domingo, 26 de diciembre de 2010

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (4 de 11)



Acerca de la importancia del actuar en el presente, en el "aquí" y "ahora", el Señor nos indica, con toda claridad, cuál ha de ser nuestra actitud: "No os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad" (Mt 6:34). "Bástale a cada día su propio afán", se nos dice en otra traducción.
El actuar así es (o debe ser) fruto de nuestra confianza en la Providencia: "¿Quién de vosotros,  a fuerza de cavilar, puede añadir un codo a su estatura? Si, pues, no podéis ni lo menos, ¿por qué preocuparos de lo más?" (Lc 12: 24-26). Dios no nos pide imposibles. Nuestra "preocupación" por el futuro no soluciona nada. En el mejor de los casos supone una pérdida de tiempo, tiempo que deberíamos utilizar en "ocuparnos" de nuestras obligaciones reales, para con Dios y para con nuestro prójimo.
Esto también nos lo decía Jesús: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia; y todo lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6:33). Nuestra preocupación, que es realmente ocupación, debe ceñirse al presente. Lo demás debemos ponerlo en la manos de Dios: el pasado dejarlo a su Misericordia y el futuro confiarlo a su Providencia, convencidos, en todo momento de que Dios, que es nuestro Padre, quiere siempre lo mejor para nosotros.
¿Acaso no debemos hacer nada entonces? Por supuesto que sí. Nunca debemos tomar la confianza en la Providencia como una excusa para no hacer nada. Nuestra colaboración, que no es otra cosa que una respuesta de amor al Amor que Él nos tiene, es imprescindible. Dios cuenta siempre con nosotros y nos ha hecho libres (y por lo tanto lo somos realmente) para que podamos amarle de verdad, pues sin libertad no hay amor. El amor no puede imponerse, es esencialmente libre: "Quiero (amo) porque quiero". ¿Confiar en Dios? Totalmente, sin reservas: Él es quien nos salva. ¿Adoptar, entonces, una actitud pasiva, puesto que Él lo hace todo, y nos salvará, independientemente de lo que hagamos? En absoluto. Esto es una falacia, una gran mentira, en la que podemos caer con facilidad; y debemos estar alerta para no ser engañados.
Vivimos de esperanza, pero nuestra espera debe ser una espera ansiosa de la venida de Jesús, una espera propia de los que están enamorados: "Tened ceñidas vuestras cinturas y encendidas las lámparas; y estad como quienes aguardan a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle al instante en cuanto venga y llame" (Lc 12: 35-36). No podemos dormirnos; debemos estar siempre alerta y trabajar al máximo. San Pablo exhortaba a Timoteo en este sentido: "Vigila en todo y afánate en tu trabajo". (2 Tim 4:5). Podríamos pensar que Dios nos pide imposibles, pero no es así. Decía Santa Teresita de Lisieux que "si nos desalentamos, si llegamos a veces a desesperarnos, es porque pensamos en el pasado y en el porvenir". De ahí puede venir una gran desazón, innecesaria, pues la voluntad de Dios sobre nosotros es siempre para el presente, para el "aquí" y el "ahora", como queda dicho al comienzo de este post.
Copio a continuación algunas de las estrofas del poema de Santa Teresita de Lisieux, titulado "Mi canción de hoy":

Mi vida es un instante, una hora pasajera,
mi vida es un momento que escapa fugitivo:
Tú lo sabes, Dios mío, para amarte en la tierra
no tengo más que hoy.
Oh Jesús, yo te amo, a tí mi alma aspira...
Tan solo por un día, sé tú mi dulce apoyo:
Ven y reina en mi alma y dame tu sonrisa,
tan solo para hoy.
¿Qué me importa, Señor, del porvenir sombrío?
¿Rogarte por mañana? Oh no, yo no lo puedo.
Conserva mi alma pura; cúbreme de tus alas,
tan solo para hoy.
Si pienso en el mañana, temo por mi inconstancia,
siento que en mi alma nacen tristeza y desaliento,
mas, sí, Dios mío, quiero sufrir y ser probada
tan solo para hoy.
..............
Pronto quiero volar para contar sus glorias
cuando el sol sin poniente me dará su fulgor:
entonces cantaré con la lira del ángel
un sempiterno hoy

Hay también una poesía de Amado Nervo (del 12 de Julio de 1914) titulada "Hoy he nacido", que es realmente preciosa y que reproduzco a continuación, pues merece la pena leerla (y no quiero dejar este disfrute solamente para mí)

Cada día que pase, has de decirte:
"¡Hoy he nacido!"
El mundo es nuevo para mí; la luz
esta que miro,
hiere sin duda, por la vez primera,
mis ojos límpidos;
la lluvia que hoy desfleca sus cristales
es mi bautismo.
Vamos, pues, a vivir un vivir puro,
un vivir nítido.
Ayer ya se perdió. ¿Fue malo? ¿bueno?
...venga el olvido,
y quede sólo, de ese ayer, la esencia,
el oro íntimo
de lo que amé y sufrí mientras marchaba
por el camino.
Hoy, cada instante, al bien y a la alegría
será propicio,
y la esencial razón de mi existencia,
mi decidido
afán, volcar la dicha sobre el mundo,
verter el vino
de la bondad sobre las bocas ávidas
en rededor mío.
Será mi sola paz la de los otros;
su regocijo
mi regocijo, su soñar mi ensueño;
mi cristalino
llanto el que tiemble en los ajenos párpados;
y mis latidos,
los latidos de cuantos corazones
palpiten en los orbes infinitos.
Cada día que pase, has de decirte:
"¡Hoy he nacido!"

Hermosa poesía en la que se pone de manifiesto, de una forma muy bella, aquellas palabras del apóstol Pablo, cuando decía, hablando de la caridad: "Alegráos con los que se alegran, llorad con los que lloran" (Rom 12: 15) 

lunes, 20 de diciembre de 2010

Sobre la salvación (José Martí)

"Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere no da fruto" decía Jesús. Y en otro lugar de la Biblia: "Quien no carga con su cruz y viene tras de mí, no puede ser mi discípulo" (Lc 14, 27)

Es cierto que si no hay negación de uno mismo, si no se pierde la propia vida, no hay fruto.  Y es cierto que si no tomamos nuestra cruz y seguimos al Señor, no podemos ser sus discípulos. Y esto es así porque son  sus palabras.

Dicho lo cual, en mi opinión, yo pienso que es preciso hacer hincapié más en el fruto que se pretende alcanzar que en la negación de uno mismo que conlleva el poder conseguirlo, pues es la visión del fruto la que hace posible esa negación. Y lo mismo ocurre con el seguimiento de Jesús: nuestro objetivo, lo que pretendemos es seguirle. En eso debemos poner nuestra mente, nuestra voluntad y nuestro corazón, más que en el hecho (necesario e imprescindible, como veremos más adelante) de que haya que tomar, cada uno, su propia cruz, para poder seguirle.

Sigamos escuchando lo que nos dice el Señor: "El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Y también: "En esto es glorificado mi Padre, en que déis mucho fruto y seáis mis discípulos" (Jn 15,8)

Como se ve, es la unión con el Señor lo que verdaderamente importa; sólo si permanecemos en él podemos dar ese fruto por el cual es glorificado su Padre, y Padre nuestro también (por pura gracia).

"Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre, en mi Nombre, os lo conceda" (Jn 15, 16). "Si permanecéis en Mí y mis Palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá" (Jn 15,7).

El único fruto posible, que puede llamarse propiamente tal, procede de la unión en totalidad con Jesús, nuestro Maestro. Y esto es así hasta el punto de que dice Jesús: "Todo sarmiento que en Mí no da fruto (mi Padre) lo corta" (Jn 15, 2). Y "si alguno no permanece en Mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo echan al fuego y arde" (Jn 15, 6).

Todas estas cosas las entendió muy bien San Pablo, quien decía: "Para mí la vida es Cristo" (Fil 2, 21).  Y también: "Vivo yo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20).Y dirigiéndose a los cristianos de Filipo les decía insistentemente: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Fil 2, 5)

La vida de un cristiano no tiene sentido si no permanece unido, en cuerpo y alma, a Jesús, su Maestro. Pero, ¿qué nos dice Jesús? ¿Qué tenemos que hacer para asemejarnos a Él? Como siempre, la respuesta del Señor es clara: "Me llamáis 'Maestro' y 'Señor'; y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que como Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis también vosotros" (Jn 13, 13-15)

Cuando un doctor de la Ley le preguntó al Señor para tentarle: "Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la Ley? Él le contesto: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el gran mandamiento y el primero. El segundo es semejante a éste: 'Amarás a tu prójimo como a tí mismo'. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas" (Mt 22, 36-40)

Por lo tanto, la tarea no es fácil: ¡Amar al Señor!, por supuesto que sí. Es lo único que puede dar sentido a nuestra existencia. Pero el amor no son sólo palabras: "No todo el que me dice: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre" (Mt 8, 21)

El amor debe manifestarse en la propia vida o no es tal amor, máxime cuando el Señor pide, además, un amor 'total' (con 'todo' el corazón, con 'toda' el alma y con 'toda' la mente).

Y es aquí cuando interviene la segunda parte: el grano de trigo debe morir, cada uno debe cargar con su cruz, etc. Y de ahí también la importancia de las pruebas. Es fundamental tener esta idea muy clara en la mente. La Biblia abunda mucho en expresiones relativas a ello. Así el apóstol San Pedro: "Todavía por un poco de tiempo debéis sufrir diversas pruebas, para que la calidad de vuestra fe, mucho más preciosa que el oro corruptible, que se acrisola por el fuego, sea hallada digna de alabanza, de gloria y de honor en la manifestación de Jesucristo" (1 Pet 1, 7).

También el apóstol Santiago nos consuela  con sus palabras: "Bienaventurado el hombre que sufre la tentación, porque tras la prueba recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que le aman" (San 1, 12). Y, por supuesto, el mismo Señor:  "Dichosos seréis si comprendéis estas cosas y las ponéis en práctica" (Jn 13, 17). ¿Y qué significa ponerlas en práctica sino renunciar al propio yo que sólo busca lo suyo y pensar en Jesús y en los demás, que son nuestros hermanos, para edificarles con la Palabra Divina hecha realidad en nuestra vida? De hecho, cuando somos generosos y respondemos con amor al Amor con el que somos amados por Dios, aumentan las pruebas, para que el amor también aumente. "Todo sarmiento que da fruto (mi Padre) lo poda para que dé más fruto". Así es. Esto en cuanto a la cruz propia de las pruebas y las tentaciones. Y sin asustarnos, teniendo siempre en la mente aquello que decía San Pablo a los Corintios: "Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación os dará la fuerza para que podáis superarla" (1 Cor 10, 13). Pero hay más:

En otro lugar de la Biblia se nos dice: "Todos los que aspiren a vivir piadosamente según Cristo Jesús padecerán persecuciones". Así pues, no debemos extrañarnos de que nos persigan por el mero hecho de ser cristianos. Ya nos lo avisaba el mismo Señor: "Seréis perseguidos por todos a causa de mi nombre", un anuncio seguido de una recomendación muy importante: "El que perservere hasta el fin, ése se salvará" (Mc 13, 13).

Nuestra salvación consiste, en realidad, en encontrarnos con Aquel que es nuestra Vida: "He aquí que vengo pronto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras" (Ap 22,12). Y cuando sucedan todas estas cosas no debemos ponernos tristes, sino todo lo contrario. Tenemos las palabras de Jesús, que es la Verdad:  "Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo mal por mi causa. Alegráos y regocijáos, porque vuestra recompensa será abundante en los cielos" (Mt 5, 11-12).

Es esta misma actitud la que predicaron los apóstoles con respecto a los primeros cristianos; y que sirve también para nosotros, incluso, si cabe, con más actualidad que entonces: "Alegráos por cuanto participáis en los padecimientos de Cristo... Felices vosotros si por el nombre de Cristo sois ultrajados..." (1 Pet 4, 13-14). Y más adelante:  "Si alguno de vosotros (sufre) por ser cristiano, que no se avergüence, sino que glorifique a Dios por llevar ese nombre" (1 Pet 4, 16), etc.

Se podrían multiplicar las citas, pero la más importante de todas (aunque realmente todas lo son) pienso que es aquella en la que nuestro Señor nos dice: "A todo el que me confiese delante de los hombres, también  Yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero el que me niegue delante de los hombres, también Yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos" (Mt 10, 32-33).

En esta última cita aparece muy claro que el amor es bilateral. Si le confesamos y no nos avergonzamos de Él, Él también nos confesará como suyos ante su Padre y ante todos los ángeles. En cambio si no queremos saber nada de Él ante los hombres y nos avergonzamos de llamarnos cristianos, Él no nos reconocerá como suyos, puesto que respeta nuestra libertad y no nos fuerza a que lo amemos. El amor no es algo a lo que se pueda forzar. Cada uno se quedará con aquello que haya elegido libremente en esta vida.

Porque aunque es cierto que  "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"  también lo es que no se salvará aquél que no quiera ser salvado. Dios quiere que participemos en nuestra propia salvación, que no consiste en otra cosa sino en permanecer siempre con Él, a quien amamos con todo nuestro ser y por quien somos amados de igual manera. 

Y, si bien es verdad que sin la gracia de Dios no podemos salvarnos (es Dios quien nos salva) también es verdad, igualmente, que Dios concede a todos su gracia para que se salve todo aquél que quiera salvarse. La condena no es otra cosa que el rechazo del Amor de Dios; y, en definitiva, el rechazo de todo amor, pues "el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn 4, 7)

Es curioso, pero muy profundo, lo que se lee en el comienzo de la Divina Comedia. Recordemos que el poeta Dante (el autor de ese extraordinario libro) se había extraviado en una selva y tomó como guía al poeta Virgilio para salir de ella. La misión de Virgilio era conducirlo hasta el umbral del Cielo (pues el propio Virgilio no podía entrar en esa Morada), pasando antes por el Infierno y el Purgatorio.

Pues bien: El Canto III comienza con unas palabras que estaban escritas en negro en lo alto de la puerta que daba entrada al Infierno. Y decía: " Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor... Me hizo la divina Potestad, la suprema Sabiduría y el Primer Amor... ¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!"

Realmente impresionante. ¿Cómo es posible que el Infierno sea fruto del Primer Amor? Pero esta reflexión la dejaremos para otro momento.

domingo, 12 de diciembre de 2010

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (3 de 11)



La llamada de Dios es para hoy. Es hoy cuando tengo que darle una respuesta. Como se ha dicho anteriormente, y expresa bellamente Lope de Vega en su soneto, el dejar la respuesta "para mañana" equivale a una negativa:

"Mañana le abriremos" -respondía-
para lo mismo responder mañana

La respuesta ha de ser generosa y rápida: el secreto para conseguirlo, en realidad es muy sencillo. Se trata, sin más, de querer al Señor. Nada más, y nada menos. Porque, si se le quiere, no se demora la respuesta.

En el Cantar de los Cantares, en el cuarto poema, canto sexto (Ca, 5, 2), dice la esposa:

"Yo duermo, pero mi corazón vigila.
La voz de mi amado llama a la puerta: "

y escucha, entonces, al amado, que dice:

 " ¡Ábreme, hermana mía, amada mía,
 mi paloma, mi preciosa!
Que mi cabeza está cubierta de rocío,
y mis cabellos de la escarcha de la noche"

Lo propio sería conmoverse ante esa llamada; y, sin embargo, nos encontramos, sorprendentemente, con la siguiente respuesta, por parte de la esposa:

Ya me quité la túnica,
¿cómo volver a vestirme?
Ya me lavé los pies,
¿cómo me los voy a ensuciar?

¿Qué ha ocurrido? La respuesta es clara: la esposa estaba pensando, egoístamente en ella misma; su comodidad era más importante que el hecho de que el Esposo estuviese congelado, llamándola con ternura, esperando que ella le abriera la puerta. Fue un fallo en el amor, pues la voz del amado debe estar por encima de cualquier otro afán o cuidado.

Pensemos, por ejemplo, en lo que ocurrió con los primeros discípulos del Señor: en primer lugar con Simón y Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores; y luego con Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, que estaban en la barca con su padre, remendando sus redes. Cuando Jesús los vio les dijo: "Venid conmigo y os haré pescadores de hombres". Ellos, al instante, dejando las redes los primeros, y dejando la barca y a su padre los segundos, le siguieron (Mt 4, 18-22). La llamada de Jesús les importó más que las redes, la barca e incluso más que su propia familia (más que su padre) y más que ellos mismos. No se lo pensaron dos veces y, dejándolo todo, le siguieron.

La esposa del Cantar, en cambio, puso su comodidad por encima de la llamada de su amado. Bien es cierto que luego se estremecieron sus entrañas:

Me levanté 
 para abrir a mi amado... (Ca 5,5)

... Abrí a mi amado,
pero mi amado ya no estaba,
se había marchado (Ca 5,6)

Y es que la respuesta que demos, ante los requerimientos de amor que el Señor nos hace, si el amor que decimos tenerle es verdadero, debe ser una respuesta generosa, en totalidad y sin dilación de ningún tipo; pues nada, absolutamente nada puede ser más importante que el Señor. Y si algo fuera más importante que el Señor sería una señal, más que clara, de que nuestro amor por el Señor estaba fallando, y se estaba quedando sólo en palabras. Y que debíamos, por lo tanto, rectificar. De lo contrario, el amor se extinguiría y se quedaría en nada. 

En realidad es ésta la razón, la única razón por la que no somos todo lo felices que deberíamos de ser, todo lo felices que el Señor quiere que seamos, con esa alegría que Él anhelaba para nosotros, cuando oraba a su Padre: "Padre Santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros..." (Jn 17, 11). "...Y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi gozo completo" (Jn 17,13).

Recordemos también brevemente el pasaje del joven rico, en el que Jesús le dice: "Si quieres ser perfecto, ve y vende cuanto tienes y dalo a los pobres... luego ven y sígueme". Cuando el joven oyó estas palabras se marchó triste, porque tenía muchas posesiones (Mt 19, 21-22)

La tenencia de tantas posesiones lo tenía esclavizado, pues era incapaz de desprenderse de ellas y quedarse sólo con el Señor. La perfección a la que Jesús lo llamaba era la del Amor, la del olvido de sí mismo y la de la entrega total y generosa. El joven rico no fue capaz de dar ese paso; y es que tenía admiración por el Señor, pero no estaba enamorado de Él; al menos, no lo suficiente como para desprenderse de aquellos bienes a los que prefirió antes que al Señor. El resultado, como se lee en el Evangelio, es que se marchó triste; lo que es completamente lógico, porque la Alegría (se entiende, la verdadera alegría) siempre va unida al Amor.

El amor es la clave de la existencia, pues hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, que es Amor. El amor es lo unico que nos puede colmar y hacernos felices, ya en este mundo; de modo que la tristeza no es sino el resultado (completamente lógico) de la falta de amor, de no darlo todo, de estar apegados excesivamente a las cosas, prefiriéndolas a Dios.

San Juan de la Cruz lo entendió muy bien, y así lo refleja en esta bella estrofa de su Cántico Espiritual:

Mi alma se ha empleado
y todo mi caudal en su servicio:
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio.

Amar, por supuesto, pero el amar es para hoy. Es hoy, aquí y ahora, cuando tengo que amar. Y el amor no se puede quedar sólo en palabras, como ya hemos señalado antes, sino que se tiene que manifestar en la propia vida, de alguna manera; de lo contrario no puede hablarse propiamente de amor.  

Tenemos, por una parte, las palabras del mismo Jesús: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5). De Él recibimos la fuerza para poder actuar en todo aquello que concierne a nuestra salvación.  Pero también debemos de tener muy claro que, si tenemos fe y sabemos que Él está con nosotros y en nosotros, podemos decir, con San Pablo: "Todo lo puedo en Aquél que me conforta".

Es importante darse cuenta de que, aunque Él está en nosotros, somos nosotros los que actuamos. Si Él lo hiciera todo, ¿dónde estaría, entonces, el amor? Tal amor sería imposible, al no existir un "tú" y un "yo". El amor siempre es bilateral, es cosa de dos; en este caso, es cosa de Dios y de cada uno de nosotros. Para Él cada uno es único. Dios nos ha creado verdaderamente libres, para que nuestro amor sea un amor verdadero. Él hace posible que podamos amar, dándonos su Espíritu, pero una vez que nos lo ha dado, es realmente nuestro; y podemos entregárselo, y nuestra entrega es realmente "nuestra".La conclusión es clara: puesto que tenemos su Amor, y esto es seguro, de nosotros depende (de nuestra respuesta)  el que nos salvemos o no. Pues aunque es verdad que "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" no es menos cierto que "de Dios nadie se burla, porque lo que uno siembre eso recogerá" (Gal 6,7).

Dios ha querido hacer depender de nosotros nuestra propia salvación: "Cada uno recibirá su propia recompensa según su trabajo" (1 Cor 3, 8). "Mira que vengo pronto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según haya sido su conducta" (Ap 22,12). 

En cualquier caso, no debemos inquietarnos: "Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (1 Cor 10, 13).

Y, por supuesto, siempre queda, y es fundamental, la confianza en la divina Providencia. Es preciso vivir conforme a las palabras de Jesús: "No andéis buscando qué comer o qué beber, y no estéis inquietos. Por todas estas cosas se afanan las gentes del mundo. Bien sabe vuestro Padre que estáis necesitados de ellas. Vosotros buscad su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura" (Lc 12, 30-31)

sábado, 27 de noviembre de 2010

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (2 de 11)


En los siguientes artículos comentaremos algunos sonetos de autores famosos (en general) en los que se puede ver las distintas respuestas que suele dar el hombre a los requerimientos de amor por parte de Dios. Éste que sigue, a continuación, es de Lope de Vega (1562-1635).

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

¿Oh, cuánto fueron mis entrañas duras
que no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras?

¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía”!

¡Y cuántas, hermosura soberana:
"Mañana le abriremos” -respondía-,
para lo mismo responder mañana!


Aquí se ve con toda claridad el inmenso amor que Jesús nos tiene, un amor personalísimo e íntimo, que le lleva a llamar con insistencia a la puerta de nuestro corazón. Él, que lo tiene todo y que nos lo quiere dar todo, está a la puerta, indigente y pasando frío y calamidades; y todo ello, simplemente, porque para Él somos valiosos, porque desea ser correspondido con nuestro amor. “He aquí que estoy a la puerta y llamo...” (Ap. 3,20).

La respuesta que Él espera de nosotros, de mí, en particular (pues cada uno de nosotros es para Él un “yo” único, amado con amor total), esta respuesta es siempre para “hoy”: "¡Ojalá escuchéis hoy su voz! No endurezcáis vuestro corazón" (Sal 95, 7c-8a). Y, sin embargo, no es esa la respuesta que recibe en este caso concreto. “Mañana le abriremos... para lo mismo responder mañana”.

Es ciertamente lamentable que respondamos así a Aquél que sólo desea nuestro bien, nuestro verdadero bien. Somos unos pobres desgraciados, por no responder a Jesús con prontitud y con plena disponibilidad. No es Él sino nosotros los que estamos necesitados. Nosotros somos los miserables y no Él. Y, sin embargo, Jesús viene a nosotros... y nos pide que le dejemos entrar en nuestro corazón. Sólo tenemos que darle nuestra vida... y Él nos da la Suya, a cambio. ¡Nada más hermoso podría ocurrirnos en este mundo (y ni siquiera en el otro)!

Pero, por una parte, le cerramos nuestras entrañas y, por otra, intentamos tranquilizar nuestra conciencia con el consabido “mañana le abriremos” que equivale a no abrirle nunca. Él pasa a nuestro lado, nos llama con una insistencia que es propia sólo de los que están enamorados, se sirve de sus ángeles para recordarnos su amor: “Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía”. Y como respuesta la indiferencia.

Es realmente penoso que actuemos así. Porque ésta (y no otra) es la verdadera causa de nuestra infelicidad. No somos felices porque le damos largas continuamente al Señor, a Aquel que es " el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn, 14, 6). Nos da miedo el amor, pensamos que vamos a perder nuestra personalidad, cuando es precisamente todo lo contrario. Sólo entregando nuestra vida al Señor es cuando encontramos, en Él, nuestra auténtica vida, que es la Suya propia, que nos la ha entregado.

Salimos ganando en este intercambio completo de vidas. Yo le doy mi vida al Señor y recibo, a cambio, la Suya. Y esta entrega debe tener lugar sin dilaciones de ningún tipo, pues el Amor no se puede concebir de otra manera. Y no se debe olvidar que sólo el Amor (así escrito, con mayúsculas) es lo único que nos puede proporcionar esa felicidad, que tanto necesitamos y que no tenemos, sencillamente, por nuestra falta de generosidad, por nuestro egoísmo, en definitiva. En el pecado llevamos la penitencia.

La realidad siempre acerca a Dios (José Martí)

Cada uno experimenta su existencia como algo real, palpable, verdadero: “Existo”. Pero todos “sabemos" perfectamente que no existimos desde siempre. Nuestra historia personal comenzó en un determinado instante y en un determinado lugar del Universo.

Nuestra existencia es innegable, es un hecho real. No es algo imaginario. Ante ello la pregunta fundamental que nos hacemos es si tiene algún sentido que estemos aquí por casualidad o por azar. Una cosa es clara y evidente: la vida no nos la hemos dado a nosotros mismos. Es un don que hemos recibido, es un regalo, el Regalo esencial sin el cual ningún otro regalo sería posible.

Y si todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido, si somos receptores de un bien (que es nuestra propia vida) es preciso que exista Alguien que nos lo haya dado, Alguien ante el que tenemos que inclinarnos, llenos de agradecimiento y alegría, Alguien al que todos hemos convenido en llamar Dios. A este respecto sería bueno recordar (o tal vez aprender) las cinco vías de Santo Tomás de Aquino -hombre sabio y santo a un tiempo- en las que se demuestra la existencia de Dios como Creador de todo cuanto existe.

Se trata de una demostración filosófica, ciertamente, - y no matemática, lo que sería absurdo-, pero verdadera demostración, pues no sólo lo matemático es verdadero. Toda persona puede tener acceso a esta verdad, aunque no sea ningún gran filósofo, ni nada que se le parezca: el sentido común, utilizando la razón con sencillez y rectitud, llega al conocimiento de que la existencia de Dios es una realidad.

Claro que, puesto que no se trata de una realidad evidente y palpable por los sentidos, y debido a que nuestra naturaleza humana es una naturaleza caída, a consecuencia del pecado, es posible realizar una opción libre en el sentido de no aceptar dicha realidad.

Y aquí es precisamente donde interviene Dios: interviene a su modo (no del modo que a nosotros se nos ocurriría). E interviene por una razón que, verdaderamente, nos resulta incomprensible, y es porque nos ama, y desea nuestro bien, nuestro auténtico bien. Por eso ha querido comunicarse con nosotros y se nos ha revelado a Sí Mismo: la Biblia (y de un modo especial el Nuevo Testamento), es el libro que nos habla no sólo de su existencia sino también de cómo es Él.

En lo que se refiere al origen de todo lo que existe, por ejemplo, puede leerse, en el primer capítulo del Génesis, que el Universo fue creado por Dios. La ciencia ha llegado también a la conclusión de que el Universo tuvo un principio (teoría del Big Bang), aunque, como tal ciencia, no puede ir más allá en sus razonamientos, pues se saldría de su cometido.

No se puede rechazar a Dios en nombre de la Ciencia. Si se produce tal rechazo será por otras razones, pero no porque exista ningún tipo de contradicción entre Ciencia y Religión. Y, no sólo no disienten entre si Religión y Ciencia sino que se prestan mutua ayuda. Esto es fácil de entender: las verdades del universo, que las Ciencias investigan y descubren (haciendo uso de la razón) y las verdades reveladas (recibidas por la fe), tienen el mismo origen: Dios. El mismo Dios ha puesto en la persona humana la luz de la razón y la luz de la fe. Y Dios no puede negarse a sí mismo. La verdad no puede contradecir jamás a la verdad. Ambas verdades, en sus diversos planos, concurren al mismo fin. Y no se coartan en sus propias investigaciones, sino que se sirven de mutuo estimulo.

No hay que olvidar, por otra parte, que hay también ciertas verdades, que han sido reveladas por Dios, cuya existencia se conoce precisamente por eso, porque han sido reveladas. Tales verdades, completamente inaccesibles a la razón, son los misterios del cristianismo, como el misterio de la Santísima Trinidad, el misterio del hombre-Dios (Jesucristo), el misterio de la Eucaristía, etc... Se puede profundizar en ellas, pero nunca se las puede comprender plenamente. Eso sí, aunque misteriosas, nunca son contradictorias. Ante ellas sólo cabe la adoración y el reconocimiento “alegre” de la propia impotencia: aunque es cierto que no podemos comprender del todo a Dios, sabemos (por la fe) que El nos quiere. Y eso nos hace (o debería hacernos) muy felices.

Cuando Dios creó el mundo "vio que era muy bueno todo cuanto había hecho", (Gén 1,31). ¿Y quién puede saber mejor cómo son las cosas, sino Aquel que las ha creado? Según se desprende de la lectura del Génesis, no hay ninguna cosa que, EN SÍ MISMA, sea mala. Pero, ¿son siempre buenas las cosas PARA NOSOTROS?

Depende: si en las cosas no vemos más allá de las cosas mismas es señal inequívoca de que las estamos tratando como un fin, lo que es un grave error, porque las cosas deben ser tratadas conforme a lo que realmente son, o sea, como medios para llegar al conocimiento y al amor de Dios.

Las cosas -la vida, los acontecimientos del tipo que sean- todo, en definitiva, puede y debe llevar siempre a Dios, como se dice bellamente en la siguiente estrofa:

El olor de las rosas
me llegó, paseando por el prado.
y las vi tan hermosas
que, su aroma inhalado,
me llevó, sin notarlo, hasta mi Amado.

lunes, 22 de noviembre de 2010

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (1 de 11)


Como se ha venido señalando anteriormente, Dios nos ama con un amor único, como si cada uno de nosotros fuese la única persona privilegiada de ese amor; un amor inefable, que de ningún modo podemos imaginar. Por mucho que imagináramos su amor siempre sería infinitamente mayor que el producto de nuestra imaginación: "Lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni llegó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman" (1 Cor 2, 9).

Nos lo ha entregado todo, al entregarse a Sí Mismo, en totalidad, en la Persona de su Hijo; y además, nos ha dado la capacidad de que podamos responderle, de la misma manera, con nuestra propia entrega. Esto no sería posible, humanamente hablando, pero con la venida del Hijo a este mundo, se nos ha dado un Don: este Don, que es el Espíritu Santo, es la propia Entrega que el Padre hace de Sí Mismo a su Hijo y que se identifica con la Entrega que el Hijo hace de Sí Mismo al Padre. Y este Don "ha sido derramado en nuestros corazones" (Rom 5, 5), haciendo posible lo que, por nosotros mismos sería imposible; y así, "no sabiendo pedir lo que conviene, el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8, 26).

El Espíritu del Hijo "enviado por Dios a nuestros corazones" (Gal 4, 6) clama en nosotros y nos presta su voz, de manera que, unidos al Hijo y en el Hijo, podemos decir, en verdad y con toda propiedad: "Abba, Padre" (Gal, 4, 6). Pues, aunque sea por Gracia y no por Naturaleza,  realmente somos hijos de Dios (hijos en el Hijo): "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios ¡y lo seamos!" (1 Jn 3, 1)

Por lo tanto, tenemos ahora una posibilidad real de dar una respuesta Perfecta al Padre, hechos uno con el Hijo (en el Espíritu Santo), sin dejar de ser nosotros mismos, y conservando nuestra propia personalidad.

De este modo (y sólo de este modo) podemos amar a Dios con el mismo Amor con el que el Padre es Amado por el Hijo. Nuestra entrega al Padre, en el Hijo, siendo realmente  entrega nuestra, pues no nos confundimos con el Hijo, se convierte así en la Entrega del propio Hijo (y de nosotros  por Él, con Él y en Él) al Padre : una Entrega Perfecta, un Amor Perfecto.

Se hacen realidad las palabras del Señor cuando en la oración sacerdotal, después de la Última Cena, le rogaba a su Padre por sus discípulos: " Que todo sean uno: como tú, Padre, en mí y yo en tí, que también ellos sean uno en nosotros..." (Jn 17,21)

domingo, 14 de noviembre de 2010

EL SILENCIO DE DIOS Y LA RESPUESTA DEL HOMBRE (4 de 4) [José Martí]


El tema de la escucha es fundamental en nuestra relación con Dios. Mucho es lo que se ha dicho y lo que se puede decir acerca de la escucha, pero hay algo que siempre debe darse, para que tal escucha sea posible: el silencio.

Sólo en el silencio podemos escuchar la voz de Dios: un silencio exterior y un silencio interior. Así actuaba Jesús, buscando horas y lugares propicios: las madrugadas, altas horas de la noche, el monte, el desierto, etc... A sus discípulos les dijo, cuando regresaron a contarle lo que habían hecho y enseñado: "Venid vosotros solos a un lugar apartado y descansad un poco". Pues eran muchos los que iban y venían y no les quedaba tiempo ni para comer. Se fueron, pues, en la barca, a un lugar apartado, ellos solos (Mc 6, 30-32).

Esta necesidad es común a todos los seres humanos, pues todos necesitamos de Dios, necesitamos escuchar su voz, conocer su voluntad y responderle generosamente; lo que no es posible si no se dedican determinados momentos del día exclusivamente a hablar con Dios, o mejor, a escucharle, en el silencio de la oración.

Puesto que este artículo está dentro de una sección que he denominado "Nuevo Testamento y Poesía", pienso que viene a cuento insertar aquí una poesía que hace relación precisamente a la importancia del silencio y de la escucha activa. En su origen viene a ser una recopilación de párrafos sueltos de estrofas del poeta mejicano Amado Nervo (1870-1919). Posteriormente, introduje yo mismo alguna que otra estrofa o versos sueltos. Ahora mismo, no sabría decir exactamente qué es lo mío, propiamente dicho; y qué es lo que he tomado de Amado Nervo.

En todo caso, que es lo que verdaderamente importa, lo que pretendo transmitir, mediante la ayuda de este poeta, es la importancia esencial del silencio en el desarrollo de nuestra personalidad. Y esto por una razón muy sencilla: Sin silencio no hay escucha. Sin escucha no hay diálogo. Sin diálogo no hay amor.

Dios es Amor y hemos sido creados a su imagen y semejanza. Si nos apartamos del amor, nos alejamos de Dios; y en consecuencia de nuestro verdadero "yo", pues no debemos olvidar nunca que el sentido de nuestra existencia no es otro que el de amar y el de ser amados (en primer lugar a Dios; y luego, en Dios, a todo ser humano).

De aquí la enorme importancia del silencio para no malograr nuestra vida. Los versos que siguen, como digo, están compuestos sin retórica, sin técnica, sin procedimiento, sin literatura, pero con un inmenso cariño. Inspirados en la poesía de Amado Nervo, mi único mérito -si es que tengo alguno- consiste en la estructura que les he dado, así como en la inclusión de algunos versos personales que creo que enriquecen el conjunto.

A tientas y en la oscuridad,
antes de que comience la mañana,
busco anhelante el diálogo
con Aquél que, estando en mí, no soy yo.

Le busco para hablarle,
o mejor, para escucharle.
Le busco en mi interior,
porque ahí está Él, esperándome,
y esperando mi respuesta.

En silencio, sí, pero está ahí.
¡Qué pena que aún no lo hayamos descubierto!

Si lo encontráis, decídmelo,
porque quiero conocerlo.
Ayudadme a encontrarlo,
buscándolo conmigo.

No, no es triste la noche,
si se sabe aprovechar
para cerrar los ojos y mirar,
en el propio interior,
la Verdad escondida,
la Perla preciosa.

No hagáis ruido...
Dejadme sólo, a solas con Él...
No hagáis ruido...
...el ruido me aleja de mi único bien,
¿y qué será, entonces, de mí?

No habléis,
pero, si queréis, buscadle conmigo.
Él está también en vuestro corazón.
Tal vez juntos le encontremos mejor.

¿Mas, cómo encontrarle?
Nuestros ojos no pueden verle...
y quedamos algo tristes,
aunque no abatidos,
pues sabemos que Él está con nosotros.

¿Cómo descubrirlo? ¿Cómo es Él?...
... Él es un niño.
En el silencio de los ojos
de los niños muy pequeños...
... ahí está Dios.

En la soledad y en el silencio,
Él se manifiesta como lo que es: un niño.
Su sencilla mirada de niño,
que no se avergüenza de serlo,
colma nuestro corazón de una paz inefable.

Él es sencillo y humano,
tan sólo piensa en dar,
en darlo todo, en dar su sonrisa;
todo lo entiende, todo lo comprende,
... y no tiene prisa;
su tiempo no le pertenece.
Sólo Él sabe escuchar.

Siempre es igual y siempre diferente,
siempre dice lo mismo y nunca se repite:
hermosa paradoja del amor.

No hay que buscarlo fuera
porque todos lo llevamos dentro.
Él está en mí y está en tí,...
…está en cada uno.

Y siendo esto así...
...qué pena vivir encerrados
en la propia cárcel,
buscándolo donde no se encuentra.

Este Dios escondido
no hay grito al que no responda.
Su voz siempre llega...
... y produce una paz inmensa.

¿Por qué buscar fuera lo que llevamos dentro?
¡Cuánta palabra, Dios mío,
cuánto desencanto!
¿Por qué hablamos tanto?

Nos complicamos con palabras
y más palabras.
¡Tanto hablar...cuando es tan simple
callar y escuchar... y vivir... oh, Señor!

En adelante,
ya no habrá dolor humano que no sea mío,
ni ojos que lloren sin que yo lo haga.

En adelante,
no me pidáis ya palabras, porque nada diré...
...callaré, y mientras callo
sonreiré en mi interior,
porque sé muy bien que Él va conmigo...
... y nada más importa.

Será el silencio mi mejor poesía,
el silencio que, a través de mis ojos,
ayude a otros a descubrir
lo que es inexpresable: Dios mismo.

En mi silencio (que es oración)
sé que soy necesario.
Él cuenta conmigo, sin prisas,
respetando mi ritmo.

Este silencio (que es mi propia vida)
es hermoso y es fecundo,
porque es un bello canto;
es respuesta de agradecimiento
y de profundo reconocimiento
a Aquél que es mi Sumo Hacedor
y mi Padre amoroso.   


sábado, 13 de noviembre de 2010

EL SILENCIO DE DIOS Y LA RESPUESTA DEL HOMBRE (3 de 4) [José Martí]


Así es. Dios nos ha hablado. Nos ha dicho todo lo que necesitamos saber para ser auténticamente felices ya en este mundo. En Jesucristo se encuentra la respuesta a todas las preguntas de todos los hombres de todos los tiempos y lugares, pues su Palabra siempre es actual: " El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mt 24,35).

Ahora nos toca mover pieza a nosotros, conscientes en todo momento de que nada podemos hacer sin su ayuda, pero sabedores también de que poseeremos esa ayuda siempre, si se la pedimos con fe. En este sentido, aunque todo depende de Dios, pues sin Él nada somos ni podemos, sigue siendo cierto igualmente que todo depende de nosotros, porque al crearnos libres para que pudiéramos dar una respuesta amorosa al Amor que Él nos tiene, nuestra actitud ya no puede ser pasiva.

Está el Amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado en Jesucristo, llamándonos a ser sus amigos;  y ahora lo único que queda es la respuesta que demos a ese amor. En ello nos jugamos nuestra verdadera felicidad, no ya solamente la del cielo, sino también nuestra felicidad terrena, desde este mismo momento, aquí y ahora.


El secreto de la felicidad no es otro que el de actuar, vivir y sentir como actuaría, viviría y sentiría Jesús; es decir, el de conformar nuestra vida a la suya, sin perder por ello nuestra personalidad: no nos "perdemos" en Él, sino que en Él nos reconocemos a nosotros mismos, tal y como somos en realidad, tal y como hemos sido "pensados" por Dios cuando fuimos creados. En Él encontramos nuestro "yo" auténtico al sentirnos interpelados por ese "tú" amoroso que Él nos dirige:

 "¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! (CC, 4,1)...
"Me robaste el corazón, hermana mía, esposa,
me robaste el corazón..." (CC, 4,9).

La correspondencia al Amor que Dios nos tiene: ese -y no otro- es el sentido de la existencia cristiana. Una correspondencia amorosa, que necesita de la poesía, de la verdadera poesía, para expresarse, para expresar lo que es inexpresable e inefable. Dios mismo ha querido utilizar este lenguaje de la poesía. En cierto sentido, la Biblia entera es un libro poético, porque toda ella nos habla del Amor de Dios.

Aunque no se debe olvidar, porque es fundamental, que el amor es siempre bilateral, necesita de un "yo" y de un "tú" que "se dicen" mutuamente el uno al otro, y el otro al uno. El Amor de Dios hacia nosotros, hacia cada uno, está claro. Lo que no queda tan claro es cómo ha de ser nuestra correspondencia a ese amor, para que se dé esa amistad tan deseada por el Señor, cuando le pedía a su Padre, en la oración de la Última Cena: "Que todos sean uno: como tú, Padre, en mí y yo en tí, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn, 17,21).

El mismo Padre nos da la respuesta acerca de lo que tenemos que hacer para complacerle, tanto a Él como a su Hijo. Así, por ejemplo, durante la Transfiguración del Señor, una nube luminosa cubrió a sus tres discípulos predilectos (Pedro, Santiago y Juan) y una voz desde la nube dijo: "Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido; ESCUCHADLE" (Mt 17,5).

Escuchar al Señor, oir su voz con atención y disponibilidad. Tened el oído atento y el corazón preparado para que Su voz no nos pase desapercibida, para responder con prontitud a su llamada. Una llamada que siempre es para hoy, para este momento. Y que requiere una respuesta: "Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón" (Sal 95,7)