Así, cuando un ángel del Señor se apareció a unos pastores, que pernoctaban al raso y velaban por sus rebaños, les dijo: “No temáis; mirad que os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo, el Señor, en la ciudad de David” (Lc 2, 10-11).
Nada en el Evangelio ni en el Nuevo Testamento nos habla de amarguras o de desesperanza. Lo propio de un cristiano es la alegría. “Alegraos siempre en el Señor; lo repito: alegraos… El Señor está cerca” (Fil 4, 4-5). Esta exhortación la hace en muchas ocasiones a lo largo de todos sus escritos: “Estad siempre alegres…” (1 Tes 5, 16); “Por lo demás, hermanos míos, alegraros en el Señor” (Fil 3,1), etc. Cuando el Señor les habla a sus discípulos les insiste en la importancia de dicha virtud: “Estas cosas os las he dicho para que mi gozo esté en vosotros y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11). El mensaje del Evangelio es el de las Bienaventuranzas. Como sabemos bienaventuranza significa Alegría Perfecta. Y esta alegría es la que Jesús concede (ya en este mundo) a “los pobres en el espíritu,…, los que lloran, …, los mansos,…, los que tienen hambre y sed de justicia,…, los misericordiosos,…, los limpios de corazón,…, los que trabajan por la paz,…, los que padecen persecución por causa de la justicia,…” (Mt 5, 3-10).
Los santos han sido aquellas personas que más se han identificado con Jesús y que han vivido plenamente este mensaje de las bienaventuranzas; y han sido también las personas más felices y más alegres que han existido: ¿Cómo podrían estar tristes estando junto al Señor y viviendo su propia vida? Eso es imposible. Porque no debemos olvidar que, efectivamente, la alegría de la que hablamos, la auténtica alegría, siempre va unida a la cercanía y al amor al Señor. Él es la causa de esta alegría, al infundirnos su Espíritu y hacernos partícipes de su propia Vida. Decía George Bernanos en su novela más importante (Diario de un cura rural) que “lo opuesto de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos”. Y es más. Decía que “La Iglesia dispone de toda la dicha y la alegría reservadas a este pobre mundo. Obrando contra ella se actúa contra la alegría”.
¿Significa todo esto que la vida de un cristiano es un camino de rosas? Todo lo contrario.Cuando Jesús fue presentado en el Templo de Jerusalén, el anciano Simeón, después de tomar al niño en sus brazos y de bendecir a Dios, se dirigió a María, la madre de Jesús y le dijo: “Mira, éste ha sido destinado para ser caída y resurrección de muchos en Israel, y como signo de contradicción –y a ti misma una espada te atravesará el alma-, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34-35), como así ocurrió.
Durante su vida la gente que se encontraba con el Señor, tenía que definirse: “Quien no está conmigo está contra mí; y quien no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). Y la vida junto al Señor no era fácil, pero merecía la pena. Cuando tuvo lugar el discurso de Cafarnaúm muchos de los discípulos de Jesús se echaron atrás y no andaban ya con Él. Y Jesús preguntó a los Doce: “¿También vosotros os queréis marchar?”. Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 66-69). Y en otro lugar: “Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran! (Mt 7, 13-14).
Jesús no engañó a sus discípulos; y les advirtió acerca de todas las dificultades con las que se iban a encontrar si querían serle fieles: “Os entregarán a los tormentos y a la muerte, y seréis aborrecidos por todos los pueblos a causa de mi nombre” (Mt 24, 9). Sin embargo, les dice también: “Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo mal por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será abundante en los cielos” (Mt 5, 11-12). Esto era algo que, a lo largo de toda su vida pública, les iba enseñando para que no se llamaran a engaño acerca de su seguimiento: “Si a Mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). “Más aún: se acerca la hora en la que quien os dé muerte piense que así sirve a Dios” (Jn 16,2). ¿Cómo tenemos que reaccionar los cristianos ante esta situación? El mismo Señor nos lo dice: “Cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención” (Lc 21,28). “Os he dicho esto para que tengáis paz en Mí. En el mundo tendréis tribulación; pero confiad: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
En todo lo que venimos diciendo hay algo que está muy claro. El discípulo de Jesús no es un mojigato, ni un apoquinado, ni una persona débil; no es un tristón, sino que lleva consigo la alegría, si es un auténtico discípulo de Jesús. Cualquier otra imagen que se quiera dar de los cristianos es una falsedad. Las palabras del Señor son, como siempre, luminosas y esclarecedoras. Si nos encontramos con un cristiano triste, su tristeza se deberá a dos posibles causas: O bien no ha entendido en qué consiste el ser cristiano, con lo que estaría necesitado de una mejor formación acerca de su fe; o bien esa tristeza se debe a otras razones, las que sean, pero que no están relacionadas con el hecho de ser cristiano.
Decía San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?” (Rom 8,35). “En todas estas cosas vencemos con creces gracias a Aquél que nos amó. Porqueestoy convencido de que ni la muerte, ni la vida,…, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8, 37-39).
Vivir una vida auténticamente cristiana es lo más alejado de una vida sosa y lo más hermoso que nos puede ocurrir mientras caminamos por esta vida; sencillamente porque la vida cristiana no es otra cosa que una maravillosa aventura de amor entre Dios (manifestado en Jesucristo) y cada uno de nosotros. Ojalá que pudiéramos decir, con San Juan: “Nosotros, que hemos creído, conocemos el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16). Porque ese es nuestro verdadero problema: no acabamos de creernos de verdad, en lo más profundo de nuestro corazón, que Dios nos haya amado hasta el extremo en que lo hizo, y que sigue amándonos todavía, a cada uno de una manera única y exclusiva, como sólo Él sabe amar. “Padre, quiero que donde yo estoy también estén conmigo los que Tú me has confiado, para que vean mi gloria, la que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).Si creyéramos en su amor… podríamos decir, como la esposa del Cantar: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ca 2,16; 6,3). Y escuchar de sus labios, dirigiéndose a cada uno de nosotros: “Dame a ver tu rostro, hazme oir tu voz, porque tu voz es dulce y tu cara muy bella” (Ca 2,14).
Cierto que esto no podemos conseguirlo con nuestras propias fuerzas, pero tenemos a nuestro favor las palabras que el mismo Jesús dirigió a su Padre: “En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa” (Jn 16, 23-24). ¿Y puede haber algo más sublime y más hermoso que pedirle que nos conceda su Espíritu para que esas palabras del Cantar se hagan realidad en nuestra vida? :
“Mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ca 2,16; 6,3)
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