Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII
promulgada el 29 de junio de 1943
92. Después que, como Maestro de la Iglesia Universal, hemos iluminado las mentes con la luz de la verdad, explicando cuidadosamente este misterio que comprende la arcana unión de todos nosotros con Cristo, juzgamos, Venerables Hermanos, propio de Nuestro oficio pastoral estimular también los ánimos a amar íntimamente este místico Cuerpo con aquella encendida caridad que se manifiesta no sólo en el pensamiento y en las palabras, sino también en las mismas obras.
Porque si los que profesaban la Antigua Ley cantaron de su Ciudad terrenal: Si me olvidare de ti, Jerusalén, sea entregada al olvido mi diestra: mi lengua péguese a mis fauces, si no me acordare de tí, si no me propusiere a Jerusalén como el principio de mi alegría [Sal 136, 5-6], con cuánta mayor gloria y más efusivo gozo no nos hemos de regocijar nosotros porque habitamos una Ciudad construida en el monte santo con vivas y escogidas piedras, siendo Cristo Jesús la primera piedra angular [Ef 2, 20; 1 Pet 2, 4-5].
Puesto que nada más glorioso, nada más noble, nada, a la verdad, más honroso se puede pensar que formar parte de la Iglesia santa, católica, apostólica y Romana, por medio de la cual somos hechos miembros de un solo y tan venerado Cuerpo, somos dirigidos por una sola y excelsa Cabeza, somos penetrados de un solo y divino Espíritu; somos, por último, alimentados en este terrenal destierro con una misma doctrina y un mismo angélico Pan, hasta que, por fin, gocemos en los cielos de una misma felicidad eterna.
93. Mas, para que no seamos engañados por el ángel de las tinieblas que se transfigura en ángel de luz [Cf. 2 Cor 11, 14], sea ésta la suprema ley de nuestro amor: que amemos a la Esposa de Cristo cual Cristo mismo la quiso, al conquistarla con su sangre.
Conviene, pues, que tengamos gran afecto no sólo a los Sacramentos con los que la Iglesia, piadosa Madre, nos alimenta; no sólo a las solemnidades con las que nos solaza y alegra, y a los sagrados cantos y a los ritos litúrgicos que elevan nuestras mentes a las cosas celestiales, sino también a los sacramentales y a los diversos ejercicios de piedad, mediante los cuales la misma Iglesia suavemente atiende a que las almas de los fieles, con gran consuelo, se sientan suavemente llenas del Espíritu de Cristo.
Ni sólo tenemos el deber de corresponder, como conviene a hijos, a aquella su maternal piedad para con nosotros, sino también el de reverenciar su autoridad recibida de Cristo y que cautiva nuestros entendimientos en obsequio del mismo Cristo [Cf. 2 Cor 10, 5]; y por esta razón se nos ordena sujetarnos a sus leyes y a sus preceptos morales, a veces un tanto duros para nuestra naturaleza, caída de su primera inocencia; y que reprimamos con la mortificación voluntaria nuestro cuerpo rebelde; más aún, se nos aconseja abstenernos también, de vez en cuando, de las cosas agradables aunque sean lícitas.
No basta amar este Cuerpo místico por el esplendor de su divina Cabeza y de sus celestiales dotes, sino que debemos amarlo también con amor eficaz, según se manifiesta en nuestra carne mortal, es decir, constituido por elementos humanos y débiles, aun cuando éstos a veces no respondan debidamente al lugar que ocupan en aquel venerable Cuerpo.
94. Mas, para que este amor sólido e íntegro more en nuestras almas y aumente de día en día, es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales.
94. Mas, para que este amor sólido e íntegro more en nuestras almas y aumente de día en día, es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales.
Cuando, según eso, los fieles todos se esfuercen realmente por vivir con este espíritu de fe viva, entonces ciertamente no sólo honrarán y rendirán el debido acatamiento a los miembros más elevados de este Cuerpo místico y, sobre todo, a los que, por mandato de la divina Cabeza, habrán de dar un día cuenta de nuestras almas [Cf. Heb 13, 17], sino que también tendrán su preocupación por quienes nuestro Salvador mostró amor singularísimo: es decir, por los débiles, por los heridos, por los enfermos, que necesitan la medicina natural o sobrenatural; por los niños, cuya inocencia corre hoy tantos peligros y cuyas tiernas almas se modelan como la cera; por los pobres, finalmente, a quienes debemos socorrer reconociendo en ellos con suma piedad la misma persona de Jesucristo.
95. Porque, como justamente advierte el Apóstol: Mucho más necesarios son aquellos miembros del cuerpo que parecen más débiles; y a los que juzgamos miembros más viles del cuerpo, a éstos ceñimos con mayor adorno [1 Cor 12, 22-23]. Expresión gravísima, que, por razón de Nuestro altísimo oficio, juzgamos deber repetir ahora, cuando con íntima aflicción vemos cómo a veces se priva de la vida a los contrahechos, a los dementes, a los afectados por enfermedades hereditarias, por considerarlos como una carga molesta para la sociedad; y cómo algunos alaban esta manera de proceder como una nueva invención del progreso humano, sumamente provechoso a la utilidad común. Pero ¿qué hombre sensato no ve que esto se opone gravísimamente no sólo a la ley natural y divina [ Cf. Decree of the Holy Office, 2 Dec. 1940: A.A.S., 1940, p. 553], grabada en la conciencia de todos, sino también a los más nobles sentimientos humanos? La sangre de estos hombres, tanto más amados del Redentor cuanto más dignos de compasión, clama a Dios desde la tierra [Cf. Gen 4, 10].
96. Mas, para que poco a poco no se vaya enfriando la sincera caridad con que debemos mirar a nuestro Salvador en la Iglesia y en los miembros de ella, es muy conveniente contemplar al mismo Jesús como ejemplar supremo del amor a la Iglesia.
95. Porque, como justamente advierte el Apóstol: Mucho más necesarios son aquellos miembros del cuerpo que parecen más débiles; y a los que juzgamos miembros más viles del cuerpo, a éstos ceñimos con mayor adorno [1 Cor 12, 22-23]. Expresión gravísima, que, por razón de Nuestro altísimo oficio, juzgamos deber repetir ahora, cuando con íntima aflicción vemos cómo a veces se priva de la vida a los contrahechos, a los dementes, a los afectados por enfermedades hereditarias, por considerarlos como una carga molesta para la sociedad; y cómo algunos alaban esta manera de proceder como una nueva invención del progreso humano, sumamente provechoso a la utilidad común. Pero ¿qué hombre sensato no ve que esto se opone gravísimamente no sólo a la ley natural y divina [ Cf. Decree of the Holy Office, 2 Dec. 1940: A.A.S., 1940, p. 553], grabada en la conciencia de todos, sino también a los más nobles sentimientos humanos? La sangre de estos hombres, tanto más amados del Redentor cuanto más dignos de compasión, clama a Dios desde la tierra [Cf. Gen 4, 10].
96. Mas, para que poco a poco no se vaya enfriando la sincera caridad con que debemos mirar a nuestro Salvador en la Iglesia y en los miembros de ella, es muy conveniente contemplar al mismo Jesús como ejemplar supremo del amor a la Iglesia.
97. Y, en primer lugar, imitemos la amplitud de este amor. Una es, a la verdad, la Esposa de Cristo, la Iglesia; sin embargo, el amor del Divino Esposo es tan vasto que no excluye a nadie, sino que abraza en su Esposa a todo el género humano. Y así nuestro Salvador derramó su sangre para reconciliar con Dios en la Cruz a todos los hombres de distintas naciones y pueblos, mandando que formasen un solo Cuerpo. Por lo tanto, el verdadero amor a la Iglesia exige no sólo que en el mismo Cuerpo seamos recíprocamente miembros solícitos los unos de los otros [Cf. Rom 12, 5; 1 Cor 12, 25], que se alegran si un miembro es glorificado y se compadecen si otro sufre [Cf. 1 Cor 12, 26], sino que aun en los demás hombres, que todavía no están unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia, reconozcamos hermanos de Cristo según la carne, llamados juntamente con nosotros a la misma salvación eterna.
Es verdad, por desgracia, que principalmente en nuestros días no faltan quienes en su soberbia ensalzan la aversión, el odio, la envidia, como algo con que se eleva y enaltece la dignidad y el valor humano. Pero nosotros, mientras contemplamos con dolor los funestos frutos de esta doctrina, sigamos a nuestro pacífico Rey, que nos enseñó a amar no sólo a los que no provienen de la misma nación ni de la misma raza [Cf. Lc 10, 33-37], sino aun a los mismos enemigos [Cf. Lc 6, 27-35; Mt 5, 44-48].
Nosotros, penetrados los ánimos por la suavísima frase del Apóstol de las Gentes, cantemos con él mismo cuál sea la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo [Cf. Ef 3, 18], que, ciertamente, ni la diversidad de pueblos y costumbres puede romper, ni el espacio del inmenso océano disminuir ni las guerras, emprendidas por causa justa o injusta, destruir.
98. En esta gravísima hora, Venerables Hermanos, en la que tantos dolores desgarran los cuerpos y tantas aflicciones las almas, conviene que todos se estimulen a esta celestial caridad para que, aunadas las fuerzas de todos los buenos -y mencionamos principalmente a los que en toda clase de asociaciones se ocupan en socorrer a los demás-, se venga en auxilio de tan ingentes necesidades de alma y cuerpo con admirable emulación de piedad y misericordia: así llegarán a resplandecer en todas partes la solícita generosidad y la inagotable fecundidad del Cuerpo místico de Jesucristo.
99. Y puesto que a la amplitud de la caridad con que Cristo amó a su Iglesia corresponde en Él una constante eficacia de esa misma caridad, también nosotros debemos amar el Cuerpo místico de Cristo con asidua y fervorosa voluntad.
98. En esta gravísima hora, Venerables Hermanos, en la que tantos dolores desgarran los cuerpos y tantas aflicciones las almas, conviene que todos se estimulen a esta celestial caridad para que, aunadas las fuerzas de todos los buenos -y mencionamos principalmente a los que en toda clase de asociaciones se ocupan en socorrer a los demás-, se venga en auxilio de tan ingentes necesidades de alma y cuerpo con admirable emulación de piedad y misericordia: así llegarán a resplandecer en todas partes la solícita generosidad y la inagotable fecundidad del Cuerpo místico de Jesucristo.
99. Y puesto que a la amplitud de la caridad con que Cristo amó a su Iglesia corresponde en Él una constante eficacia de esa misma caridad, también nosotros debemos amar el Cuerpo místico de Cristo con asidua y fervorosa voluntad.
Ciertamente no puede señalarse un momento en el cual nuestro Redentor, desde su Encarnación, cuando puso el primer fundamento de su Iglesia, hasta el término de su vida mortal, no haya trabajado hasta el cansancio, a pesar de ser Hijo de Dios, ya con los fúlgidos ejemplos de su santidad, ya predicando, conversando, reuniendo y estableciendo para formar o confirmar su Iglesia.
Deseamos, pues, que todos cuantos reconocen a la Iglesia como a Madre, ponderen atentamente que no sólo los ministros sagrados y los que se han consagrado a Dios en la vida religiosa, sino también los demás miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, tienen obligación, cada uno según sus fuerzas, de colaborar intensa y diligentemente en la edificación e incremento del mismo Cuerpo.
Y deseamos que de una manera especial adviertan esto -aunque por lo demás lo hacen ya loablemente- los que, militando en las filas de la Acción Católica, cooperan en el ministerio apostólico con los Obispos y los sacerdotes, como también los que en asociaciones piadosas prestan como auxiliares su ayuda al mismo fin. Y no hay quien no vea que el celo iluminado de todos éstos es ciertamente, en las presentes condiciones, de suma importancia y de máxima trascendencia.
100. Y no podemos pasar aquí en silencio a los padres y madres de familia, a quienes nuestro Salvador confió los miembros más delicados de su Cuerpo místico; insistentemente, pues, les conjuramos, por amor a Cristo y a la Iglesia, a que miren con diligentísimo cuidado por la prole que se les ha encomendado, y se esfuercen por preservarla de todo género de insidias con las cuales hoy tan fácilmente se la seduce.
101. De una manera muy particular mostró nuestro Redentor su ardentísimo amor para con la Iglesia en las piadosas súplicas que por ella dirigía al Padre celestial. Puesto que -bástenos recordar sólo esto- todos conocen, Venerables Hermanos, que Él, cuando estaba ya para subir al patíbulo de la cruz, oró fervorosamente por Pedro [Cf. Lc 22, 32], por los demás Apóstoles [Cf. Jn 17, 9-19], y, finalmente, por todos cuantos, mediante la predicación de la palabra divina, habían de creer en Él [Cf. Jn 17, 20-23].
102. Imitando, pues, este ejemplo de Cristo, roguemos cada día al Señor de la mies para que envíe operarios a su mies [Cf. Mt 9, 38; Lc 10, 2], y elevemos todos cada día a los cielos la común plegaria y encomendemos a todos los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Y ante todo, a los Obispos, a quienes se les ha confiado especialmente el cuidado de sus respectivas diócesis; luego a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas, quienes, llamados a la herencia de Dios, ya en la propia patria, ya en lejanas regiones de infieles, defienden, acrecientan y propagan el Reino del Divino Redentor.
100. Y no podemos pasar aquí en silencio a los padres y madres de familia, a quienes nuestro Salvador confió los miembros más delicados de su Cuerpo místico; insistentemente, pues, les conjuramos, por amor a Cristo y a la Iglesia, a que miren con diligentísimo cuidado por la prole que se les ha encomendado, y se esfuercen por preservarla de todo género de insidias con las cuales hoy tan fácilmente se la seduce.
101. De una manera muy particular mostró nuestro Redentor su ardentísimo amor para con la Iglesia en las piadosas súplicas que por ella dirigía al Padre celestial. Puesto que -bástenos recordar sólo esto- todos conocen, Venerables Hermanos, que Él, cuando estaba ya para subir al patíbulo de la cruz, oró fervorosamente por Pedro [Cf. Lc 22, 32], por los demás Apóstoles [Cf. Jn 17, 9-19], y, finalmente, por todos cuantos, mediante la predicación de la palabra divina, habían de creer en Él [Cf. Jn 17, 20-23].
102. Imitando, pues, este ejemplo de Cristo, roguemos cada día al Señor de la mies para que envíe operarios a su mies [Cf. Mt 9, 38; Lc 10, 2], y elevemos todos cada día a los cielos la común plegaria y encomendemos a todos los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Y ante todo, a los Obispos, a quienes se les ha confiado especialmente el cuidado de sus respectivas diócesis; luego a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas, quienes, llamados a la herencia de Dios, ya en la propia patria, ya en lejanas regiones de infieles, defienden, acrecientan y propagan el Reino del Divino Redentor.
Esta común plegaria no olvide, pues, a ningún miembro de este venerable Cuerpo, pero recuerde principalmente a quienes están agobiados por los dolores y las angustias de esta vida terrenal, o a los que, ya fallecidos, se purifican en el fuego del purgatorio. Tampoco olvide a quienes se instruyen en la doctrina cristiana para que cuanto antes puedan ser purificados con las aguas del Bautismo.
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