Como suele ocurrir cuando se habla de Dios, es preciso que reconozcamos nuestra absoluta dependencia de Él, con agradecimiento, y que hagamos uso de la inteligencia que Él nos ha dado para intentar descubrir por qué actúa del modo en que lo hace. Tenemos a nuestra disposición, además de la Palabra de Dios, recogida en la Santa Biblia, todo el bagage de una tradición de veinte siglos, dentro de la fidelidad al Magisterio de la Iglesia, para la correcta interpretación de la actuación divina. Y contamos, por supuesto, con la ayuda de la gracia que nunca faltará a quien, humildemente, se lo suplique al Señor, confiando, sin ningún género de duda, en que le será concedida.
Dicho lo cual, y ahondando en lo que he dicho antes, intentando explicar lo que nos dice San Agustín, queda claro que Dios quiere permitir el mal por el aprecio y el respeto que tiene de nuestra libertad, de esa libertad, entendida como libre albedrío, que Él nos dio al crearnos, para que pudiéramos amarle en libertad, pues no existe otro modo de amar. No obstante, al crearnos libres se ha expuesto a que podamos negarle, lo que ocurre todos los días; y de una manera demoníaca en estos tiempos en los que vivimos.
No deja de ser "curioso" que esta libertad que nos ha sido dada con el ser, es la misma que hace posible que Dios sea vulnerable: no en Sí Mismo, en su Ser, lo que sería imposible. Pero sí en su voluntad.
Y así vemos que mientras que, por una parte, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4), por otra, el hombre, haciendo uso de su libre albedrío, se rebela contra Dios y peca: el querer del hombre se opone al querer de Dios. Y esto ha ocurrido porque Dios ha querido permitir que eso ocurra, por lo dicho anteriormente.
El problema, un problema que es "nuestro problema" es que Dios, al crearnos verdaderamente libres nos ha creado también verdaderamente responsables de nuestras acciones. Libertad y responsabilidad van unidas como la cara y la cruz de una misma moneda. No existen acciones libres sin consecuencias. Y las consecuencias que se derivan de nuestros actos no dependen ya de nuestra libertad, sino de la naturaleza de las cosas, las cuales son tal y como Dios las ha creado y eso, por más que lo intentemos, no lo podemos cambiar. Para que nos entendamos: si tengo una piedra en la mano, soy libre de soltarla o no. Pero las consecuencias de mi acción no van a depender de lo que yo quiera que ocurra. Una vez que yo suelto la piedra ésta cae irremisiblemente hacia el suelo hasta chocar contra él, obedeciendo necesariamente a la ley de la gravedad, una ley de la naturaleza que no depende de mí. En mi mano estaba el soltarla o no, pero lo que ya no dependía de mí era lo que iba a ocurrir de modo inexorable si la soltaba. Y soy responsable de lo sucedido porque, además, conocía la existencia de la ley de la gravedad.
De modo análogo, cuando el hombre, haciendo uso de la libertad que le ha sido dada, se rebela contra Dios y peca, su acción “libre” tiene unas consecuencias que repercuten en todo su ser de modo negativo y lo esclavizan: “Todo el que comete pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34). Y ha sido el hombre el que ha pecado, siendo consciente de lo que hacía y haciéndolo porque quería, rebelándose contra el deseo de Dios pues “ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4,3). De modo que es el hombre, y sólo el hombre, el responsable del mal, un mal que Dios no quiere, pero que permite, como ya se ha dicho más arriba.
Y lo permite porque no quiere imponernos su voluntad, sino que lo elijamos a Él libremente. Por desgracia ocurre, con demasiada frecuencia, que el hombre, libre y erróneamente, elige su propia voluntad, en contra de la voluntad de Dios, que en eso consiste el pecado.
Hay además algo de lo que no solemos percatarnos. Y es que el hombre no sólo se daña a sí mismo al pecar sino que, en cierto modo, “daña” también a Dios. ¿Cómo es eso posible? -nos preguntamos-. Muy sencillo: porque Dios, que es Puro Amor, no es correspondido con amor por el hombre a quien ama. El pecado es un acto de desamor, es un decirle a Dios que no se quiere saber nada de Él, que no se quiere tener nada con Él. Y esto ciertamente “hiere” a Dios: Dios no puede quedar indiferente ante nuestra respuesta. Si esta es un “sí”, Él se alegra; si es un “no”, de alguna manera se entristece por nosotros, porque le importamos.
En todo caso, el hecho de que Dios permita el mal, como se ha dicho, no supone que el mal vaya a vencer al bien; aunque sí es verdad que la victoria definitiva de Dios sobre el mal no tendrá lugar hasta el final de los tiempos. La presciencia de Dios es la causa de que Dios haya consentido en permitir el pecado de Adán. Su saber, como Dios que es, va más allá del espacio y del tiempo. Y su victoria es segura. De ahí las palabras de San Pablo: “Cuando lo corruptible se revista de incorruptibilidad y lo mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: “La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón” ( (1 Cor 15 54-55).
La victoria definitiva es de Dios, en Jesucristo, y también de aquellos que le hayan sido fieles y hayan respondido con amor a su Amor: “Mira, he aquí que vengo pronto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según haya sido su conducta. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin” (Ap 22, 12:13)
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