Todos tenemos tendencias desordenadas. El mal está muy metido dentro de nosotros. Incluso parece más nuestro que el bien, lo sentimos con más fuerza. El mismo San Pablo decía: "No logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago" (Rom 7,15). Y poco más adelante: "No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero" (Rom 7,19). Ante lo cual se impone tener las ideas muy claras: no es lo mismo sentir que consentir. No hay pecado si no hay consentimiento libre de la acción pecaminosa, aunque se sienta como propia, y aunque se sienta muy fuertemente.
Pero lo más importante para poder salir victoriosos de las tentaciones, que todos padecemos, es acudir al Señor, con confianza, en busca de ayuda. Él es nuestro amigo y nos quiere, y podemos tener la absoluta seguridad de que no nos va a dejar en la estacada: "Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (1 Cor 10,13). Además, hablando de Jesucristo, dice San Pablo que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado" (Heb 4,15).
Todo esto es así... Y, sin embargo, al sentir, a veces, el
mal, con más fuerza que el bien, podemos caer en dos tipos de tentaciones,
ambas muy peligrosas. La primera, la desesperación: el pensar que todo
está perdido y que no tenemos remedio. Es un grave pecado contra la Esperanza,
un pecado por defecto, por falta de esperanza. No acabamos de caer en la cuenta
de que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom
5,20) y de que "la caridad cubre la multitud de los pecados" (1
Pet 4,8). Ya Isaías, en el Antiguo Testamento, decía (o, para expresarlo mejor,
decía Dios por boca del profeta Isaías): "Aunque vuestros pecados
fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve" (Is 1,18). Por
lo tanto, si ese fuese nuestro caso, debemos poner completamente nuestra
esperanza en Dios, del mismo modo que un niño pequeño confía plenamente en sus
padres. El Señor no defrauda nunca.
Y por supuesto, es preciso tener paciencia, mucha paciencia. No consentir que la tristeza se apodere de nosotros. Todo pasa y, además, ..., luego se sale fortalecido, una vez pasada la prueba, con una fortaleza que procede de Dios y que es pura gracia, ciertamente. El secreto para lograr esta paciencia, y esto es fundamental, se encuentra en ser conscientes, cuando padecemos, de que Jesús ve nuestro corazón, y ve nuestros deseos de agradarle en todo, y entonces une nuestro sufrimiento al Suyo. De modo que estos padecimientos nuestros, junto a a los de Jesús, se convierten en redentores; es decir, nos convertimos en corredentores con Cristo, porque así Él lo ha querido. Y podemos decir, con verdad, junto con el Apóstol de los gentiles: "Estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presentes no son nada en comparación con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros" ( Rom 8,18).
Y por supuesto, es preciso tener paciencia, mucha paciencia. No consentir que la tristeza se apodere de nosotros. Todo pasa y, además, ..., luego se sale fortalecido, una vez pasada la prueba, con una fortaleza que procede de Dios y que es pura gracia, ciertamente. El secreto para lograr esta paciencia, y esto es fundamental, se encuentra en ser conscientes, cuando padecemos, de que Jesús ve nuestro corazón, y ve nuestros deseos de agradarle en todo, y entonces une nuestro sufrimiento al Suyo. De modo que estos padecimientos nuestros, junto a a los de Jesús, se convierten en redentores; es decir, nos convertimos en corredentores con Cristo, porque así Él lo ha querido. Y podemos decir, con verdad, junto con el Apóstol de los gentiles: "Estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presentes no son nada en comparación con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros" ( Rom 8,18).
Paciencia esperanzada
en Él, que impide en mí toda amargura;
y la vida es amada,
pues aun siendo muy dura
de mi Amado me dice su ternura
EM núm. 40
Respecto a la segunda tentación es ésta también un
pecado muy grave contra la Esperanza, aunque ahora no es ya por defecto, sino por
exceso de esperanza. Se piensa que, como Dios es misericordioso, hagamos lo que hagamos, no
nos va a condenar: es éste el pecado de la presunción, pecado que, hoy
en día, presenta una tremenda actualidad. Esta tentación, en la que se cae con
excesiva frecuencia, consiste básicamente en justificar todas las tendencias
desordenadas que tiene cualquier persona (como consecuencia del primer pecado
de Adán) y considerarlas buenas y naturales. Y así es como se justifican hoy
aberraciones contra natura tales como el matrimonio entre homosexuales y que, además, puedan adoptar niños (lo que es un engendro que no tiene ni pies ni
cabeza), el aborto (que es un crimen horrendo contra niños inocentes), el
divorcio (que es un atentado contra el verdadero amor), la eutanasia (que es la
muerte, disfrazada de bondad, de los más débiles), etc, ..., con la desfachatez, para más INRI, de llamar "progreso" a esas monstruosidades.
Y es que el corazón de las personas se endurece cuando se apartan de Dios: Jesucristo es hoy vilipendiado, ultrajado, odiado y perseguido, en su propia Persona y en todos sus miembros, que somos los cristianos quienes, con Cristo, formamos un solo Cuerpo, que es la Iglesia, del cual Él es la cabeza y nosotros los miembros. El elemento de unidad es "el Amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5) cuando fuimos bautizados. A partir de ese momento somos verdaderos hijos de Dios en Jesucristo: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y que lo seamos" (1 Jn 3,1)
Y es que el corazón de las personas se endurece cuando se apartan de Dios: Jesucristo es hoy vilipendiado, ultrajado, odiado y perseguido, en su propia Persona y en todos sus miembros, que somos los cristianos quienes, con Cristo, formamos un solo Cuerpo, que es la Iglesia, del cual Él es la cabeza y nosotros los miembros. El elemento de unidad es "el Amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5) cuando fuimos bautizados. A partir de ese momento somos verdaderos hijos de Dios en Jesucristo: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y que lo seamos" (1 Jn 3,1)
(Continuará)
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