sábado, 28 de enero de 2012

DIOS NO ES UN AGUAFIESTAS (4 de 7) [José Martí]


Una vez que vio Dios el mal uso que hicieron Adán y Eva del libre albedrío que Él les había concedido, aunque es cierto que fueron arrojados del Paraíso y que en adelante sufrirían, tanto ellos como su descendencia, las consecuencias del pecado que habían cometido (básicamente la concupiscencia, el dolor y la muerte), lo cierto y verdad es que Dios seguía queriendo a los seres humanos y no se desentendió de ellos, sino que nos dio (y nos sigue dando) nuevas oportunidades para que, si queremos, podamos salvarnos.

Recordemos la primera promesa de salvación (lo que se ha venido a llamar protoevangelio) cuando dirigiéndose a la serpiente (que encarnaba al diablo) le dijo: “Pondré enemistad entre ti y la mujer; entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú le herirás en el talón” (Gen 3, 15). Y las promesas de Dios siempre se cumplen. Estas palabras, aunque pueden tener muchas interpretaciones suponen siempre, en cualquier caso, la victoria definitiva del bien sobre el mal; o para expresarlo mejor, la victoria definitiva del Amor.

¿Por qué se preocupa Dios por nosotros? ¿Por qué nos quiere? ¿Por qué nos perdona? Nos resulta difícil de entenderlo, por no decir imposible, humanamente hablando. Pero así es. ¿Cómo explicarlo? Ciertamente sólo Dios mismo nos lo podría explicar con absoluta claridad. No obstante, dado que Él nos ha hablado, y tenemos Su Palabra, haremos uso de ella para poder llegar siquiera a un ápice de este misterio del perdón de Dios hacia los seres humanos, si reconocemos nuestros pecados y nos arrepentimos de ellos.

Partimos del hecho de que “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). Por lo tanto no puede no amar. En Dios se da el misterio (no en Sí Mismo sino con relación a nosotros, pues hay muchas cosas que no acabamos de entender, ni podemos entenderlas) pero nunca la contradicción. Por eso Dios continúa amando al hombre (su amor no es un sí y un no), y con un amor tal que le llevó a hacerse Él mismo hombre en la Persona de su Hijo, para hacer posible que se salvara todo aquel que quisiera ser salvado. 

“Porque Jesucristo, el Hijo de Dios,…, no fue sí y no, sino que en Él se ha hecho realidad el sí. Porque cuantas promesas hay de Dios, en Él tienen su sí “(1 Cor 1, 19-20). En Jesucristo se hace realidad la promesa del protoevangelio. ¡Verdadera locura de amor, incomprensible para nosotros!  Porque, efectivamente, según se lee en la Biblia: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos” (Is 54,8).

Nos preguntamos muchas veces si el mal existe y si es Dios quien lo causa. Ante todo no debemos olvidar que el verdadero mal (en realidad, el único mal propiamente dicho) es el pecado; y que lo que llamamos males, como la enfermedad, el dolor y la muerte, también lo son, pero como  consecuencia del pecado: no hubieran existido si el hombre no hubiera pecado. En segundo lugar, no debemos olvidar tampoco que el pecado tuvo su origen en el hombre


Dios no es la causa del pecado: no puede serlo pues no se puede negar a Sí Mismo, que no otra cosa es el pecado. Y no sólo no es la causa del mal, sino que tampoco puede querer que el mal “exista” por razones obvias.  Pero es un hecho que el mal existe: es “algo” que está ahí. ¿Por qué?

Como sabemos, nada  puede ocurrir si Dios no quiere que ocurra. Y, sin embargo, el mal entró en el mundo a consecuencia del pecado de Adán y Eva. ¿Acaso quería Dios que ellos cometieran pecado? Eso sería absurdo. Pero pecaron. Por lo tanto, vemos que sí ocurren cosas que Dios no quiere que ocurran. ¿En qué quedamos? ¿Cómo salir de este embrollo? ¿Quiere Dios el mal? Y si no lo quiere, ¿por qué 
existe el mal?

Si observamos, el mal no tiene entidad propia: siempre hace referencia al bien, del cual es su privación. El mal es la ausencia de un bien que debería de darse y que, sin embargo, no se da; es la privación de un bien que debería de estar, pero que no está. Por ejemplo, la ceguera es un mal en cuanto que es privación de la vista: ésta sí tiene entidad; la vista es un bien propio de la constitución normal de un ser humano.

El mal sería, en cierto modo, un "no-ser". Ser” un “no-ser” parece una contradicción. La aporía se resuelve teniendo en cuenta que el mal “es” pero “es como privación de un ser debido”. Su "no-ser" no es un no-ser absoluto que nos llevaría a afirmar que el mal no es, no existe. No cabe ninguna duda de que el mal es, el mal existe;  pero no existe en el mismo  sentido en el que el ser existe. El ser existe como una realidad positiva, el mal existe como privación.


La palabra ser, según Santo Tomás, tiene dos sentidos. Puede significar la naturaleza, la consistencia, la positividad (quid est) del ser que se afirma: en este sentido el mal no es. O puede significar únicamente la verdad o falsedad de un enunciado, responder tan solo a la cuestión ¿es o no es? (an est): en este otro sentido el mal sí es, la ceguera es. Lo que debe quedar claro, siguiendo a Santo Tomás, es que el mal no es una cosa: “El mal ciertamente está en las cosas, pero como privación, no como algo real” (De malo, q1 a 1 ad 20)

Dios no puede querer el mal en cuanto tal… Eso sería equivalente a decir que Dios es el autor del mal y que Dios no es bueno. Pero tampoco es correcto decir que Dios quiere que el mal no exista… eso supondría admitir  y reconocer que ocurren cosas que Él no quiere que ocurran, lo que estaría en contra de su Poder y de su voluntad.

¿Cómo explicar esta situación? La explicación tradicional es que Dios no quiere el mal directamente, sino que lo permite… lo cual es cierto. Pero es conveniente señalar un matiz importante: si Dios permite el mal es porque, en realidad, quiere permitirlo; si Él no quisiera permitirlo el mal no existiría. Así es que sigue siendo verdad aquello que hemos dicho de que NADA OCURRE SIN QUE DIOS QUIERA QUE OCURRA.

¿Pero por qué quiere Dios permitir el mal? Porque si eso es así es que, efectivamente, Dios no es bueno; si Dios fuera bueno el mal no existiría. En un primer razonamiento pudiera parecer que eso es así. Pero si profundizamos un poco veremos que tal conclusión es completamente falsa, de toda falsedad:

Según San Agustín “Dios jamás permitiría la existencia de ningún mal en su obra si su Poder y su Bondad no fueran capaces de sacar un bien del mismo mal. Dios ha preferido sacar el bien del mal a no permitir la existencia de los males” (Enchiridion, c.XXVII, nº 8). Y en otro lugar, comentando el Felix Culpa del Exultet, Santo Tomás escribe que en Cristo la naturaleza humana ha sido elevada a un estado superior al que tenía en tiempos de la justicia original.

Sacar el bien del mal, según la explicación de San Agustín sobre el proceder de Dios, es preferible a no permitir que haya mal en el mundo. El máximo bien posible que Dios nos ha reservado es el de elevar nuestra naturaleza, en Cristo, a un estado infinitamente superior al que tenía antes del pecado. De ahí la expresión: ¡Feliz culpa que nos condujo a tal Redentor!

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