miércoles, 29 de noviembre de 2017

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [14 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


103. Y ardientemente deseamos que, con encendida caridad, estas comunes plegarias comprendan también a aquellos que o todavía no han sido iluminados con la verdad del Evangelio ni han entrado en el seguro aprisco de la Iglesia o, por una lamentable escisión de fe y de unidad, están separados de Nos, que, aunque inmerecidamente, representamos en este mundo la persona de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y otra vez aquella oración de nuestro Salvador al Padre celestial: Que todos sean una misma cosa: como Tú, Padre, estás en Mí y yo en Tí, así también ellos sean una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado [
Jn 17, 21].

104. También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia Católica, ya desde el comienzo de Nuestro Pontificado, como bien sabéis, Venerables Hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia, afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada Nos preocupa más sino que tengan vida y la tengan con mayor abundancia [
Cf. Encyclical Letter, Summi Pontificatus: A.A.S., 1939, p. 419]. 
Esta Nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de esta Carta Encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del grande y glorioso Cuerpo de Cristo [Iren., Adv. Haer., IV, 33, 7: Migne, P.G., VII, 1076], implorando oraciones de toda la Iglesia para invitar, de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna [Cf. Pius IX, Iam Vos Omnes, 13 Sept. 1868: Act. Conc. Vat., C.L.VII, 10]; pues, aunque, por cierto inconsciente deseo y aspiración, están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible gozar
Entren, pues, en la unidad católica, y, unidos todos con Nos en el único organismo del Cuerpo de Jesucristo, se acerquen con Nos a la única cabeza en comunión de un amor gloriosísimo [Cf. Gelas. I, Epist., XIV: Migne, P.L. LIX, 89]. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu de amor y de verdad, Nos les esperamos con los brazos elevados y abiertos, no como a quienes vienen a casa ajena, sino como a hijos que llegan a su propia casa paterna.

105. Pero si deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo místico se eleve hasta Dios, para que todos los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos, con todo, que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente, porque nadie cree sino queriendo [
Cf. August., In Ioann. Ev. tract., XXVI, 2: Migne, P.L. XXX, 1607]. 
Por esta razón, si algunos, sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la Iglesia, a acercarse al altar, a recibir los Sacramentos, no hay duda de que los tales no por ello se convierten en verdaderos fieles de Cristo [Cf. August., Ibidem]; porque la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios [Heb 11, 6], debe ser un libérrimo homenaje del entendimiento y de la voluntad [Vat. Counc. Const. de fide Cath., Cap. 3]. 
Si alguna vez, pues, aconteciere que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica [ Cf. Leo XIII, Immortale Dei: A.S.S., XVIII, pp. 174-175; Cod. Iur. Can., c. 1351], alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes de Nuestro oficio, no podemos menos de reprobarloPero, puesto que los hombres gozan de una voluntad libre y pueden también, impulsados por las perturbaciones del alma y por las depravadas pasiones, abusar de su libertad, por eso es necesario que sean eficazmente atraídos por el Padre de las luces a la verdad, mediante el Espíritu de su amado Hijo. 
Y si muchos, por desgracia, viven aún alejados de la verdad católica y no se someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe a que ni ellos [Cf. August., Ibidem] ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta intención
Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que, inflamados en amor a la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor, eleven continuamente estas plegarias.

106. Y principalmente en las presentes circunstancias parece ser, más que oportuno, necesario, que se ruegue con fervor por los reyes y príncipes y por todos aquellos que, gobernando a los pueblos, pueden con su tutela externa ayudar a la Iglesia; para que, restablecido el recto orden de las cosas, la paz, que es obra de la justicia [
 Is 32,17], emerja para el atormentado género humano de entre las aterradoras olas de esta tempestad, mediante el soplo vivificante de la caridad divina y para que nuestra santa Madre la Iglesia pueda llevar una vida quieta y tranquila, en toda piedad y castidad [Cf. 1 Tim 2, 2]. Insistentemente se ha de suplicar a Dios que todos cuantos están al frente de los pueblos amen la sabiduría [Cf. Wis., VI, 23], de tal suerte que jamás caiga sobre ellos aquella gravísima sentencia del Espíritu Santo:
El Altísimo examinará vuestras obras y escudriñará los pensamientos porque, siendo ministros de su reino, no habéis juzgado rectamente ni observado la ley de la justicia, ni habéis procedido según la voluntad de Dios. De manera espantosa y repentina se os presentará, porque se hará un riguroso juicio de aquellos que ejercen potestad sobre otros. Porque con los pequeños se usará misericordia, mas los poderosos sufrirán grandes tormentos. Porque Dios no exceptuará persona alguna ni respetará la grandeza de nadie; ya que El ha hecho al pequeño y al grande y cuida por igual de todos; si bien a los más grandes amenaza un tormento mayor. A vosotros, por lo tanto, Reyes, se dirigen estas mis palabras, para que aprendáis la sabiduría y no perezcáisIbidem, VI, 4-10].
107. Cristo nuestro Señor mostró su amor a la Esposa sin mancilla, no sólo con su intenso trabajo y su constante oración, sino también con sus dolores y angustias, que sufrió libre y amorosamente, por amor de ella: Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el fin [Jn 13, 1, 1]. Más aún, no conquistó la Iglesia sino con su sangre [Cf. Hech 20, 28]. 
Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro Rey, como lo exige nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro: Porque si hemos sido injertados con El por medio de la representación de su muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección [Rom 6, 5], y, si morimos con Él, también con Él viviremos [2 Tim 2, 11]. 
Esto lo exige, también, la caridad genuina y eficaz de la Iglesia y de las almas por ella engendradas para Cristo: pues, aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias, por disposición de la Divina Providencia, no se nos conceden todas de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia divina de celestiales dones, gratuitamente dados por Dios. 
Y esta misma lluvia de celestiales gracias será ciertamente superabundante, si no solamente elevamos a Dios ardientes plegarias, sobre todo participando con devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio Eucarístico; si no solamente nos esforzamos en aliviar con obras de caridad los sufrimientos de tantos menesterosos; mas si también preferimos a las cosas caducas de este siglo los bienes imperecederos y si domamos con mortificaciones voluntarias este cuerpo mortal, negándole las cosas ilícitas e imponiéndole las ásperas y arduas; si, en fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios, los trabajos y dolores de esta vida presente
Porque así, según el Apóstol, cumpliremos en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo, en pro de su Cuerpo místico que es la Iglesia [Cf. Col 1, 24].
(Continuará)

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