sábado, 27 de noviembre de 2010

La realidad siempre acerca a Dios (José Martí)

Cada uno experimenta su existencia como algo real, palpable, verdadero: “Existo”. Pero todos “sabemos" perfectamente que no existimos desde siempre. Nuestra historia personal comenzó en un determinado instante y en un determinado lugar del Universo.

Nuestra existencia es innegable, es un hecho real. No es algo imaginario. Ante ello la pregunta fundamental que nos hacemos es si tiene algún sentido que estemos aquí por casualidad o por azar. Una cosa es clara y evidente: la vida no nos la hemos dado a nosotros mismos. Es un don que hemos recibido, es un regalo, el Regalo esencial sin el cual ningún otro regalo sería posible.

Y si todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido, si somos receptores de un bien (que es nuestra propia vida) es preciso que exista Alguien que nos lo haya dado, Alguien ante el que tenemos que inclinarnos, llenos de agradecimiento y alegría, Alguien al que todos hemos convenido en llamar Dios. A este respecto sería bueno recordar (o tal vez aprender) las cinco vías de Santo Tomás de Aquino -hombre sabio y santo a un tiempo- en las que se demuestra la existencia de Dios como Creador de todo cuanto existe.

Se trata de una demostración filosófica, ciertamente, - y no matemática, lo que sería absurdo-, pero verdadera demostración, pues no sólo lo matemático es verdadero. Toda persona puede tener acceso a esta verdad, aunque no sea ningún gran filósofo, ni nada que se le parezca: el sentido común, utilizando la razón con sencillez y rectitud, llega al conocimiento de que la existencia de Dios es una realidad.

Claro que, puesto que no se trata de una realidad evidente y palpable por los sentidos, y debido a que nuestra naturaleza humana es una naturaleza caída, a consecuencia del pecado, es posible realizar una opción libre en el sentido de no aceptar dicha realidad.

Y aquí es precisamente donde interviene Dios: interviene a su modo (no del modo que a nosotros se nos ocurriría). E interviene por una razón que, verdaderamente, nos resulta incomprensible, y es porque nos ama, y desea nuestro bien, nuestro auténtico bien. Por eso ha querido comunicarse con nosotros y se nos ha revelado a Sí Mismo: la Biblia (y de un modo especial el Nuevo Testamento), es el libro que nos habla no sólo de su existencia sino también de cómo es Él.

En lo que se refiere al origen de todo lo que existe, por ejemplo, puede leerse, en el primer capítulo del Génesis, que el Universo fue creado por Dios. La ciencia ha llegado también a la conclusión de que el Universo tuvo un principio (teoría del Big Bang), aunque, como tal ciencia, no puede ir más allá en sus razonamientos, pues se saldría de su cometido.

No se puede rechazar a Dios en nombre de la Ciencia. Si se produce tal rechazo será por otras razones, pero no porque exista ningún tipo de contradicción entre Ciencia y Religión. Y, no sólo no disienten entre si Religión y Ciencia sino que se prestan mutua ayuda. Esto es fácil de entender: las verdades del universo, que las Ciencias investigan y descubren (haciendo uso de la razón) y las verdades reveladas (recibidas por la fe), tienen el mismo origen: Dios. El mismo Dios ha puesto en la persona humana la luz de la razón y la luz de la fe. Y Dios no puede negarse a sí mismo. La verdad no puede contradecir jamás a la verdad. Ambas verdades, en sus diversos planos, concurren al mismo fin. Y no se coartan en sus propias investigaciones, sino que se sirven de mutuo estimulo.

No hay que olvidar, por otra parte, que hay también ciertas verdades, que han sido reveladas por Dios, cuya existencia se conoce precisamente por eso, porque han sido reveladas. Tales verdades, completamente inaccesibles a la razón, son los misterios del cristianismo, como el misterio de la Santísima Trinidad, el misterio del hombre-Dios (Jesucristo), el misterio de la Eucaristía, etc... Se puede profundizar en ellas, pero nunca se las puede comprender plenamente. Eso sí, aunque misteriosas, nunca son contradictorias. Ante ellas sólo cabe la adoración y el reconocimiento “alegre” de la propia impotencia: aunque es cierto que no podemos comprender del todo a Dios, sabemos (por la fe) que El nos quiere. Y eso nos hace (o debería hacernos) muy felices.

Cuando Dios creó el mundo "vio que era muy bueno todo cuanto había hecho", (Gén 1,31). ¿Y quién puede saber mejor cómo son las cosas, sino Aquel que las ha creado? Según se desprende de la lectura del Génesis, no hay ninguna cosa que, EN SÍ MISMA, sea mala. Pero, ¿son siempre buenas las cosas PARA NOSOTROS?

Depende: si en las cosas no vemos más allá de las cosas mismas es señal inequívoca de que las estamos tratando como un fin, lo que es un grave error, porque las cosas deben ser tratadas conforme a lo que realmente son, o sea, como medios para llegar al conocimiento y al amor de Dios.

Las cosas -la vida, los acontecimientos del tipo que sean- todo, en definitiva, puede y debe llevar siempre a Dios, como se dice bellamente en la siguiente estrofa:

El olor de las rosas
me llegó, paseando por el prado.
y las vi tan hermosas
que, su aroma inhalado,
me llevó, sin notarlo, hasta mi Amado.

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