lunes, 27 de junio de 2011

RESPUESTA DEL HOMBRE Y SONETOS SACROS (11 DE 11)



No me mueve, mi Dios, para quererte,
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno, tan temido,
para dejar, por eso, de ofenderte.

¿Es realmente desinteresada la respuesta que da el poeta a su Dios? Ciertamente, no es ni el Cielo como recompensa ni el Infierno como castigo lo que mueve al poeta a querer a Jesús. No, no es eso. La razón que lo mueve es el hecho, manifestado en la Cruz, del amor con el que se siente amado por Dios. El poeta experimenta, de alguna manera, en su propia carne, aquello que decía San Pablo, hablando de Jesús: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20), en una entrega que, además, fue voluntaria: “Nadie me quita mi vida, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla” (Jn 10,18); y una entrega que es la manifestación del mayor amor que puede darse en esta vida: “Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Porque (y esto es muy importante) para Jesús (que es Dios verdadero, autor de todo cuanto existe) nosotros ya no somos simples criaturas, sino “amigos”: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer” (Jn 15,15).

Ante un amor de esta magnitud, un amor personal e íntimo (de Dios para cada uno de nosotros), el poeta confiesa que aquello que le mueve a amar a Jesús no es el premio que pueda recibir por amarle, ni tampoco el castigo que pueda recibir por ofenderle. ¡Es el mismo Jesús quien le mueve, es la experiencia del amor del que ha sido objeto por parte de Dios, sin merecerlo! El corazón del poeta ha sido tocado y su respuesta de gratitud (gratitud amorosa) no se hace esperar.

Todo esto está en consonancia con aquellas palabras del mismo Jesús: “He aquí que vengo pronto, y conmigo mi recompensa…” (Ap 22,12). Porque, efectivamente, Él (y no sus dádivas) es nuestra recompensa: el poder, por fin, amarle como Él nos ama, de una manera completa y definitiva. ¿Acaso hay algo más grande y hermoso? Además, en Él lo tenemos todo, todas nuestras ansias quedan colmadas: cualquier felicidad que podamos experimentar en esta tierra, por grande que nos pudiera parecer, se encuentra ya en Cristo; y en un grado tal que ni siquiera podemos imaginar, “según está escrito: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman” (1 Cor 2, 9)

No es lo que el mundo considera como recompensa lo que el cristiano poseerá como premio. No, el premio del cristiano consistirá en poseer a Jesús: lo poseeremos y seremos poseídos por Él, en una relación de Amor mutuo y recíproco, inimaginable para nosotros, como todo lo que es sublime. El Amor de Dios para con los hombres supera toda imaginación: “Mis delicias son los hijos de los hombres” (Prov 8, 31). Y no solo nos ama con ternura infinita, sino que desea que nosotros lo amemos de la misma manera. Dice el Esposo, es decir, Jesús, dirigiéndose a su amada (en la que nos podemos ver reflejados cada uno de nosotros) “Paloma mía… dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz. Que tu voz es dulce y encantador tu rostro” (Ca 2, 14). Son palabras del mismo Dios dirigidas a una criatura (¡no deberíamos olvidarlo!). La respuesta de la Esposa es encantadora: “Mi Amado es para mí, y yo soy para Él” (Ca 2, 16)

Así es: mutua posesión y mutuo Amor; inconcebible, pero cierto. Cuando llegue ese momento, el momento final de nuestra carrera (aunque ya en esta vida Dios nos lo deja entrever, de alguna manera) entonces se cumplirá plenamente aquella petición que hizo Jesús a su Padre en la oración de la Última Cena, cuando le hablaba de sus discípulos: “Padre, quiero que donde Yo estoy también estén ellos conmigo…” (Jn 17,24). “…que el Amor con el que Tú me has amado esté en ellos, y Yo en ellos” (Jn 17, 26). “… para que sean uno como Tú y Yo somos Uno” (Jn 17, 22).

¿Cabe esperar más de Dios? No, puesto que todo Él se nos ha dado. Más no se puede dar. ¿Es posible desear algo más? Tampoco, porque es que, además,  como se ha dicho más arriba, teniéndole a Él lo tenemos todo,  y nada más podemos desear: Él es el Ser (y nos ha llamado a la existencia haciéndonos "ser", haciéndonos partícipes de su "Ser"). Él satisface todas nuestras ansias, porque sólo Él da sentido a nuestra vida. San Agustín lo entendió muy bien cuando dijo aquella conocida expresión, tan famosa: “Nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”.

Ésta es la razón por la que he escrito la palabra desinteresada en cursiva. En realidad de verdad, la respuesta del poeta, aparentemente desinteresada, es la más interesada  de las respuestas posibles, pues no es ya que quiera algo de Dios; no, es que lo quiere todo de Dios: quiere sólo a Dios y a todo Dios. 

Una cosa es evidente: si se le tiene a Él se tiene todo lo que Él tiene; si se le ama, se ama todo lo que Él ama, porque el amor busca la identificación entre los que se aman. En el caso de Dios, encontrándole a Él, encontramos cualquier tipo de felicidad a la que hubiéramos podamos aspirar en este mundo, como ya se ha dicho; y, además, en un grado que va infinitamente más allá de lo más hermoso y maravilloso que la más poderosa de las mentes humanas fuera capaz de imaginar. Y por supuesto, se trata de una felicidad verdadera, compartida y sin fin (en el eterno Presente, más allá del tiempo, junto a Dios, nuestro Señor).

Lo que mueve al autor del poema, según él mismo escribe, es el Amor de Dios, encarnado en la Persona del Hijo, y manifestado hasta el extremo de dar su vida. El poeta, en su poema, intenta dar una respuesta desinteresada de amor a Jesús, sin segundas intenciones. Me recuerda lo que decía cierto santo, cuyo nombre he olvidado, y es que “debemos buscar al Dios de los consuelos, y no los consuelos de Dios”.
Dicho lo cual que, por otra parte, es completamente cierto, pienso que habría que añadir un matiz, pues el que se encuentra con Dios (por pura gracia suya), ama todolo que le recuerda a Dios y todo lo que le lleva a Dios, todo… también los consuelos de Dios, no ya por ser consuelos sino porque son "sus" consuelos: vienen de Él. Y todo lo que viene de Él agrada, como no podía ser de otra manera, pues los que se aman lo comparten todo: los sufrimientos, por supuesto que sí; pero también las alegrías. Y esto es más cierto aún en el caso de Dios.

La espera de la recompensa no está reñida con el Amor. De hecho dice San Pedro que "nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habita la justicia" (2 Pet 3,13). Y San Juan, en el Apocalipsis, es aún más explícito, porque habla de una visión, es decir, de algo que, por Revelación, le ha sido dado contemplar por adelantado; y algo que ciertamente ocurrirá. No se trata de ninguna utopía, sino de una realidad. Dice así: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe." (Ap 21, 1). Y poco más adelante: "Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: Ésta es la morada de Dios con los hombres: Habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios, habitando realmente en medio de ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo eso es ya pasado" (Ap 21, 3:4). 

Además, esto es algo que, con otras palabras, ya lo había dicho Jesús a sus discípulos, para que no decayeran, abatidos por la tristeza. “Ahora os entristecéis, pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16,22).El Amor y la Alegría siempre van unidos. En esta vida, el dolor aparece como una sombra de la alegría, pero- en realidad- es la manifestación más perfecta de la Alegría, porque en el dolor se acrisola y se perfecciona el Amor. En la otra vida, como señala San Juan, ya no habrá dolor ni lágrimas y quedará sólo la Alegría que conlleva el ver a Dios y el ser vistos por Él, en una mutua mirada gozosa de amor.

Podríamos finalizar esta sección que hemos dedicado a la respuesta del hombre a la llamada de Dios, considerada a través de la poesía, con una bella estrofa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz:

Descubre tu presencia
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.