miércoles, 22 de febrero de 2012

El trabajo no es un castigo (para un cristiano) [José Martí]

El trabajo no debe asustarnos. Un trabajo bien hecho produce siempre un enriquecimiento personal. Jesús trabajó con sus propias manos: el trabajo no es humillante. Todo lo contrario. Trabajando nos realizamos como personas y vamos alcanzando, poco a poco, esa plenitud a la que hemos sido llamados. Trabajar nos hace “crecer”, en el sentido más profundo de esta palabra, nos “enriquece”. Trabajando cumplimos la voluntad de Dios; y trabajando nos santificamos. El trabajo no es ningún castigo, sino una ocasión maravillosa que tenemos de demostrarle al Señor que le queremos.

Un trabajo se hace bien si se hace con alegría, con interés, con entusiasmo, sin prisas, poniendo todos los medios a nuestro alcance para superar los obstáculos con los que necesariamente nos vamos a encontrar. No debemos asustarnos ante el esfuerzo, sino recordar y tener siempre, en nuestra mente y en nuestro corazón,  las palabras de Jesús: “A cada día le basta su propio afán” (Mt 6, 24), palabras que, como siempre, dan en el clavo. 

Es preciso, cuando se trabaja, hacerlo bien: fijarse, poner atención e interés en lo que se haga, en cada detalle. Y luego  apreciar aquello que se ha hecho si se ha puesto el máximo empeño posible. No despreciar la propia obra, aunque no sea precisamente un dechado de perfección, objetivamente hablando. No todo el mundo tiene aptitud para todas las cosas. Así es, así debe ser, y es bueno aceptar que así sea. De este modo, conociendo las propias posibilidades y limitaciones, actuar en función de ese conocimiento... siempre con esperanza de superación, mirando hacia adelante.

El Señor no nos pedirá nunca nada que esté por encima de las capacidades con las que Él mismo nos ha dotado al crearnos. Lo único que Él quiere es nuestro corazón, nuestro amor. Para eso estamos aquí y sólo eso da sentido a la vida: amar a Dios y todo lo que Él ama; y ser amados por Él.Nosotros, que hemos creído, conocemos el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16). El amor es el alma de todas las virtudes: el trabajo es una virtud si es una manifestación de amor. Y es precisamente trabajando (entre otras cosas, claro está) como demostramos al Señor que nuestro amor por Él es auténtico. 

Esa es la entrega que el Señor pide a cada persona que viene a este mundo. Ya sabemos que el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén PARA QUE lo trabajara y lo guardara” (Gen 2,15). Esto del trabajo fue antes del pecado, de modo que, en cierto modo, podemos decir que el trabajo es propio de la naturaleza humana. El hombre ha sido creado para trabajar igual que el ave para volar.

Claro está que, a consecuencia del pecado, el trabajo ya no se realiza si no es con cierta “pena”: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gen 3,19).  El sufrimiento o el dolor que conlleva el trabajo forman parte de la vida real. Pero esto no debe conducir nunca a la amargura o al desaliento. Es preciso empezar de nuevo: ¡siempre hay que estar empezando! Y hacerlo con tranquilidad, con sosiego, con interés, con ilusión y con la seguridad, por supuesto, de que se conseguirá el objetivo que se pretende, siempre que éste no se encuentre por encima de nuestras fuerzas y se pongan todos los medios a nuestro alcance para lograrlo.

En todo caso, no debemos rehuir el esfuerzo que supone el trabajo, normalmente. Ese esfuerzo, cuando se realiza por amor a Dios, es un sacrificio que Él recibe complacido porque es la manera más natural que tenemos (aunque no sea la única) de demostrarle el amor que "decimos" tenerle. Y amar es el único modo de madurar, de crecer sanamente como personas: no hay otro.

Por supuesto que al hablar de trabajo, estamos hablando aquí del trabajo realizado por amor: por amor a Dios y por amor a nuestros hermanos (es decir, a todos los hombres, pues todos son hijos de Dios; y Dios es nuestro Padre). El trabajo sin amor desnaturaliza a la persona: el amor verdadero es lo único que hace que el trabajo tenga sentido; y trabajando así nos asemejamos a Dios, pues “Dios es Amor” (1 Jn 4,8).

Suele ser bastante frecuente, por desgracia, que no se trabaje así como aquí decimos; es decir, que se trabaje sin ilusión y sin alegría. Pues bien: cuando eso ocurra es un aviso y una señal clara, a todas luces, de que el amor está  fallando en nosotros. Conviene no olvidarlo. De ahí que sea necesario fortalecer cada día nuestra voluntad, haciendo uso de todos los medios que tengamos a nuestra disposición. 

En primer lugar, hacer uso de los medios naturales: formarse bien en el conocimiento de la propia profesión, generosidad, espíritu de servicio, sinceridad, sencillez, alegría,…, y luego no olvidar los medios sobrenaturales, si queremos parecernos al Señor en todo, entre ellos la oración y los sacramentos, particularmente la Eucaristía.

Es importantísimo “caer en la cuenta” de que Jesús, que además de ser Perfecto Dios es también Perfecto Hombre, trabajó durante treinta años (de los treinta y tres que duró su estancia visible entre nosotros). Y por eso, en cuanto hombre, Jesús crecía en sabiduría, en edad y  en gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52)

Jesús no se ocultaba. Siempre se manifestaba tal y como era: cuando se estaba en su Presencia uno sabía muy bien a qué atenerse. Jesús no era un “sí” y un “no”. Todo el ser de Jesús respiraba un “sí” rotundo, total y radical, una afirmación de la creación entera y, de un modo especialísimo, un sí “amoroso” hacia cada uno de nosotros.

Recordemos que Jesús era llamado “el hijo del carpintero” (Mt 13,55). De José aprendió ese oficio que ejerció “divinamente”, sin lugar a dudas. No hay más que traer a la memoria aquellas palabras que vienen recogidas en los Hechos de los Apóstoles, cuando se dice aquello de que “todo lo hizo bien” (Hch 10,38).  Y al utilizar la palabra “todo” se sobreentiende (¡está claro!) que no hay nada que no hiciera bien; en lo concerniente al trabajo, que es el caso que aquí nos ocupa, Jesús sería un buen trabajador, un trabajador sencillo y extraordinario, al mismo tiempo. Y de ninguna manera sería un chapucero en su trabajo. En esto, como en todas las cosas, Él es nuestro modelo a imitar. La verdad, todo hay que decirlo, es que tuvo un buen maestro que le enseñara (José); pero, sin duda, que fue también un discípulo aventajado.

lunes, 6 de febrero de 2012

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (7 de 7) [José Martí]


Por eso, cuando experimentamos personalmente el sufrimiento, las contradicciones e incluso la cercanía de la muerte, es preciso (¡es urgente!) que aprendamos a aprovechar estas experiencias para unirnos al Señor. Para ello tenemos que pedirle su Espíritu, con la confianza absoluta de que nos lo concederá: sólo si poseemos su Espíritu nuestra unión con Él será perfecta; y nuestras acciones serán meritorias porque son, en cierto modo y realmente, acciones suyas, además de ser acciones nuestras. Esto es así por el misterio del Cuerpo Místico de Cristo, este Cuerpo invisible y “misterioso” en el que Cristo es la Cabeza y nosotros los miembros: "Vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12, 27). Podemos decir, pues, con San Pablo: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí " (Gal 2, 20). Y  junto a Él nos convertimos verdaderamente, por pura Gracia, en corredentores del mundo, de este mundo que está tan necesitado de Dios.

Consecuencia: la Alegría surge espontáneamente, pues siempre va unida al Amor. De ahí que se pueda sufrir (y sufrir mucho e intensamente) y, al mismo tiempo, ser feliz y no perder la Alegría. Para lo que es necesario que, en nuestra intención y en nuestro corazón, siempre que suframos, lo hagamos en unión real con Jesús, teniendo su Espíritu.

La muerte tiene ahora sentido, porque Jesús ha muerto. Si Jesús ha tomado sobre sí la muerte, ésta ha dejado de ser un castigo, pues no es el acabamiento de la vida, sino el comienzo de la verdadera Vida o, si se quiere, la continuación de una vida que ya ha comenzado aquí en este mundo. Decía bellamente Paul Claudel que “todo el sufrimiento que hay en este mundo no es dolor de agonía, sino dolor de parto”. 

Pero, sobre todo, tenemos las palabras de Jesús: “El que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16, 25b). La verdad es que no deberíamos de tenerle miedo a la muerte. Son numerosas las citas bíblicas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que nos pueden ayudar a superar ese miedo. No olvidemos que cuando se cita la Biblia debemos tener siempre “in mente” que las palabras que leemos o escuchamos son Palabra de Dios, quien no puede errar jamás. Lo que ocurre es que nuestra fe es muy débil. Recordemos algunas de estas palabras. Son reconfortantes:

Con relación a la muerte nos dice Jesús: No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed, sobre todo, al que puede arrojar el alma y el cuerpo en el infierno” (Mt 10, 28). Cuando Jesús llegó a la casa del magistrado Jairo, “viendo a los flautistas y a la gente alborotada, dijo: Retiraos, la niña no ha muerto, sino que duerme… Después de despachar a la gente, entró, la tomó de la mano y la niña se levantó” (Mt 9, 23:25). Y en otro lugar: Lázaro, nuestro amigo, duerme pero voy a despertarle” ( Jn 11, 11). Jesús les hablaba de la muerte de Lázaro, pero los discípulos creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces les dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis; pero vayamos adonde está él” (Jn 11, 14:15). Como sabemos Jesús resucitó a Lázaro, “gritando con voz potente: ¡Lázaro, sal fuera!” (Jn 11,43).

De todo lo anterior se deduce que, para Jesús, la única verdadera muerte, la única que debemos temer, está relacionada con el pecado, pues éste (si no nos arrepentimos de corazón) nos puede conducir, en cuerpo y alma, al infierno. A eso se refería Jesús cuando dice en el Apocalipsis: "Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida... Quien venza no será dañado por la muerte segunda" (Ap 2, 10:11). 
Lo que nosotros consideramos muerte ordinaria no es, en realidad, más que un sueño: "la niña no está muerta sino dormida" (Mt 9, 24).Así lo piensa Jesús, y Jesús es Dios. No debemos olvidar que la realidad acerca de las cosas es lo que Dios piensa de ellas: "la niña no ha muerto, sino que duerme". Tengámoslo presente. Recordemos que estamos de paso por esta tierra, como peregrinos; que ésta no es nuestra patria, sino que nuestra patria verdadera es el Cielo, como nos enseñaba San Pablo:

Somos ciudadanos del Cielo, de donde esperamos también como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de bajeza en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del Poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas” ( Fil 3, 20:21). “Sabemos que si esta tienda, que es nuestra mansión terrena, se deshace, tenemos otra casa que es de Dios, una morada eterna en los cielos, no construida por mano humana” (2 Cor 5, 1). “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe” (1 Cor 15, 14). “Si sólo para esta vida tenemos puesta la esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres. Pero no: Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que durmieron” (1 Cor 15,19:20). “No queremos, hermanos, que ignoréis lo que se refiere a los que han muerto, para que no os entristezcáis como aquellos que no tienen esperanza” (1 Tes 4,13)

San Pedro, por su parte, escribe, refiriéndose a Jesús que: según su promesa, esperamos nuevos cielos y nueva tierra en los que habita la justicia” (2 Pet 3, 13). Y en el Apocalipsis podemos leer también la misma idea: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén que bajaba del cielo de parte de Dios, preparada como una esposa que se engalana para su esposo. Y oí una voz fuerte que decía desde el trono: ¡Ésta es la morada de Dios con los hombres! Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios, habitando realmente en medio de ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó” (Ap 21, 1:4).Por eso, se entiende aquella expresión bíblica, hablando de la muerte de los que intentan vivir como discípulos de Cristo:  “¡Qué hermosa es a los ojos de Dios la muerte de sus fieles!” (Sal 116,15)

Y es que la vida cristiana es una aventura de Amor y un ir entregándole al Señor, poco a poco, todo aquello que antes Él nos ha dado primero.  Y se lo entregaremos completamente cuando nos llegue el momento de la muerte, un momento que nadie conoce. El consejo del Señor, mientras peregrinamos, es el mismo que dio a sus apóstoles: "Vigilad y orad para que no caigáis en tentación" (Mt 26, 41). De ahí la necesidad de estar siempre preparados. 

La muerte, para un cristiano, es el cumplimiento de la máxima donación que se le puede hacer a Dios siendo, por lo tanto, la máxima expresión de amor posible, tal como dijo Jesús: "Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y "la víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). 

A Aquél que nos lo dio todo, que nos dio el ser como el regalo esencial, que nos dio la existencia, le devolvemos ahora ese mismo ser, pero enriquecido con nuestra fidelidad “en lo poco”,  confiando en poder entrar así en Su gozo y en vivir junto a Él por siempre que es, con mucho, lo mejor.

Cuando sólo Tú cuentes
porque haya mi caliz apurado
sentiré como sientes;
y en tus ojos mirado
veré mi cuerpo todo iluminado.
(José Martí) 
La conclusión es bien clara: la visión cristiana de la vida es la única auténticamente realista y optimista.  Considera el más acá y es consciente y sabe, por experiencia personal, que este mundo es un “valle de lágrimas”; pero no se queda sólo en el más acá, como ocurre con las otras visiones materialistas de la vida. El cristiano, que vive de la fe, considera también, y sobre todo, el más allá, su verdadera Patria. "Estoy convencido de que los sufrimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros" (Rom 8, 18). El cristiano sabe que aquí no se acaba todo, que su Patria se encuentra en el cielo, junto al Señor. Ese es el motivo profundo de su alegría, una alegría que los que son del "mundo" no conocen ni pueden conocer mientras no se decidan a conocer a Jesús y a dejarse conocer por Él.

Definitivamente, DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS

sábado, 4 de febrero de 2012

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (6 de 7) [José Martí]


¿Por qué el sufrimiento es un compañero continuo? Dios conoce la intensidad y la calidad de nuestro sufrimiento mucho mejor, incluso, que nosotros mismos. Y es precisamente Él quien nos da la fuerza que necesitamos para no desesperarnos ni abatirnos hasta el extremo.

Uno se rebela y llora y sufre y patalea, impotente, ante realidades que no puede cambiar y que le hacen sufrir. De ellas, la más dura es la de la muerte. Esta realidad nos acecha a todos, a cada instante. Y la palpamos, la sentimos muy cerca, pasa rozando junto a nosotros. Y tenemos miedo: sabemos, con seguridad absoluta, que un día nos llegará también a nosotros.

La muerte es una realidad tremenda. Asusta el solo hecho de su existencia. Cuando más ganas se tienen de vivir, de conocer y de amar... nos encontramos de sopetón con la muerte, que pone fin a todos nuestros planes y proyectos, poniendo fin a nuestra vida. Esto es trágico. Ante esta tragedia de la muerte (es decir, su carácter de inevitable) se puede reaccionar de muchos modos. Básicamente, los reduciremos a tres:

Uno de ellos es el optimismo “aparente” (sólo de forma), basado en el ya conocido: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Puesto que aquí se acaba todo, pasémoslo “lo mejor” posible, disfrutemos de todo lo que esté a nuestro alcance porque después ya no habrá nada. A una mirada superficial, esta visión materialista de la vida podría parecerle que eso es “saber vivir” y que lo demás son tonterías: lo que importa es la juerga, el jolgorio y la jarana. Y ahí queda todo: no hay ningún contenido. Se trata, en realidad, de una “alegría” desesperanzada, porque su fin es la nada. La postura hedonista ante la vida es, en el fondo, muy triste, y no tiene horizontes. Es frecuente, hoy día, el encontrarse con personas que son optimistas “aparentemente” (todo lo ven positivo), pero cuando son capaces de sincerarse, si eso llega a ocurrir, sale a relucir el enorme vacío y hastío de la vida en el que transcurre su existencia. En el fondo de este modo de reaccionar encontramos que sólo hay pesimismo, mejor o peor disimulado.

Otro modo, aunque hoy no tan frecuente, es el pesimismo “consecuente” (en el fondo y en la forma). Es la actitud existencialista, que hace suyas las palabras de Sartre: “¡La vida es una pasión inútil!”. Si se vive “coherentemente” con esta visión, el vivir “auténtico” sería un vivir amargado; y la alegría sería una hipocresía, algo impropio de una persona. Nadie debería de estar alegre, porque nada tiene sentido. Aquí el pesimismo no se oculta.

Estas dos actitudes, ambas pesimistas, como hemos visto, son “meramente” humanas, con un horizonte reducido al más acá, pues no existe ningún otro horizonte para su enfoque existencial. El modo cristiano de reaccionar ante estas realidades del sufrimiento y de la muerte (que sería el tercer modo) es completamente diferente:

La vida continúa siendo un valle de lágrimas y la muerte una triste realidad. Pero el cristiano cuenta con otra realidad que da sentido a todo: Dios mismo, en la Persona de su Hijo, se ha hecho un niño, y ha vivido nuestra propia vida, haciéndola suya: ha estado en el vientre de su madre, ha pasado frío, hambre y sed; ha jugado y llorado como cualquier otro niño, se ha cansado y ha trabajado, ayudando a José, que hace de padre suyo en esta tierra y de quien aprende el oficio de carpintero. Finalmente, sufrió horriblemente y murió en una cruz, resucitando al tercer día de su muerte.

Esta realidad histórica es un hecho que no podemos (¡no debemos!) ignorar. Desde el momento en que Dios mismo (en el Hijo) ha tomado sobre sí todas nuestras flaquezas y miserias; y ha hecho suya incluso la muerte; desde que esto es así, ahora todo tiene sentido: Si el Señor Jesús (que es Dios) ha hecho suyas realmente, tomándolas como propias, realidades como el trabajo, el sufrimiento y la muerte, lo que ya no tiene sentido es la tristeza ante estas realidades: Él las ha experimentado en su propia carne por Amor a nosotros, para unirse a nosotros de una manera tal que no nos pudiera caber la menor duda de la Realidad y de la fuerza de su Amor (¡por otra parte, incomprensible!)

miércoles, 1 de febrero de 2012

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (5 de7) [José Martí]


Sigue siendo difícil de entender, pero como ya hemos dicho, Dios no se rige por los mismos patrones que nosotros. Él desea nuestro amor y el único modo de tenerlo es creándonos verdaderamente libres, para que verdadero pueda ser nuestro amor hacia Él, puesto que el amor no puede imponerse. Si se impone ya no es amor. Si Dios no hubiera creado libre al hombre, entonces nos habríamos tenido que conformar con "vivir" felices, pero sin la dicha del amor. Ésta es la cuestión. Dios nos ama y quiere ser amado por nosotros. Y hasta tal punto esto es así que prefiere que exista el mal (producto de nuestro mal uso del libre albedrío), con tal de que tengamos la enorme dicha de poder amarlo, si queremos, como Él mismo se ama, en el seno de la Santísima Trinidad, unidos a Jesucristo en el Espíritu Santo, lo que hubiera sido imposible de no habernos creado libres.

Como suele ocurrir cuando se habla de Dios, es preciso que reconozcamos nuestra absoluta dependencia de Él, con agradecimiento, y que hagamos uso de la inteligencia que Él nos ha dado para intentar descubrir por qué actúa del modo en que lo hace. Tenemos a nuestra disposición, además de la Palabra de Dios, recogida en la Santa Biblia, todo el bagage de una tradición de veinte siglos, dentro de la fidelidad al Magisterio de la Iglesia, para la correcta interpretación de la actuación divina. Y contamos, por supuesto, con la ayuda de la gracia que nunca  faltará a quien, humildemente, se lo suplique al Señor, confiando, sin ningún género de duda, en que le será concedida.

Dicho lo cual, y ahondando en lo que he dicho antes, intentando explicar lo que nos dice San Agustín,  queda claro que Dios quiere permitir el mal por el aprecio y el respeto que tiene de nuestra libertad, de esa libertad, entendida como libre albedrío, que Él nos dio al crearnos, para que pudiéramos amarle en libertad, pues no existe otro modo de amar. No obstante, 
al crearnos libres se ha expuesto a que podamos negarle, lo que ocurre todos los días; y de una manera demoníaca en estos tiempos en los que vivimos.

No deja de ser "curioso" que  esta libertad que nos ha sido dada con el ser, es la misma que hace posible que Dios sea vulnerable: no en Sí Mismo, en su Ser, lo que sería imposible.  Pero sí en su voluntad.

Y así vemos que mientras que, por una parte,  Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4), por otra, el hombre, haciendo uso de su libre albedrío, se rebela contra Dios y peca: el querer del hombre se opone al querer de Dios. Y esto ha ocurrido porque Dios ha querido permitir que eso ocurra, por lo dicho anteriormente. 


El problema, un problema que es "nuestro problema" es que Dios, al crearnos verdaderamente libres nos ha creado también verdaderamente responsables de nuestras acciones. Libertad y responsabilidad van unidas como la cara y la cruz de una misma moneda. No existen acciones libres sin  consecuencias. Y las consecuencias que se derivan de nuestros actos no dependen ya de nuestra libertad, sino de la naturaleza de las cosas, las cuales son tal y como Dios las ha creado y eso, por más que lo intentemos, no lo podemos cambiar. Para que nos entendamos: si tengo una piedra en la mano, soy libre de soltarla o no. Pero las consecuencias de mi acción no van a depender de lo que yo quiera que ocurra. Una vez que yo suelto la piedra ésta cae irremisiblemente hacia el suelo hasta chocar contra él, obedeciendo necesariamente a la ley de la gravedad, una ley de la naturaleza que no depende de mí.  En mi mano estaba el soltarla o no, pero lo que ya no dependía de mí era lo que iba a ocurrir de modo inexorable si la soltaba. Y soy responsable de lo sucedido porque, además, conocía la existencia de la ley de la gravedad.

De modo análogo, cuando el hombre, haciendo uso de la libertad que le ha sido dada, se rebela contra Dios y peca, su
acción “libre” tiene unas consecuencias que  repercuten en todo su ser de modo negativo y lo esclavizan: “Todo el que comete pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34). Y ha sido el hombre el que ha pecado, siendo consciente de lo que hacía y haciéndolo porque quería, rebelándose contra el deseo de Dios pues “ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4,3). De modo que es el hombre, y sólo el hombre, el responsable del mal, un mal que Dios no quiere, pero que permite, como ya se ha dicho más arriba.  

Y lo permite porque no quiere imponernos su voluntad, sino que lo elijamos a Él libremente. Por desgracia ocurre, con demasiada frecuencia, que el hombre, libre y erróneamente, elige su propia voluntad, en contra de la voluntad de Dios, que en eso consiste el pecado.

Hay además algo de lo que no solemos percatarnos. Y es que el hombre no sólo se daña a sí mismo al pecar sino que, en cierto modo, “daña” también a Dios. ¿Cómo es eso posible? -nos preguntamos-.  Muy sencillo: porque Dios, que es Puro Amor, no es correspondido con amor por el hombre a quien ama. El pecado es un acto de desamor, es un decirle a Dios que no se quiere saber nada de Él, que no se quiere tener nada con Él. Y esto ciertamente “hiere” a Dios: Dios no puede quedar indiferente ante nuestra respuesta. Si esta es un “sí”, Él se alegra; si es un “no”, de alguna manera se entristece por nosotros, porque le importamos.


En todo caso, el hecho de que Dios permita el mal, como se ha dicho, no supone que el mal vaya a vencer al bien;  aunque sí es verdad que la victoria definitiva de Dios sobre el mal  no tendrá lugar hasta el final de los tiempos. La presciencia de Dios es la causa de que Dios haya consentido en permitir el pecado de Adán. Su saber, como Dios que es, va más allá del espacio y del tiempo. Y su victoria es segura. De ahí las palabras de San Pablo: “Cuando lo corruptible se revista de incorruptibilidad y lo mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: “La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón” ( (1 Cor 15 54-55).

La victoria definitiva es de Dios, en Jesucristo, y también de aquellos que le hayan sido fieles y hayan respondido con amor a su Amor: “Mira, he aquí que vengo pronto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según haya sido su conducta. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin” (Ap 22, 12:13)