Un trabajo se hace bien si se hace con alegría, con interés, con entusiasmo, sin prisas, poniendo todos los medios a nuestro alcance para superar los obstáculos con los que necesariamente nos vamos a encontrar. No debemos asustarnos ante el esfuerzo, sino recordar y tener siempre, en nuestra mente y en nuestro corazón, las palabras de Jesús: “A cada día le basta su propio afán” (Mt 6, 24), palabras que, como siempre, dan en el clavo.
Es preciso, cuando se trabaja, hacerlo bien: fijarse, poner atención e interés en lo que se haga, en cada detalle. Y luego apreciar aquello que se ha hecho si se ha puesto el máximo empeño posible. No despreciar la propia obra, aunque no sea precisamente un dechado de perfección, objetivamente hablando. No todo el mundo tiene aptitud para todas las cosas. Así es, así debe ser, y es bueno aceptar que así sea. De este modo, conociendo las propias posibilidades y limitaciones, actuar en función de ese conocimiento... siempre con esperanza de superación, mirando hacia adelante.
Es preciso, cuando se trabaja, hacerlo bien: fijarse, poner atención e interés en lo que se haga, en cada detalle. Y luego apreciar aquello que se ha hecho si se ha puesto el máximo empeño posible. No despreciar la propia obra, aunque no sea precisamente un dechado de perfección, objetivamente hablando. No todo el mundo tiene aptitud para todas las cosas. Así es, así debe ser, y es bueno aceptar que así sea. De este modo, conociendo las propias posibilidades y limitaciones, actuar en función de ese conocimiento... siempre con esperanza de superación, mirando hacia adelante.
El Señor no nos pedirá nunca nada que esté por encima de las capacidades con las que Él mismo nos ha dotado al crearnos. Lo único que Él quiere es nuestro corazón, nuestro amor. Para eso estamos aquí y sólo eso da sentido a la vida: amar a Dios y todo lo que Él ama; y ser amados por Él. “Nosotros, que hemos creído, conocemos el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16). El amor es el alma de todas las virtudes: el trabajo es una virtud si es una manifestación de amor. Y es precisamente trabajando (entre otras cosas, claro está) como demostramos al Señor que nuestro amor por Él es auténtico.
Esa es la entrega que el Señor pide a cada persona que viene a este mundo. Ya sabemos que “el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén PARA QUE lo trabajara y lo guardara” (Gen 2,15). Esto del trabajo fue antes del pecado, de modo que, en cierto modo, podemos decir que el trabajo es propio de la naturaleza humana. El hombre ha sido creado para trabajar igual que el ave para volar.
Claro está que, a consecuencia del pecado, el trabajo ya no se realiza si no es con cierta “pena”: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gen 3,19). El sufrimiento o el dolor que conlleva el trabajo forman parte de la vida real. Pero esto no debe conducir nunca a la amargura o al desaliento. Es preciso empezar de nuevo: ¡siempre hay que estar empezando! Y hacerlo con tranquilidad, con sosiego, con interés, con ilusión y con la seguridad, por supuesto, de que se conseguirá el objetivo que se pretende, siempre que éste no se encuentre por encima de nuestras fuerzas y se pongan todos los medios a nuestro alcance para lograrlo.
En todo caso, no debemos rehuir el esfuerzo que supone el trabajo, normalmente. Ese esfuerzo, cuando se realiza por amor a Dios, es un sacrificio que Él recibe complacido porque es la manera más natural que tenemos (aunque no sea la única) de demostrarle el amor que "decimos" tenerle. Y amar es el único modo de madurar, de crecer sanamente como personas: no hay otro.
Por supuesto que al hablar de trabajo, estamos hablando aquí del trabajo realizado por amor: por amor a Dios y por amor a nuestros hermanos (es decir, a todos los hombres, pues todos son hijos de Dios; y Dios es nuestro Padre). El trabajo sin amor desnaturaliza a la persona: el amor verdadero es lo único que hace que el trabajo tenga sentido; y trabajando así nos asemejamos a Dios, pues “Dios es Amor” (1 Jn 4,8).
Suele ser bastante frecuente, por desgracia, que no se trabaje así como aquí decimos; es decir, que se trabaje sin ilusión y sin alegría. Pues bien: cuando eso ocurra es un aviso y una señal clara, a todas luces, de que el amor está fallando en nosotros. Conviene no olvidarlo. De ahí que sea necesario fortalecer cada día nuestra voluntad, haciendo uso de todos los medios que tengamos a nuestra disposición.
En primer lugar, hacer uso de los medios naturales: formarse bien en el conocimiento de la propia profesión, generosidad, espíritu de servicio, sinceridad, sencillez, alegría,…, y luego no olvidar los medios sobrenaturales, si queremos parecernos al Señor en todo, entre ellos la oración y los sacramentos, particularmente la Eucaristía.
En primer lugar, hacer uso de los medios naturales: formarse bien en el conocimiento de la propia profesión, generosidad, espíritu de servicio, sinceridad, sencillez, alegría,…, y luego no olvidar los medios sobrenaturales, si queremos parecernos al Señor en todo, entre ellos la oración y los sacramentos, particularmente la Eucaristía.
Es importantísimo “caer en la cuenta” de que Jesús, que además de ser Perfecto Dios es también Perfecto Hombre, trabajó durante treinta años (de los treinta y tres que duró su estancia visible entre nosotros). Y por eso, en cuanto hombre, “Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).
Jesús no se ocultaba. Siempre se manifestaba tal y como era: cuando se estaba en su Presencia uno sabía muy bien a qué atenerse. Jesús no era un “sí” y un “no”. Todo el ser de Jesús respiraba un “sí” rotundo, total y radical, una afirmación de la creación entera y, de un modo especialísimo, un sí “amoroso” hacia cada uno de nosotros.
Recordemos que Jesús era llamado “el hijo del carpintero” (Mt 13,55). De José aprendió ese oficio que ejerció “divinamente”, sin lugar a dudas. No hay más que traer a la memoria aquellas palabras que vienen recogidas en los Hechos de los Apóstoles, cuando se dice aquello de que “todo lo hizo bien” (Hch 10,38). Y al utilizar la palabra “todo” se sobreentiende (¡está claro!) que no hay nada que no hiciera bien; en lo concerniente al trabajo, que es el caso que aquí nos ocupa, Jesús sería un buen trabajador, un trabajador sencillo y extraordinario, al mismo tiempo. Y de ninguna manera sería un chapucero en su trabajo. En esto, como en todas las cosas, Él es nuestro modelo a imitar. La verdad, todo hay que decirlo, es que tuvo un buen maestro que le enseñara (José); pero, sin duda, que fue también un discípulo aventajado.
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