Jesús exige la fe (normalmente) antes de hacer sus milagros. Y se queja de que nuestra fe sea tan mezquina, tan diminuta. Así, cuando los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron por qué ellos no habían podido expulsar el demonio de un muchacho lunático, Él les contestó: "Por vuestra poca fe...Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: 'Trasládate de aquí allá' , y se trasladaría. Y nada os sería imposible" (Mt 17, 20-21), porque "¡Todo es posible para el que cree!" (Mc 9,23). Con relación a nosotros, el gran milagro consistiría en transformar nuestra vida por completo y en hacer de nosotros personas "nuevas": "Si alguno está en Cristo es una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo" (1 Cor 5, 17). En realidad, nada importa más sino, como diría San Pablo, "la nueva criatura" (Gal 6,15).
Necesitamos pedirle con fe al Señor que nos conceda su gracia para que este milagro, del cambio radical de nuestra vida, sea posible. Y, por supuesto, actuar conforme a esa fe, haciendo aquello que el apóstol Pablo escribía a los efesios: "abandonad la antigua conducta del hombre viejo, que se corrompe conforme a su concupiscencia seductora, para... revestiros del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios, en justicia y santidad verdaderas" (Ef 4, 22-24). Pero, ¿qué es revestirse del hombre nuevo sino vivir la misma vida de Jesús, quien nos dijo: "el que pierda su vida por Mí la encontrará" (Mt 16, 25). Éste es "el gran milagro" que debemos pedirle al Señor y que Él nos concederá si se lo pedimos con fe sincera. Es curioso, pero real, que "perdiendo" nuestra vida por amor a Jesús, encontramos "en Él" nuestra verdadera vida, que es la Suya propia: Él mismo viviendo en nosotros, sin perder, por ello, nuestra propia personalidad.
Las palabras del Señor siempre están de moda y poseen más actualidad que nunca: "El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis Palabras no pasarán" (Mt 24,35). Estas Palabras, además, nos espolean (a cada uno de nosotros) y nos obligan a definirnos: "La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón" (Heb 4,12).
Pues bien: ante la deserción de la mayoría, el Señor nos urge a que nos decidamos por Él, de una vez por todas y para siempre: "¿También vosotros queréis marcharos? " (Jn 6,67). Y nuestra respuesta debe de ser como la de Simón Pedro: Pero "¿a quién iremos, Señor? Tú tienes Palabras de Vida Eterna; y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios?" (Jn 6,68)