Debemos, sin embargo, tener mucho cuidado, porque podría ocurrir que, más o menos conscientemente, nos estuviéramos considerando a nosotros mismos como los "buenos"; en cuyo caso, deberíamos meditar, con mucha atención, ciertos pasajes del Evangelio y del Nuevo Testamento que nos lleven a conocernos como realmente somos. En esto conviene que seamos muy sinceros con nosotros mismos y que no nos llevemos a engaño.
Entre los muchísimos textos que podrían salir a colación, se me pasan ahora unos cuantos por la mente. En primer lugar tenemos la ya conocida, aunque nunca suficientemente meditada, parábola del fariseo y el publicano, parábola que dijo Jesús "a algunos que confiaban en sí mismos, teniéndose por justos, y despreciaban a los demás" (Lc 18,9). Nos sería de provecho releerla, despacio, y delante del sagrario, a ser posible. En ella se ve que aquel que se humilló y reconoció sus pecados, ése salió justificado. No así el soberbio, que se las daba de ser justo.
Leemos también en el Libro del Apocalipsis: "Porque dices: 'Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad', y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo" (Ap 3,17). Estas palabras apuntan a lo que verdaderamente somos, ante Dios; o sea, a nuestro verdadero ser, radicalmente indigente, porque, como decía San Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?" (1 Cor 4,7). Esa es la cuestión: cuando tenemos algo, nos lo apropiamos como si fuera nuestro, en propiedad, cuando lo cierto es que lo tenemos como recibido, en usufructo. Y pensamos ser algo. Lo que es un gran error, pues "si alguno se imagina que es algo, siendo nada, a sí mismo se engaña" (Gal 6,3). Este autoengaño, que nos hace sentirnos seguros, es peligroso, porque nos aleja de Dios, ya que "todo el que se exalta será humillado, y el que se humilla será exaltado" (Lc 14,11). Es muy importante caer en la cuenta de que, por nosotros mismos, no podemos hacer nada: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5b). Ya sabemos lo que piensa el Señor de aquellos que se tienen por justos. Y San Pablo también nos exhorta, en el mismo sentido: "Trabajad por vuestra salvación, con temor y temblor" (Fil 2,12); "el que piense estar en pie, que tenga cuidado de no caer" (1 Cor 10, 12), etc... ¡Y es que nuestro apoyo es sólo el Señor! ¿Qué haríamos nosotros sin Él? "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios" (Jn 6, 68-69).
Por otra parte, ¿quién puede considerarse como bueno? De hecho, cuando el joven rico vino corriendo y se arrodilló ante Jesús, diciéndole: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?, Jesús le contestó: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10, 17-18). Y es que Jesús atribuía todo a su Padre, también la bondad; su misión en la Tierra fue la de glorificar a Su Padre en todas y en cada una de sus acciones, una misión que llevó a cabo en plenitud. Por supuesto que Jesucristo era bueno, pues Él mismo era Dios: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30); "El que me ve a Mí ve al Padre" (Jn 14, 9). Jamás hombre alguno ha podido decir, con verdad, estas palabras que pronunció Jesús: "¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?" (Jn 8,46). Nadie absolutamente. Pero Jesús, que era realmente justo y bueno, el Justo (con mayúsculas), jamás se las dio de tal. Recordemos que, cuando se presentó como ejemplo a seguir, fue con estas palabras: " Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón... " (Mt 11,29)
La llave que nos abre el corazón de Dios, cuando nos relacionamos con Él, es la humildad. El episodio evangélico que mejor muestra esta realidad es el Canto de la Virgen María, en el Magnificat, cuando exclama: "... Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1, 47-48). Nada agrada tanto a Dios como esta virtud de la humildad, que es la que abre el camino a las demás virtudes. El exceso de confianza en nosotros mismos, así como el adaptarnos demasiado a las cosas de esta Tierra, es peligroso, puesto que, como decía San Pablo "somos ciudadanos del Cielo" (Fil 3,20).
Esto no debemos olvidarlo. Nos viene muy bien, a este propósito, leer de nuevo la parábola del rico insensato, que dice así: "Las tierras de cierto hombre rico dieron mucho fruto. Y se puso a pensar para sus adentros: ¿Qué puedo hacer, ya que no tengo dónde guardar mi cosecha?' Y se dijo: 'Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo el trigo y mis bienes. Entonces le diré a mi alma: "Alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien". Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche te van a reclamar el alma; y lo que has preparado ¿para quién será?" Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios.(Lc 12, 16-21).
Es éste un problema en el que no solemos caer en la cuenta. Nos aferramos tanto a esta vida que llegamos a pensar que no hay otra (o a vivir como si no hubiera otra, que viene a ser lo mismo, o peor), con lo que nos colocamos en una situación harto peligrosa; y podemos incluso llegar a perder la fe en Dios. Al llegar aquí, alguien pudiera pensar que eso está bien para los demás pero no para él. Esta presunción no es buena. Supone una excesiva confianza en las propias fuerzas y, en cierto modo ( y "sin cierto modo") nos estamos considerando "mejores" que los demás, como si la posibilidad del pecado no fuera con nosotros. No es eso lo que nos dice el apóstol Juan: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8).
No tenemos más que pensar en lo que le sucedió a Pedro, uno de los predilectos, que tanto amaba a Jesús. Cuando Jesús le advirtió: "Simón, Simón, mira que Satanás os busca para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por tí para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos" (Lc 22,31-32), Pedro, fiado en sus propias fuerzas y en el amor que profesaba a su Maestro le contestó: "Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y hasta la muerte. Pero Jesús le respondió: Te aseguro, Pedro, que no cantará hoy el gallo sin que hayas negado tres veces haberme conocido" (Lc 22, 33-34) como, efectivamente, ocurrió.
En otro sentido, también es bueno recordar que, en lo que al Señor se refiere, no es suficiente ser un mero cumplidor de los mandamientos. Esto se refleja muy bien en el episodio del joven rico, cuando éste preguntó a Jesús lo que debía hacer para heredar la vida eterna. Una vez que oyó Jesús que el joven guardaba los mandamientos desde su adolescencia, "fijó en él su mirada y quedó prendado de él. Y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Luego, ven y sígueme" (Mc 10,21). Ante esas palabras el joven, afligido,"se marchó triste, porque tenía muchos bienes" (Mc 10,22). Y dijo entonces Jesús a sus discípulos aquello de que "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos" (Mc 10,25). Ante esta afirmación, los discípulos se quedaron asombrados e impresionados y dijeron: "Entonces, ¿quién puede salvarse?" Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo: Para los hombres esto es imposible; para Dios, sin embargo, todo es posible'" (Mc 10, 26-27).
Hay algo en este episodio que me llama la atención y es el hecho de que los discípulos se quedasen tan asombrados. No es mucha la gente rica que existe. ¿Por qué asustarse, entonces, a menos que... a menos que ellos se estén contando también, de alguna manera, entre los "ricos"? Posiblemente, es así como lo entendieron: ¿Por qué, si no, le hicieron esa pregunta? Y, por lo que parece, lo habían entendido bastante bien, pues Jesús no sólo no se asombra de que le hagan esa pregunta sino que, teniendo en cuenta el modo en que les responde, está reafirmando esa interpretación. Parece como si les dijera: "¡Tenéis toda la razón del mundo en lo que estáis pensando: para los hombres es imposible poseer nada, aunque sea muy poco, sin apegarse a lo que poseen! Se aferran con fuerza a sus bienes terrenos; y en esa misma medida hacen muy difícil su salvación."
Pero también podemos oírle decir, si afinamos el oído: "Sin embargo, no os preocupéis, porque si ponéis en Mí vuestra confianza tendréis en vosotros la misma fuerza de Dios. Así pues, no amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad, en cambio, tesoros en el Cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón" (Mt 6, 19-21).
De aquí se deriva la gran consigna que debemos seguir todos los cristianos, llevados de una confianza, completa y absoluta, en la divina Providencia, y es la de "buscar, ante todo, el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que todas las demás cosas se nos darán por añadidura" (Mt 6,33).
De aquí se deriva la gran consigna que debemos seguir todos los cristianos, llevados de una confianza, completa y absoluta, en la divina Providencia, y es la de "buscar, ante todo, el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que todas las demás cosas se nos darán por añadidura" (Mt 6,33).
(Continuará)
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