dios, fuésemos al Cielo, entonces sí que sería completa nuestra unión con el Señor (unión, como hemos dicho antes, ya incoada en la tierra). Unidos al Hijo por el Espíritu, seríamos en Él un solo Cuerpo, y entraríamos en esa corriente de Amor hacia el Padre y del Padre hacia el Hijo. Sin confundirnos con Él, sin perder nuestra personalidad, su Vida sería también nuestra vida; y nuestra vida la suya. Cuando pensamos en el Cielo no podemos hacer sino balbucear, como les decía San Pablo a los Corintios: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman” (1Cor 2, 9)

Y, de este modo, en el Cielo lo poco y lo mucho se confunden, son la misma cosa. Como sabemos, la única ofrenda agradable al Padre es la de su propio Hijo. Pero, unidos al Hijo por el Espíritu, hemos sido “endiosados” por Él, porque nuestra vida la ha tomado Él y nos ha dado, a cambio, la suya. Curiosamente, viviendo su vida es como realmente vivimos. En Él somos más nosotros mismos, nuestra personalidad no queda aniquilada, sino que todos nuestros anhelos quedan satisfechos. Y la ofrenda de nuestra vida es  ahora completa y sumamente valiosa. Más no podemos dar: en Jesucristo damos al Padre todo lo que hemos recibido: nuestro propio yo humano, nuestra vida humana completa que ha sido “divinizada” por la unión con Jesucristo, en el Espíritu Santo.