viernes, 15 de diciembre de 2017

"CAMINO AL CIELO" por Cristina García

Duración 13:54 minutos

San Juan de la Cruz



Celebramos hoy a San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia y santo muy admirado por Juan Pablo II. Santo que tuvo mucho que ver en su vocación ya que fue leyendo un libro suyo cuando el joven Karol decidió hacerse sacerdote. Presbítero de la Orden de los Carmelitas, el cual, por consejo de santa Teresa, fue el primero de los hermanos que emprendió la reforma de la Orden, empeño que sostuvo con muchos trabajos, obras y ásperas tribulaciones.

Se llamó Juan Yepes. Nació en 1542 del matrimonio que formaban Gonzalo y Catalina; eran pañeros y vivían pobres. Su padre muere pronto y la viuda se ve obligada a grandes esfuerzos para sacar adelante a sus tres hijos: Francisco, Luis y Juan. Fue inevitable el éxodo cuando se vio que no llegaba la esperada ayuda de los parientes toledanos; Catalina y sus tres hijos marcharon primero a Arévalo y luego a Medina del Campo que es el centro comercial de Castilla. Allí malviven con muchos problemas económicos, arrimando todos el hombro; pero a Juan no le van las manualidades y muestra afición al estudio.

Entra en el Colegio de la Doctrina, siendo acólito de las Agustinas de la Magdalena, donde le conoció don Alonso Álvarez de Toledo quien lo colocó en el hospital de la Concepción y le costea los estudios para sacerdote. Los jesuitas fundan en 1551 su colegio y allí estudió Humanidades. Se distinguió como un discípulo agudo.

Juan eligió la Orden del Carmen; tomó su hábito en 1563 y desde entonces se llamó Juan de Santo Matía; estudia Artes y Teología en la universidad de Salamanca como alumno del colegio que su Orden tiene en la ciudad. El esplendor del claustro es notorio: Mancio, Guevara, Gallo, Luis de León enseñan en ese momento.

En 1567 lo ordenaron sacerdote. Entonces tiene lugar el encuentro fortuito con la madre Teresa en las casas de Blas Medina. Ella ha venido a fundar su segundo “palomarcico”, como le gustaba de llamar a sus conventos carmelitas reformados; trae también con ella facultades del General para fundar dos monasterios de frailes reformados y llegó a convencer a Juan para unirlo a la reforma que intentaba salvar el espíritu del Carmelo amenazado por los hombres y por los tiempos. Llegó a exclamar con gozo Teresa ante sus monjas que para empezar la reforma de los frailes ya contaba con “fraile y medio” haciendo con gracia referencia a la corta estatura de Juan; el otro fraile, o fraile entero, era el prior de los carmelitas de Medina, fray Antonio de Heredia.

Inicia su vida de carmelita descalzo en Duruelo y ahora cambia de nombre, adoptando el de Juan de la Cruz. Pasa año y medio de austeridad, alegría, oración y silencio en casa pobre entre las encinas. Luego, la expansión es inevitable; reclaman su presencia en Mancera, Pastrana y el colegio de estudios de Alcalá; ha comenzado la siembra del espíritu carmelitano.

La monja Teresa quiere y busca confesores doctos para sus monjas; ahora dispone de confesores descalzos que entienden -porque lo viven- el mismo espíritu. Por cinco años es Juan el confesor del convento de la Encarnación de Ávila. La confianza que la reformadora tiene en el reformador -aunque posiblemente no llegó a conocer toda la hondura de su alma- se verá de manifiesto en las expresiones que emplea para referirse a él; le llamará “senequita” para referirse a su ciencia, “santico de fray Juan” al hablar de su santidad, previendo que “sus huesecicos harán milagros”.

No podía faltar la cruz; llegó del costado que menos cabía esperarla. Fueron los hermanos calzados los que lo tomaron preso, lo llevan preso a Toledo donde vivió nueve meses de durísima prisión. Es la hora de Getsemaní, la noche del alma, un periodo de madurez espiritual del hombre de Dios expresado en sus poemas. Logra escapar en 1578 del encierro de forma dramática, poniendo audacia y ganando confianza en Dios, con una cuerdecilla hecha con pedazos de su hábito y saliendo por el tragaluz.

En los oficios de dirección siempre aparece Juan de la Cruz como un segundón; serán los padres Gracián y Doria quienes se encarguen de la organización, Juan llevará la doctrina y cuidará del espíritu.

Se le ve presente en la serranía de Jaén, confesor de las monjas en Beas de Segura, donde se encuentra la religiosa Ana de Jesús. Después en Baeza; funda el colegio para la formación intelectual de sus frailes junto a la principal universidad andaluza. Y en Granada, en el convento de los Mártires, continuará su trabajo de escritor. En 1586 funda los descalzos de Córdoba, como los de Mancha Real.

Consiliario del padre Doria, en Segovia, por tres años. ¡Cómo no recordar su deseo-exponente de amor rendido- ante la contemplación de un Cristo doliente! “Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos”. En 1591 la presencia de fray Juan de la Cruz empieza a ser non grata ante el padre Doria. La realidad es que está quedando arrinconado y hasta llega a tramarse su expulsión del Carmelo.

Marcha a la serranía de Jaén, en la Peñuela, para no estorbar y se plantea la posibilidad de marchar a las Indias; allí estará más lejos. Es otro tiempo de oración solitaria y sabrosa. La reforma carmelitana vive agitada por el modo de proceder de Doria; a Juan le toca orar, sufrir y callar. Quizá tenga Dios otros planes sobre él y está preparándolo para una etapa mejor.

Aquella inapetencia tan grande provocada por las calenturas persistentes provocó un mimo de Dios haciendo que aparecieran espárragos cuando no era su tiempo para calmar el antojadizo deseo de aquel fraile que iba de camino, sin fuerzas y medio muerto de cansancio, buscando un médico.

Pasó dos meses en Úbeda. No acertó el galeno. Se presentó la erisipela en una pierna; luego vino la septicemia. Y en medio andaban los frailes con frialdad y era notoria la falta de consideración por parte del superior de la casa. Hasta que llegó el 13 de diciembre, cuando era de noche, que marchó al cielo desde el “estercolero del desprecio”. Llovía.

Al final de este resumen-recuerdo de un fraile místico que supo y quiso aprovechar el mal para sacar bien, el desprecio de los hombres para hacerse más apreciado de Dios, y el mismo lenguaje para expresar lo inefable de la misteriosa intimidad con Dios con lírica palabra estremecida, pienso que será buen momento para hacer mención de algunas de las obras que le han hecho figura de la cultura hispana del siglo XVI. Subida al Monte Carmelo y Noche oscura del alma que bien pueden considerarse tanto una obra como dos; el Cántico espiritual, Llama de amor viva y algunos poemas y avisos.

Lo canonizaron en 1726. Pío XI lo hizo doctor de la Iglesia en 1926. Su gran conocedor y admirador Juan Pablo II, lo nombró patrono de los poetas.

Fuente: Archidiócesis de Madrid
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El sacerdote: ¿A quién enviaré? (Mons. Kevin Doran)

Duración 4:05 minutos

lunes, 11 de diciembre de 2017

Las razones de Sor Lucía de Fátima para no dejar de rezar el Rosario a diario



(ACI Prensa)– ¿Por qué rezar el Rosario todos los días?, ¿qué beneficios trae para el fiel en su vida diaria? Sor Lucía Dos Santos, una de los tres videntes de Fátima, dio varias razones que responden a estas preguntas en un libro publicado en 2002.

Se trata del libro “Llamadas del Mensaje de Fátima”, escrito por la Sierva de Dios fallecida en 2005. En este recuerda que la Madre de Dios hizo esta invitación desde su primera aparición en Fátima (Portugal) el 13 de mayo de 1917.

“Reza el Rosario todos los días, para obtener la paz para el mundo y el final de la guerra”, alentó la Virgen en su mensaje inicial.

Aquí las razones de Sor Lucía que comparte el National Catholic Register.

1. Se adapta a las posibilidades de cada uno

Sor Lucía dice que Dios es un Padre que “se adapta a las necesidades y posibilidades de sus hijos”, porque “si Dios, por medio de Nuestra Señora, nos hubiera pedido que fuéramos a la Misa y recibiéramos la Sagrada Comunión todos los días, sin duda habría habido muchísimas personas que hubieran dicho con toda razón que eso no era posible”.

Sin embargo, sostiene la Sierva de Dios, “rezar el Rosario es algo que todos pueden hacer, ricos y pobres, sabios e ignorantes, grandes y pequeños”, en cualquier lugar, en común o en privado y en diferentes momentos.

2. Nos pone en contacto familiar con Dios

Sor Lucía indica que esta oración sirve “para ponernos en contacto con Dios, agradecerle por sus beneficios y pedir las gracias que necesitamos”.

“Es la oración que nos pone en contacto familiar con Dios, como el hijo que acude a su padre para agradecerle por los regalos que ha recibido, para hablar con él sobre preocupaciones especiales, para recibir su guía, su ayuda, su apoyo y su bendición”, añadió.

3. Es la oración más agradable que podemos recitar después de la Misa

Sor Lucía afirma que después de la Santa Misa, rezar el Rosario –teniendo en cuenta su origen, las oraciones que contiene y los misterios que se meditan–, “es la oración más agradable que podemos ofrecer a Dios y la más ventajosa para nuestras propias almas”.

“Si ese no fuera el caso, Nuestra Señora no lo habría pedido con tanta insistencia”, sostuvo.

4. Las cuentas del Rosario ayudan a cumplir nuestros ofrecimientos diarios

Sor Lucía responde cualquier inquietud sobre el número de oraciones en el Rosario, aclarando que “necesitamos contar, para tener una idea clara y vívida de lo que estamos haciendo, y para saber positivamente si hemos completado o no lo que habíamos planeado ofrecer a Dios cada día, para preservar y mejorar nuestra relación de intimidad con Dios y, por este medio, preservar y mejorar en nosotros mismos nuestra fe, esperanza y caridad”.

5. Ayuda a recibir mejor la Eucaristía

En su libro, la vidente de Fátima asegura que se puede considerar el rezo del Rosario como “una forma de prepararse para participar mejor en la Eucaristía, o como acción de gracias” después de haber recibido el Cuerpo de Cristo.

Ella agrega que, si bien se pueden usar muchas oraciones excelentes para prepararse para recibir a Jesús en la Eucaristía y preservar nuestra relación íntima con Dios, no cree que haya “una más apropiada para la gente en general que la oración de los cinco o quince misterios del Rosario”.

6. Preserva las virtudes teologales

“Dios y Nuestra Señora saben mejor que nadie lo que es más apropiado para nosotros y lo que más necesitamos. Además, el Rosario será un medio poderoso para ayudarnos a preservar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad”, sostiene Sor Lucía.

7. Evita caer en el materialismo

La hermana Lucía va directamente al grano y asegura que “aquellos que dejan de decir el Rosario y no van a la Misa diaria, no tienen nada que los sustente, y terminan por perderse en el materialismo de la vida terrenal”.

Sobre la Virgen María (Fulton Sheen)

Duración 36:51 minutos

viernes, 1 de diciembre de 2017

"LA HUMILDAD DE MARÍA" (Entrevista de Javier Navascués a Rafael María Molina)

Duración 16:21 minutos

En 1942 se publicó el excelente libro MEDITACIONES SOBRE LA SANTÍSIMA VIRGEN, escrito por el sacerdote Ildefonso Rodríguez Villar, ex Rector del Santuario Nacional de la Gran Promesa de Valladolid. Es un excelente libro de meditación de las virtudes de María aplicadas a nuestra vida cotidiana, del que voy a reseñar, Dios mediante, algunas partes.

Este es uno de los engaños más funestos de la vida espiritual: despreciar algunas cosas y no darles importancia porque las creemos pequeñas. Pensamos que no valen para nada ¡Qué bien explota este engaño el demonio!

Todos los santos deben su grandeza a un conjunto de pequeñeces que ellos supieron admirablemente aprovechar. Al contrario todas las grandes caídas han tenido su origen en cosas pequeñas e insignificantes que pasaban inadvertidas. Pero esta comprobado y es de fe que “el que desprecia lo pequeño, poco a poco caerá”.

Será este conjunto de pequeñeces el que labrará nuestra felicidad o nuestra ruina para siempre. La realidad es que no tendremos ocasiones abundantes ni ánimos o fuerzas para acometer empresas grandes, heroicas, hazañas estupendas. Pero no precisamente en los hechos extraordinarios sino en la fidelidad y exactitud de nuestros pequeños deberes diarios está nuestra perfección.

La fidelidad en lo poco será la causa, algún día, de la posesión sobre lo mucho. Cristo en el Evangelio dice: “Porque fuiste fiel en lo poco (o sea en lo pequeño, en lo que al parecer no tenía importancia) Yo te constituiré sobre lo mucho”. Por eso debemos estar convencidos de que no se puede llamar pequeño a nada de lo que tenga relación con nuestra alma, con nuestra salvación y santificación.

La vida de María no es más que un conjunto de pequeñeces, acompañadas a veces de cosas grandes y heroicas en sumo grado. Guisar, coser, barrer, fregar, limpiar, estar siempre dispuesta para cuidar a Jesús y a San José. Con ello se hizo tan grande y tan santa. San Juan Berchmans decía que la mayor penitencia es la vida común.

También es esencial comprender que Dios normalmente sólo nos pedirá las cosas pequeñas de cada día. Tenemos que tomar la resolución de complacer a Dios todos los días cumpliendo exactamente esa su santísima voluntad.

Para Dios todo es pequeño. Las acciones más grandes y llamativas de los hombres no valen delante de él más que las pequeñas y vulgares.

Para Dios todo son juegos de niños en su presencia; grandes batallas, imperios que se conquistaron, inventos que se descubrieron, fama y laureles para algunas personas. Todo eso para Él es igual que nada. Lo que vale es el corazón y la intención con la que hacemos nuestros actos, la manera como los ejecutamos y el fin que perseguimos. Aunque sean cosas muy pequeñas que además tienen el mérito de no perderse en vanidad o vanagloria como fácilmente puede ocurrir con los actos de brillo y relumbrón.

Rafael Mª Molina

[Nota: Este comentario viene incluido en el mismo vídeo]

miércoles, 29 de noviembre de 2017

La estupidez humana (P. Alfonso Gálvez)


Pronunciada el 26 de noviembre de 2006, de duración 9:37 minutos

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [15 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


108. Al escribir esto, se presenta desgraciadamente ante Nuestros ojos una ingente multitud de infelices desventurados que Nos hace llorar amargamente: Nos referimos a los enfermos, a los pobres, a los mutilados, a las viudas y huérfanos y a muchos otros que por sus propias calamidades o las de los suyos no raras veces desfallecen hasta morir. A todos aquellos, pues, que por cualquier causa yacen en la tristeza y en la congoja, con ánimo paterno les exhortamos a que, confiados, levanten sus ojos al Cielo y ofrezcan sus aflicciones a Aquel que un día les ha de recompensar con abundante galardón
Recuerden todos que su dolor no es inútil, sino que para ellos mismos y para la Iglesia ha de ser de gran provecho, si animados con esta intención lo toleran pacientemente. A la más perfecta realización de este designio contribuye en gran manera la cotidiana oblación de sí mismos a Dios, que suelen hacer los miembros de la piadosa asociación llamada Apostolado de la Oración; asociación que, como gratísima a Dios, deseamos de corazón recomendar aquí con el mayor encarecimiento.

109. Y si en todo tiempo hemos de unir nuestros dolores a los sufrimientos del Divino Redentor, para procurar la salvación de las almasen nuestros días especialísimamente, Venerables Hermanos, tomen todos como un deber el hacerlo así, cuando la espantosa conflagración bélica incendia casi todo el orbe y es causa de tantas muertes, tantas miserias, tantas calamidades: igualmente hoy día de un modo particular sea obligación de todos el apartarse de los viciosde los halagos del siglo y de los desenfrenados placeres del cuerpo, y aun de aquella futilidad y vanidad de las cosas terrenas que en nada ayudan a la formación cristiana del alma ni a la consecución del Cielo
Más bien hemos de inculcar en nuestra mente aquellas gravísimas palabras de Nuestro inmortal Predecesor San León Magno, quien afirma que por el bautismo hemos sido hechos carne del Crucificado [Cf. Serm., LXIII, 6; LXVI, 3: Migne, P.L., LIV, 357 and 366]; y aquella hermosísima súplica de San AmbrosioLlévame, oh Cristo, en la Cruz, que es salud para los que yerran; sólo en ella está el descanso de los fatigados; sólo en ella viven cuantos mueren [In Ps., 118, XXII, 30: Migne, P.L., XV, 1521].

110. Antes de terminar, no podemos menos de exhortar una y otra vez a todos a que amen a la santa Madre Iglesia con caridad solícita y eficaz
Ofrezcamos cada día al Eterno Padre nuestras oraciones, nuestros trabajos, nuestra congojas, por su incolumidad y por su más próspero y vasto desarrollo, si en realidad deseamos ardientemente la salvación de todo el género humano redimido con la sangre divina. 
Y mientras el cielo se entenebrece con centelleantes nubarrones y grandes peligros se ciernen sobre toda la Humanidad y sobre la misma Iglesiaconfiemos nuestras personas y todas nuestras cosas al Padre de la Misericordia, suplicándoleVuelve tu mirada, Señor, te lo rogamos, sobre esta tu familia, por la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse en manos de los malhechores y padecer el tormento de la Cruz [Office for Holy Week].

111. La Virgen Madre de Dios, cuya alma santísima fue, más que todas las demás creadas por Dios, llena del Espíritu divino de Jesucristo, haga eficaces, Venerables Hermanos, estos Nuestros deseos, que también son los vuestros, y nos alcance a todos un sincero amor a la Iglesia.
Ella que dio su consentimiento en representación de toda la naturaleza humana a la realización de un matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana [St. Thom., III, q. 30, a.1, c]. 
Ella fue la que dio a luz, con admirable parto, a Jesucristo Nuestro Señor, adornado ya en su seno virginal con la dignidad de Cabeza de la Iglesia, pues que era la fuente de toda vida sobrenatural. 
Ella, la que al recién nacido presentó como Profeta, Rey y Sacerdote a aquellos que de entre los judíos y de entre los gentiles habían llegado los primeros a adorarlo. Y además, su Unigénito, accediendo en Caná de Galilea a sus maternales ruegos, obró un admirable milagro, por el que creyeron en El sus discípulos [Jn 2, 11]. 
Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de todos sus miembros. 
Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del Divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés. 
Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los fieles, cumplió lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros… en pro de su Cuerpo [de Él]…, que es la Iglesia [Col 1, 24], y prodigó al Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón abierto de Nuestro Salvador [Cf. Vesper hymn of Office of the Sacred Heart] el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús.
112Ella, pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo [Cf. Pius X, Ad Diem Illum: A.A.S., XXXVI, p. 453],  a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente todos los hombres, la que ahora brilla en el Cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma, y reina juntamente con su Hijo, obtenga de Él con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción -sobre todos los miembros del Cuerpo místicocopiosos raudales de gracias; y con su eficacísimo patrocinio, como en tiempos pasados, proteja también ahora a la Iglesia, y que, por fin, para ésta y para todo el género humano, alcance tiempos más tranquilos.

113. Nos, confiados en esta sobrenatural esperanza, como auspicio de celestiales gracias y como testimonio de Nuestra especial benevolencia, a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, y a la grey que está a cada uno confiada, damos de todo corazón la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del año 1943, quinto de Nuestro Pontificado.



PIUS XII

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [14 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


103. Y ardientemente deseamos que, con encendida caridad, estas comunes plegarias comprendan también a aquellos que o todavía no han sido iluminados con la verdad del Evangelio ni han entrado en el seguro aprisco de la Iglesia o, por una lamentable escisión de fe y de unidad, están separados de Nos, que, aunque inmerecidamente, representamos en este mundo la persona de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y otra vez aquella oración de nuestro Salvador al Padre celestial: Que todos sean una misma cosa: como Tú, Padre, estás en Mí y yo en Tí, así también ellos sean una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado [
Jn 17, 21].

104. También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia Católica, ya desde el comienzo de Nuestro Pontificado, como bien sabéis, Venerables Hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia, afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada Nos preocupa más sino que tengan vida y la tengan con mayor abundancia [
Cf. Encyclical Letter, Summi Pontificatus: A.A.S., 1939, p. 419]. 
Esta Nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de esta Carta Encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del grande y glorioso Cuerpo de Cristo [Iren., Adv. Haer., IV, 33, 7: Migne, P.G., VII, 1076], implorando oraciones de toda la Iglesia para invitar, de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna [Cf. Pius IX, Iam Vos Omnes, 13 Sept. 1868: Act. Conc. Vat., C.L.VII, 10]; pues, aunque, por cierto inconsciente deseo y aspiración, están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible gozar
Entren, pues, en la unidad católica, y, unidos todos con Nos en el único organismo del Cuerpo de Jesucristo, se acerquen con Nos a la única cabeza en comunión de un amor gloriosísimo [Cf. Gelas. I, Epist., XIV: Migne, P.L. LIX, 89]. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu de amor y de verdad, Nos les esperamos con los brazos elevados y abiertos, no como a quienes vienen a casa ajena, sino como a hijos que llegan a su propia casa paterna.

105. Pero si deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo místico se eleve hasta Dios, para que todos los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos, con todo, que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente, porque nadie cree sino queriendo [
Cf. August., In Ioann. Ev. tract., XXVI, 2: Migne, P.L. XXX, 1607]. 
Por esta razón, si algunos, sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la Iglesia, a acercarse al altar, a recibir los Sacramentos, no hay duda de que los tales no por ello se convierten en verdaderos fieles de Cristo [Cf. August., Ibidem]; porque la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios [Heb 11, 6], debe ser un libérrimo homenaje del entendimiento y de la voluntad [Vat. Counc. Const. de fide Cath., Cap. 3]. 
Si alguna vez, pues, aconteciere que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica [ Cf. Leo XIII, Immortale Dei: A.S.S., XVIII, pp. 174-175; Cod. Iur. Can., c. 1351], alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes de Nuestro oficio, no podemos menos de reprobarloPero, puesto que los hombres gozan de una voluntad libre y pueden también, impulsados por las perturbaciones del alma y por las depravadas pasiones, abusar de su libertad, por eso es necesario que sean eficazmente atraídos por el Padre de las luces a la verdad, mediante el Espíritu de su amado Hijo. 
Y si muchos, por desgracia, viven aún alejados de la verdad católica y no se someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe a que ni ellos [Cf. August., Ibidem] ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta intención
Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que, inflamados en amor a la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor, eleven continuamente estas plegarias.

106. Y principalmente en las presentes circunstancias parece ser, más que oportuno, necesario, que se ruegue con fervor por los reyes y príncipes y por todos aquellos que, gobernando a los pueblos, pueden con su tutela externa ayudar a la Iglesia; para que, restablecido el recto orden de las cosas, la paz, que es obra de la justicia [
 Is 32,17], emerja para el atormentado género humano de entre las aterradoras olas de esta tempestad, mediante el soplo vivificante de la caridad divina y para que nuestra santa Madre la Iglesia pueda llevar una vida quieta y tranquila, en toda piedad y castidad [Cf. 1 Tim 2, 2]. Insistentemente se ha de suplicar a Dios que todos cuantos están al frente de los pueblos amen la sabiduría [Cf. Wis., VI, 23], de tal suerte que jamás caiga sobre ellos aquella gravísima sentencia del Espíritu Santo:
El Altísimo examinará vuestras obras y escudriñará los pensamientos porque, siendo ministros de su reino, no habéis juzgado rectamente ni observado la ley de la justicia, ni habéis procedido según la voluntad de Dios. De manera espantosa y repentina se os presentará, porque se hará un riguroso juicio de aquellos que ejercen potestad sobre otros. Porque con los pequeños se usará misericordia, mas los poderosos sufrirán grandes tormentos. Porque Dios no exceptuará persona alguna ni respetará la grandeza de nadie; ya que El ha hecho al pequeño y al grande y cuida por igual de todos; si bien a los más grandes amenaza un tormento mayor. A vosotros, por lo tanto, Reyes, se dirigen estas mis palabras, para que aprendáis la sabiduría y no perezcáisIbidem, VI, 4-10].
107. Cristo nuestro Señor mostró su amor a la Esposa sin mancilla, no sólo con su intenso trabajo y su constante oración, sino también con sus dolores y angustias, que sufrió libre y amorosamente, por amor de ella: Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el fin [Jn 13, 1, 1]. Más aún, no conquistó la Iglesia sino con su sangre [Cf. Hech 20, 28]. 
Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro Rey, como lo exige nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro: Porque si hemos sido injertados con El por medio de la representación de su muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección [Rom 6, 5], y, si morimos con Él, también con Él viviremos [2 Tim 2, 11]. 
Esto lo exige, también, la caridad genuina y eficaz de la Iglesia y de las almas por ella engendradas para Cristo: pues, aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias, por disposición de la Divina Providencia, no se nos conceden todas de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia divina de celestiales dones, gratuitamente dados por Dios. 
Y esta misma lluvia de celestiales gracias será ciertamente superabundante, si no solamente elevamos a Dios ardientes plegarias, sobre todo participando con devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio Eucarístico; si no solamente nos esforzamos en aliviar con obras de caridad los sufrimientos de tantos menesterosos; mas si también preferimos a las cosas caducas de este siglo los bienes imperecederos y si domamos con mortificaciones voluntarias este cuerpo mortal, negándole las cosas ilícitas e imponiéndole las ásperas y arduas; si, en fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios, los trabajos y dolores de esta vida presente
Porque así, según el Apóstol, cumpliremos en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo, en pro de su Cuerpo místico que es la Iglesia [Cf. Col 1, 24].
(Continuará)

lunes, 27 de noviembre de 2017

"INGENIERIA SOCIAL CONTRA EL ESPIRITU DE NAVIDAD" por Rafael María Molina

Duración 13:48 minutos

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [13 de 15]


Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


92. Después que, como Maestro de la Iglesia Universal, hemos iluminado las mentes con la luz de la verdad, explicando cuidadosamente este misterio que comprende la arcana unión de todos nosotros con Cristo, juzgamos, Venerables Hermanos, propio de Nuestro oficio pastoral estimular también los ánimos a amar íntimamente este místico Cuerpo con aquella encendida caridad que se manifiesta no sólo en el pensamiento y en las palabras, sino también en las mismas obras.

Porque si los que profesaban la Antigua Ley cantaron de su Ciudad terrenal: Si me olvidare de ti, Jerusalén, sea entregada al olvido mi diestra: mi lengua péguese a mis fauces, si no me acordare de tí, si no me propusiere a Jerusalén como el principio de mi alegría [
Sal 136, 5-6], con cuánta mayor gloria y más efusivo gozo no nos hemos de regocijar nosotros porque habitamos una Ciudad construida en el monte santo con vivas y escogidas piedras, siendo Cristo Jesús la primera piedra angular [Ef 2, 20; 1 Pet 2, 4-5].

Puesto que nada más glorioso, nada más noble, nada, a la verdad, más honroso se puede pensar que formar parte de la Iglesia santa, católica, apostólica y Romana, por medio de la cual somos hechos miembros de un solo y tan venerado Cuerpo, somos dirigidos por una sola y excelsa Cabeza, somos penetrados de un solo y divino Espíritu; somos, por último, alimentados en este terrenal destierro con una misma doctrina y un mismo angélico Pan, hasta que, por fin, gocemos en los cielos de una misma felicidad eterna.

93. Mas, para que no seamos engañados por el ángel de las tinieblas que se transfigura en ángel de luz [
Cf. 2 Cor 11, 14], sea ésta la suprema ley de nuestro amor: que amemos a la Esposa de Cristo cual Cristo mismo la quiso, al conquistarla con su sangre.
Conviene, pues, que tengamos gran afecto no sólo a los Sacramentos con los que la Iglesia, piadosa Madre, nos alimenta; no sólo a las solemnidades con las que nos solaza y alegra, y a los sagrados cantos y a los ritos litúrgicos que elevan nuestras mentes a las cosas celestiales, sino también a los sacramentales y a los diversos ejercicios de piedad, mediante los cuales la misma Iglesia suavemente atiende a que las almas de los fieles, con gran consuelo, se sientan suavemente llenas del Espíritu de Cristo. 
Ni sólo tenemos el deber de corresponder, como conviene a hijos, a aquella su maternal piedad para con nosotros, sino también el de reverenciar su autoridad recibida de Cristo y que cautiva nuestros entendimientos en obsequio del mismo Cristo [Cf. 2 Cor 10, 5]; y por esta razón se nos ordena sujetarnos a sus leyes y a sus preceptos morales, a veces un tanto duros para nuestra naturaleza, caída de su primera inocencia; y que reprimamos con la mortificación voluntaria nuestro cuerpo rebelde; más aún, se nos aconseja abstenernos también, de vez en cuando, de las cosas agradables aunque sean lícitas
No basta amar este Cuerpo místico por el esplendor de su divina Cabeza y de sus celestiales dotes, sino que debemos amarlo también con amor eficaz, según se manifiesta en nuestra carne mortal, es decir, constituido por elementos humanos y débiles, aun cuando éstos a veces no respondan debidamente al lugar que ocupan en aquel venerable Cuerpo.

94. Mas, para que este amor sólido e íntegro more en nuestras almas y aumente de día en día, es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales. 
Cuando, según eso, los fieles todos se esfuercen realmente por vivir con este espíritu de fe viva, entonces ciertamente no sólo honrarán y rendirán el debido acatamiento a los miembros más elevados de este Cuerpo místico y, sobre todo, a los que, por mandato de la divina Cabeza, habrán de dar un día cuenta de nuestras almas [Cf. Heb 13, 17], sino que también tendrán su preocupación por quienes nuestro Salvador mostró amor singularísimo: es decir, por los débiles, por los heridos, por los enfermos, que necesitan la medicina natural o sobrenatural; por los niños, cuya inocencia corre hoy tantos peligros y cuyas tiernas almas se modelan como la cera; por los pobres, finalmente, a quienes debemos socorrer reconociendo en ellos con suma piedad la misma persona de Jesucristo.

95. Porque, como justamente advierte el Apóstol: Mucho más necesarios son aquellos miembros del cuerpo que parecen más débiles; y a los que juzgamos miembros más viles del cuerpo, a éstos ceñimos con mayor adorno [
1 Cor 12, 22-23]. Expresión gravísima, que, por razón de Nuestro altísimo oficio, juzgamos deber repetir ahora, cuando con íntima aflicción vemos cómo a veces se priva de la vida a los contrahechos, a los dementes, a los afectados por enfermedades hereditarias, por considerarlos como una carga molesta para la sociedad; y cómo algunos alaban esta manera de proceder como una nueva invención del progreso humano, sumamente provechoso a la utilidad común. Pero ¿qué hombre sensato no ve que esto se opone gravísimamente no sólo a la ley natural y divina [ Cf. Decree of the Holy Office, 2 Dec. 1940: A.A.S., 1940, p. 553], grabada en la conciencia de todos, sino también a los más nobles sentimientos humanos? La sangre de estos hombres, tanto más amados del Redentor cuanto más dignos de compasión, clama a Dios desde la tierra [Cf. Gen 4, 10].

96. Mas, para que poco a poco no se vaya enfriando la sincera caridad con que debemos mirar a nuestro Salvador en la Iglesia y en los miembros de ella, es muy conveniente contemplar al mismo Jesús como ejemplar supremo del amor a la Iglesia.

97. Y, en primer lugar, imitemos la amplitud de este amor. Una es, a la verdad, la Esposa de Cristo, la Iglesia; sin embargo, el amor del Divino Esposo es tan vasto que no excluye a nadie, sino que abraza en su Esposa a todo el género humano. Y así nuestro Salvador derramó su sangre para reconciliar con Dios en la Cruz a todos los hombres de distintas naciones y pueblos, mandando que formasen un solo Cuerpo. Por lo tanto, el verdadero amor a la Iglesia exige no sólo que en el mismo Cuerpo seamos recíprocamente miembros solícitos los unos de los otros [
Cf. Rom 12, 5; 1 Cor 12, 25], que se alegran si un miembro es glorificado y se compadecen si otro sufre [Cf. 1 Cor 12, 26], sino que aun en los demás hombres, que todavía no están unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia, reconozcamos hermanos de Cristo según la carne, llamados juntamente con nosotros a la misma salvación eterna
Es verdad, por desgracia, que principalmente en nuestros días no faltan quienes en su soberbia ensalzan la aversión, el odio, la envidia, como algo con que se eleva y enaltece la dignidad y el valor humano. Pero nosotros, mientras contemplamos con dolor los funestos frutos de esta doctrina, sigamos a nuestro pacífico Rey, que nos enseñó a amar no sólo a los que no provienen de la misma nación ni de la misma raza [Cf. Lc 10, 33-37], sino aun a los mismos enemigos [Cf. Lc 6, 27-35; Mt 5, 44-48]. 
Nosotros, penetrados los ánimos por la suavísima frase del Apóstol de las Gentes, cantemos con él mismo cuál sea la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo [Cf. Ef 3, 18], que, ciertamente, ni la diversidad de pueblos y costumbres puede romper, ni el espacio del inmenso océano disminuir ni las guerras, emprendidas por causa justa o injusta, destruir.

98. En esta gravísima hora, Venerables Hermanos, en la que tantos dolores desgarran los cuerpos y tantas aflicciones las almas, conviene que todos se estimulen a esta celestial caridad para que, aunadas las fuerzas de todos los buenos -y mencionamos principalmente a los que en toda clase de asociaciones se ocupan en socorrer a los demás-, se venga en auxilio de tan ingentes necesidades de alma y cuerpo con admirable emulación de piedad y misericordia: así llegarán a resplandecer en todas partes la solícita generosidad y la inagotable fecundidad del Cuerpo místico de Jesucristo.

99. Y puesto que a la amplitud de la caridad con que Cristo amó a su Iglesia corresponde en Él una constante eficacia de esa misma caridad, también nosotros debemos amar el Cuerpo místico de Cristo con asidua y fervorosa voluntad
Ciertamente no puede señalarse un momento en el cual nuestro Redentor, desde su Encarnación, cuando puso el primer fundamento de su Iglesia, hasta el término de su vida mortal, no haya trabajado hasta el cansancio, a pesar de ser Hijo de Dios, ya con los fúlgidos ejemplos de su santidad, ya predicando, conversando, reuniendo y estableciendo para formar o confirmar su Iglesia. 
Deseamos, pues, que todos cuantos reconocen a la Iglesia como a Madre, ponderen atentamente que no sólo los ministros sagrados y los que se han consagrado a Dios en la vida religiosa, sino también los demás miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, tienen obligación, cada uno según sus fuerzas, de colaborar intensa y diligentemente en la edificación e incremento del mismo Cuerpo
Y deseamos que de una manera especial adviertan esto -aunque por lo demás lo hacen ya loablemente- los que, militando en las filas de la Acción Católica, cooperan en el ministerio apostólico con los Obispos y los sacerdotes, como también los que en asociaciones piadosas prestan como auxiliares su ayuda al mismo fin. Y no hay quien no vea que el celo iluminado de todos éstos es ciertamente, en las presentes condiciones, de suma importancia y de máxima trascendencia.

100. Y no podemos pasar aquí en silencio a los padres y madres de familia, a quienes nuestro Salvador confió los miembros más delicados de su Cuerpo místico; insistentemente, pues, les conjuramos, por amor a Cristo y a la Iglesia, a que miren con diligentísimo cuidado por la prole que se les ha encomendado, y se esfuercen por preservarla de todo género de insidias con las cuales hoy tan fácilmente se la seduce.

101. De una manera muy particular mostró nuestro Redentor su ardentísimo amor para con la Iglesia en las piadosas súplicas que por ella dirigía al Padre celestial. Puesto que -bástenos recordar sólo esto- todos conocen, Venerables Hermanos, que Él, cuando estaba ya para subir al patíbulo de la cruz, oró fervorosamente por Pedro [
Cf. Lc 22, 32], por los demás Apóstoles [Cf. Jn 17, 9-19], y, finalmente, por todos cuantos, mediante la predicación de la palabra divina, habían de creer en Él [Cf. Jn 17, 20-23].

102. Imitando, pues, este ejemplo de Cristo, roguemos cada día al Señor de la mies para que envíe operarios a su mies [
Cf. Mt 9, 38; Lc 10, 2], y elevemos todos cada día a los cielos la común plegaria y encomendemos a todos los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Y ante todo, a los Obispos, a quienes se les ha confiado especialmente el cuidado de sus respectivas diócesis; luego a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas, quienes, llamados a la herencia de Dios, ya en la propia patria, ya en lejanas regiones de infieles, defienden, acrecientan y propagan el Reino del Divino Redentor. 
Esta común plegaria no olvide, pues, a ningún miembro de este venerable Cuerpo, pero recuerde principalmente a quienes están agobiados por los dolores y las angustias de esta vida terrenal, o a los que, ya fallecidos, se purifican en el fuego del purgatorio. Tampoco olvide a quienes se instruyen en la doctrina cristiana para que cuanto antes puedan ser purificados con las aguas del Bautismo.

Jesucristo hecho hombre (Padre Alfonso Aguilar)

Duración 46:49 minutos

sábado, 25 de noviembre de 2017

Una fe envidiable: Rebeca Bitrus

Duración 2:57 minutos

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [12 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


81. Lo que llevamos expuesto de esta estrechísima unión del Cuerpo místico de Jesucristo con su Cabeza, Nos parecería incompleto si no añadiéramos aquí algo, cuando menos, acerca de la Santísima Eucaristía, que lleva esta unión como a su cumbre en esta vida mortal.

82. Cristo nuestro Señor quiso que esta admirable y nunca bastante alabada unión, por la que nos juntamos entre nosotros y con nuestra divina Cabeza, se manifestara a los fieles de un modo singular por medio del Sacrificio Eucarístico. Porque en él los ministros sagrados hacen las veces no sólo de nuestro Salvador, sino también del Cuerpo místico y de cada uno de los fieles; y en él también los mismos fieles, reunidos en comunes deseos y oraciones, ofrecen al Eterno Padre, por las manos del sacerdote, el Cordero sin mancilla hecho presente en el altar a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia. Y así como el Divino Redentor, al morir en la Cruz, se ofreció, a sí mismo, al Eterno Padre, como Cabeza de todo el género humano, así también en esta oblación pura [
Mal 1, 11] no solamente se ofrece al Padre Celestial como Cabeza de la Iglesia, sino que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun a los más débiles y enfermos, los incluye amorosísimamente en su Corazón.

83. El sacramento de la Eucaristía, además de ser una imagen viva y admirabilísima de la unidad de la Iglesia -puesto que el pan que se consagra se compone de muchos granos que se juntan, para formar una sola cosa [
Cf. Didache, IX, 4]- nos da al mismo autor de la gracia sobrenatural, para que tomemos de Él aquel Espíritu de caridad que nos haga vivir no ya nuestra vida, sino la de Cristo y amar al mismo Redentor en todos los miembros de su Cuerpo social.

84. Si, pues, en las tristísimas circunstancias que hoy nos acongojan son muy numerosos los que tienen tal devoción a Cristo Nuestro Señor, oculto bajo los velos eucarísticos, que ni la tribulación, ni la angustia, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la persecución, ni la espada los pueden separar de su caridad [
Cf. Rom 8, 35], ciertamente en este caso la sagrada Comunión, que no sin designio de la divina Providencia ha vuelto a recibirse en estos últimos tiempos con mayor frecuencia, ya desde la niñez, llegará a ser fuente de la fortaleza que no rara vez suscita y forja verdaderos héroes cristianos.

85. Esto es, Venerables Hermanos, lo que piadosa y rectamente entendido y diligentemente mantenido por los fieles, les podrá librar más fácilmente de aquellos errores que provienen de haber emprendido algunos arbitrariamente el estudio de esta difícil cuestión, no sin gran riesgo de la fe católica y perturbación de los ánimos.

86. Porque no faltan quienes -no advirtiendo bastante que el apóstol Pablo habló de esta materia sólo metafóricamente, y no distinguiendo suficientemente, como conviene, los significados propios y peculiares de cuerpo físico, moral y místico-, fingen una unidad falsa y equivocada, juntando y reuniendo en una misma persona física al Divino Redentor con los miembros de la Iglesia y, mientras atribuyen a los hombres propiedades divinas, hacen a Cristo nuestro Señor sujeto a los errores y a las debilidades humanas. Esta doctrina falaz, en pugna completa con la fe católica y con los preceptos de los Santos Padres, es también abiertamente contraria a la mente y al pensamiento del Apóstol, quien aun uniendo entre sí con admirable trabazón a Cristo y su Cuerpo místico, los opone uno a otro como el Esposo a la Esposa [
Cf. Ef 5, 22-23].

87. Ni menos alejado de la verdad está el peligroso error de los que pretenden deducir de nuestra unión mística con Cristo una especie de quietismo disparatado, que atribuye únicamente a la acción del Espíritu divino toda la vida espiritual del cristiano y su progreso en la virtud, excluyendo -por lo tanto- y despreciando la cooperación y ayuda que nosotros debemos prestarle. Nadie, en verdad, podrá negar que el Santo Espíritu de Jesucristo es el único manantial del que proviene a la Iglesia y sus miembros toda virtud sobrenatural. Porque, como dice el Salmista, la gracia y la gloria la dará el Señor [
Sal 83, 12]. Sin embargo, el que los hombres perseveren constantes en sus santas obras, el que aprovechen con fervor en gracia y en virtud, el que no sólo tiendan con esfuerzo a la cima de la perfección cristiana sino que estimulen también en lo posible a los otros a conseguirla, todo esto el Espíritu celestial no lo quiere obrar sin que los mismos hombres pongan su parte con diligencia activa y cotidiana.

88. Porque los beneficios divinos -dice San Ambrosio- no se otorgan a los que duermen, sino a los que velan [
Expos. Evang. sec. Luc 4, 49; Migne. P.L. XV, 1626]. Que si en nuestro cuerpo mortal los miembros adquiere fuerza y vigor con el ejercicio constante, con mayor razón sucederá eso en el Cuerpo social de Jesucristo, en el que cada uno de los miembros goza de propia libertad, conciencia e iniciativa. Por eso quien dijo: Y yo vivo, o más bien yo no soy el que vivo: sino que Cristo vive en mí [Gal 2, 20], no dudó en afirmar: la gracia suya [es decir, de Dios] no estuvo baldía en mí, sino que trabajé más que todos aquéllos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo [1 Cor 15, 10]. Es, pues, del todo evidente que con estas engañosas doctrinas el misterio de que tratamos, lejos de ser de provecho espiritual para los fieles, se convierte miserablemente en su rutina.

89. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día, con sus hijos unidos a ella en el Señor, por medio de los sacerdotes, cuando están para ascender al altar de Dios. Cierto que, como bien sabéis, Venerables Hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; mas para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo. Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los seminaristas, que acometen empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador.

90. Hay, además, algunos que niegan a nuestras oraciones toda eficacia propiamente impetratoria o que se esfuerzan por insinuar entre las gentes que las oraciones dirigidas a Dios en privado son de poca monta, mientras las que valen de hecho son más bien las públicas, hechas en nombre de la Iglesia, pues brotan del Cuerpo místico de Jesucristo. Todo eso es, ciertamente, erróneo: porque el Divino Redentor tiene estrechamente unidas a sí no sólo a su Iglesia, como a Esposa que es amadísima, sino en ella también a las almas de cada uno de los fieles, con quienes ansía conversar muy íntimamente, sobre todo después que se acercaren a la Mesa Eucarística. Y aunque la oración común y pública, como procedente de la misma Madre Iglesia, aventaja a todas las otras por razón de la dignidad de la Esposa de Cristo, sin embargo, todas las plegarias, aun las dichas muy en privado, lejos de carecer de dignidad y virtud, contribuyen muchísimo a la utilidad del mismo Cuerpo místico en general, ya que en él todo lo bueno y justo que obra cada uno de los miembros redunda, por la Comunión de los Santos, en bien de todos. Y nada impide a cada uno de los hombres, por el hecho de ser miembros de este Cuerpo, el que pidan para sí mismos gracias especiales, aun de orden terrenal, mas guardando la sumisión a la voluntad divina, pues son personas libres y sujetas a sus propias necesidades individuales [
Cf. St. Thom., II-II, q. 83, a. 5 et 6]. Y cuán grande aprecio hayan de tener todos de la meditación de las cosas celestiales se demuestra no sólo por las enseñanzas de la Iglesia, sino también por el uso y ejemplo de todos los santos.

91. Ni faltan, finalmente, quienes dicen que no hemos de dirigir nuestras oraciones a la persona misma de Jesucristo, sino más bien a Dios o al Eterno Padre por medio de Cristo, puesto que se ha de tener a nuestro Salvador, en cuanto Cabeza de su Cuerpo místico, tan sólo en razón de "mediador entre Dios y los hombres" [
1Tim 2, 5]. Sin embargo, esto no sólo se opone a la mente de la Iglesia y a la costumbre de los cristianos, sino que contraría aun a la verdad. Porque, hablando con propiedad y exactitud, Cristo es a la vez, según su doble naturaleza, Cabeza de toda la Iglesia [Cf. St. Thom., De Veritate, q. 29, a. 4, c.]
Además, El mismo aseguró solemnemente: Si algo me pidiereis en mi nombre, lo haré [Jn 14, 14]. Y aunque principalmente en el Sacrificio Eucarístico -en el cual Cristo es a un tiempo sacerdote y hostia y desempeña de una manera peculiar el oficio de conciliador- las oraciones se dirigen con frecuencia al Eterno Padre por medio de su Unigénito, sin embargo, no es raro que aun en este mismo sacrificio se eleven también preces al mismo Divino Redentor; ya que todos los cristianos deben conocer y entender claramente que el hombre Cristo Jesús es el mismo Hijo de Dios, y el mismo Dios. Aún más: mientras la Iglesia militante adora y ruega al Cordero sin mancha y a la sagrada Hostia, en cierta manera parece responder a la voz de la Iglesia triunfante que perpetuamente canta: Al que está sentado en el trono y al Cordero: bendición y honor y gloria e imperio por los siglos de los siglos [Ap 5, 13].