jueves, 23 de mayo de 2013

Dios quiere mi corazón (1 de 4) [José Martí]




Dios nos quiere felices ... ya en esta vida; y puesto que hemos sido creados a su imagen y semejanza, en la medida en que descubramos cómo es este Dios de quien somos imagen, en esa misma medida comenzaremos a entender algo sobre nosotros mismos y sobre qué es aquello en lo que consiste la verdadera felicidad, que no es tal como el mundo la entiende.

¿Y cómo es Dios? ¿Cómo podemos conocerlo? Si abrimos el Nuevo Testamento, leemos: “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor (1 Jn, 4,4). O sea, que sin amor el conocimiento de Dios es imposible. Pero no se trata aquí de cualquier amor:  "el amor consiste en que caminemos conforme a sus mandamientos (2 Jn, 1, 6). Es en la guarda de sus mandamientos en lo que consiste el amor... Tampoco se trata del amor, en generalse trata de su amorSi guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor.."  (Jn 15, 10a). Esta unión entre la guarda de sus mandamientos y su amor, es algo que Jesús mismo hizo: "... como Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor". (Jn 15, 10b). 

Lo que esto significa es que la señal inequívoca acerca de la veracidad del amor que decimos tener al Señor,  la única señal que no da lugar a ningún genero de dudas, se encuentra en el testimonio de nuestra vida, más que en nuestras palabras. Éstas se pueden prestar fácilmente a engaño. Y pueden confundir. Las obras, en cambio, no mienten.

Las palabras pueden ser, a veces, necesarias, sobre todo en determinados momentos (que serán diferentes para cada uno según cuál sea la función que desempeña en la sociedad). Y de hecho, los cristianos tenemos que "estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza" (1 Pe 3,15), lo que supone tener ideas muy claras acerca de nuestra fe, entre otras cosas... Pero lo que no podemos ni debemos de olvidar, so pena de vivir en la mentira, es que hablamos más y mejor de Jesús con nuestra vida que con nuestras palabras

Si no luchamos, si no nos esforzamos por vivir como Jesucristo vivió, por tener sus mismos pensamientos y sus mismos sentimientos... entonces es que, sencillamente, no lo amamos; al menos no lo amamos como se debe amar, por más que nuestras palabras estuvieran proclamando otra cosa... ¡Sería falso! Y nos estaríamos mereciendo, entonces, y con razón, el reproche que Jesús dirigió a los escribas y fariseos, cuando tachándolos de hipócritas, dijo: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí" (Mt 15,8).

Porque, en definitiva, eso es lo que Jesús quiere de nosotros, de cada uno: quiere nuestro corazón, puesto que Él nos ha dado ya el suyo. El cumplir sus mandamientos, en principio, sería lo de menos, si no estamos enamorados de Él, como Él lo está de nosotros. Por supuesto que es fundamental ese cumplimiento, pero no tanto en cuanto que se cumplen o dejan de cumplirse, sino en la medida en que se cumplen por amor a Él, porque lo queremos, porque sabemos que eso es lo que Él quiere... y eso fue lo que Él mismo hizo, con relación a su Padre. ¿Cómo puedo yo decir que amo a Dios si no cumplo sus mandamientos, o sea, si no hago lo que le agrada? Ese amor sería una farsa, no sería auténtico. No sería amor, en definitiva. De ahí la importancia de las obras, o sea, de la guarda de sus mandamientos.

Ésta es, en principio, la piedra de toque para conocer si alguien nos engaña o nos dice la verdad: a la gente se la conoce por lo que hace más que por lo que dice. Es curioso que el mismo Señor, cuyo mensaje es sobrenatural y con vistas a nuestra salvación eterna,  haya tenido que recordarnos esta verdad, que es tan evidente y tan de sentido común, en multitud de ocasiones, por ejemplo cuando dijo: "Todo árbol bueno da frutos buenos, y el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo frutos buenos... Por tanto, por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 17-18.20)


Y es que, cuando nos alejamos de Dios, las cosas más evidentes se nos oscurecen. Perdemos la claridad de visión. De hecho, "éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios" (Jn 3, 19-21). 



¿Acaso no es de sentido común (y evidente, con la mayor de las evidencias) que el aborto es un crimen, que el matrimonio lo es siempre entre un hombre y una mujer, que la homosexualidad es una aberración contra natura, etc. Y, sin embargo, estas cosas se ven, hoy en día, no ya como algo negativo y no deseable, sino como un logro y un progreso, algo digno de ser alabado; y el que no piense de ese modo es tachado automáticamente de fundamentalista, retrógrado y otros calificativos por el estilo. Y, por supuesto, es perseguido, ridiculizado y silenciado.

¿Por qué el hombre de hoy se ha vuelto majara? ¿Por qué no es capaz de llamar normal a lo que es normal? ¿Por qué esa manía de no llamar a las cosas por su nombre? Pues la respuesta nos la ha dado ya San Juan. Lo hemos leído antes: "porque sus obras son malas ... y el que obra mal odia la luz". La mente del hombre se ha oscurecido porque se ha apartado de Dios. Y se ha vuelto completamente loco e incapaz de llamar "al pan pan y al vino vino". Eso es lo que ocurre cuando se da la espalda a Dios, a Aquel que es la Verdad, y que se ha revelado a Sí Mismo, haciéndose hombre en la Persona de su Hijo, o sea, en Jesucristo.